PROBERVIO CHINO: SOBRE LA BUENA SUERTE

Fuente: Link

Una tarde de verano, un granjero ya mayor estaba trabajando en su campo junto con su viejo caballo enfermo. El anciano sintió compasión por el caballo y quiso alivianar su carga, así es que lo liberó para que se fuera a las montañas a vivir los años de vida que le quedaban.

Poco después, los granjeros vecinos visitaron al anciano para darle sus condolencias diciendo:

-“’Qué pena, ahora tu único caballo se ha ido, que desafortunado! Debes estar triste, ¿cómo vas a trabajar tu campo, cómo vas a vivir y prosperar?”.

El anciano respondió:

-“Quién sabe, ya veremos”.

Dos días después el caballo regresó rejuvenecido luego de merodear por las montañas comiendo pastos salvajes, regresando con veinte caballos jóvenes y saludables que lo siguieron hasta el corral del granjero.

La noticia se supo en el pueblo y no pasó mucho tiempo para que los vecinos pasaran a felicitar al anciano por su buena suerte:

-“¡Qué afortunado eres!”- exclamaban los vecinos. “¡Debes estar muy feliz!”.

Y nuevamente, con suavidad, el granjero respondía:

-“Quién sabe, ya veremos”.

La mañana siguiente, al amanecer, el único hijo del granjero salió para montar e intentar amansar a los nuevos caballos salvajes y entrenarlos, siendo arrojado al suelo por uno de ellos, rompiéndose una pierna. Uno por uno llegaron los vecinos donde el anciano para lamentar su mala suerte:

-“¡Oh, qué tragedia, tu hijo no podrá ayudarte con el trabajo de tu granja con una pierna rota! Tendrás que trabajar tú solo, ¿cómo sobrevivirás?…debes estar muy triste”.

Calmadamente, mientras continuaba con su trabajo, el anciano respondió:

-“Quién sabe, ya veremos”.

Varios días después explotó una guerra. Los soldados del emperador llegaron al pueblo ordenando a todos los jóvenes alistarse dentro de la armada del emperador. Cuando llegaron donde el hijo del granjero lo consideraron no apto para la batalla debido a su pierna rota.

-“Qué buena suerte tienes!” – decían los vecinos, dado que sus hijos se habían marchado lejos; – “¡Debes estar muy feliz!”.

-“Quién sabe, ya veremos” – decía el anciano mientras se dirigía a continuar su trabajo en el campo.

Pasó el tiempo y el hijo del granjero sanó su pierna, aunque quedó con una pequeña cojera. De nuevo los vecinos fueron donde el anciano para darle sus condolencias, a lo que él  respondía:

-“Quién sabe, ya veremos”.

Resultó que todos los jóvenes que habían marchado a la guerra murieron, y el anciano y su hijo eran los únicos hombres físicamente capaces para trabajar los campos del pueblo, así el anciano se volvió rico y fue muy generoso con los vecinos quienes decían:

-“¡Qué afortunados somos!”

A lo que el anciano respondió:

-“Quién sabe, ya veremos”.

REIR LLORANDO

Autor: Juan de Dios Peza
Nacionalidad: Mexicano
(extraído de «Poesías completas de Juan de Dios Peza«, Garnier Hermanos, París, 1892)

Viendo a Garrik – actor de la Inglaterra –
el pueblo al aplaudirlo le decía:
«eres el más gracioso de la tierra,
y más feliz……».
Y el cómico reía.

Víctimas del spleen, los altos lores
en sus noches más negras y pesadas,
iban a ver al rey de los actores,
y cambiaban su spleen en carcajadas,

Una vez, ante un médico famoso,
llegóse un hombre de mirar sombrío,
«sufro – le dijo – un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mio.
Nada me causa encanto ni atractivo;
no me importan mi nombre ni mi suerte.
En un eterno spleen muriendo vivo,
y es mi única pasión la de la muerte.»

-Viajad y os distraereis.
-¡Tanto he viajado!
-Las lecturas buscad.
-¡Tanto he leído!
-Que os ame una mujer.
-¡Sí, soy amado!
-Un título adquirid.
-¡Noble he nacido!
-¿Pobre sereis quizá?
-Tengo riquezas
-¿De lisonjas gustáis?
-¡Tantas escucho…!
-¿Qué teneis de familia?
-Mis tristezas.
-¿Vais a los cementerios?
-Mucho… Mucho…
-¿De vuestra vida actual teneis testigos?
-Sí, mas no dejo que me impongan yugos;
yo les llamo a los muertos, mis amigos;
y les llamo a los vivos, mis verdugos.

-¡Me deja – agrega el médico – perplejo
vuestro mal, y no debo acobardaros;
tomad hoy por receta este consejo:
«Sólo viendo a Garrik podreis curaros».
-¿A Garrik?
-¡Sí, a Garrik!…la más remisa
y austera sociedad le busca ansiosa;
todo aquel que lo ve, muere de risa:
¡tiene una gracia artística asombrosa!
-¿Y a mi me hará reír?
-¡Ah! sí, os lo juro;
él sí; nada más él; más…¿qué os inquieta?
-Así – dijo el enfermo – no me curo:
¡Yo soy Garrik!… cambiadme la receta.

¡Cuántos hay que, cansados de la vida
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reír como el actor suicida,
sin encontrar para su mal remedio!

¡Ay! ¡Cuántas veces al reír se llora!
¡Nadie en lo alegre de la risa se fíe,
porque en los seres que el dolor devora,
el alma llora cuando el rostro ríe!

Si se muere la fe, si huye la calma,
si sólo abrojos nuestra planta pisa,
lanza a la faz la tempestad del alma
un relámpago triste: la sonrisa.

El carnaval del mundo engaña tanto,
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto,
y también a llorar con carcajadas.

 

(Para mi nuevo amigo Herbert, quien me hizo conocer este triste y al mismo tiempo, hermoso poema; un amigo que, quizás como todos nosotros, cual más cual menos, como Garrik, también ha aprendido a llorar con carcajadas.)

 

PSICOANALISIS DE LA AMISTAD

Autor: Ignace Lepp
Traducción al español: Alicia Balbina Gómez
Editorial: Ediciones Carlos Lohlé, Argentina, 1965

(Ver libro completo en este enlace)

1. «Prólogo:

Pocos temas existen, en efecto, que hayan sido objeto de las reflexiones de tan numerosos escritores y pensadores como el de la amistad.(…) Para los que se sitúan en la tradición socrática, la amistad significa ante todo una intensa comunión intelectual. Para los autores cristianos, se trata principalmente de la comunión con Dios. Para otros, el término posee un sentido equivalente al de «camaradería de lucha», mientras que los románticos, siguiendo a J. J. Rousseau, ponen el acento sobre la efusión sentimental. En nuestros días se dice «mi querido amigo» a todo el mundo, hasta el punto de que la palabra acaba por perder todo sentido concreto.

Si después de tantos autores ilustres me propongo analizar y desarrollar una vez más el tema de la amistad, es porque ha desempeñado un gran papel en mi propia existencia y querría saldar mi deuda a este respecto. (…) Si hoy, en la edad madura, continúo creyendo en el hombre y teniendo confianza en el porvenir de la humanidad, creo que es todavía a mis amigos a quienes lo debo. Por otra parte, mi larga práctica en la psicología profunda me ha permitido verificar, en numerosos seres, el importante papel que la amistad es capaz de desempeñar en la promoción de la existencia, y comprobar la penuria de quienes se ven privados de ella.

En un principio, cuando uno de mis editores amigos me solicitó que escribiera un libro sobre la amistad, me había propuesto escribir una obra más bien «poética», para cantar sus sublimes bellezas. Pero a medida que el trabajo avanzaba, veía, cada vez más claramente que un asunto tan importante debía tratarlo como psicólogo y pedagogo; que no se trataba tanto de cantar a la amistad como de enseñar su práctica. (…) Convencido de que la amistad representa uno de los valores existenciales más fundamentales, que puede hacer la vida de los hombres infinitamente más bella y fecunda, me propongo persuadir también de ellos a todos mis lectores. Quisiera ayudarlos a hacer amigos, a hacer sus amistades cada vez más fecundas, a encontrar en ellas cada vez más alegría creadora.

Nos ocuparemos ante todo del hombre solo, de la poco envidiable suerte de quien no tiene amigos. A veces son las condiciones sociológicas las que hacen para ciertos seres imposible o demasiado difícil ganar amigos. En ocasiones, y probablemente lo más a menudo, los obstáculos son más bien piscológicos, interiores al sujeto mismo. (…) Y nuestro más ferviente deseo es que este libro contribuya en débil parte a promover un orden social en el cual los lazos de la amistad prevalezcan cuanto sea posible sobre los antagonismos y los intereses«.

2.  «El hombre nace y muere solo, y únicamente engañándose puede, entre dos acontecimientos capitales, creer que no está solo», afirman aproximadamente los portavoces del pesimismo, cuyo más eminente representante en nuestros días es probablemente Jean Paul Sartre. (…) Dicho esto, no es menos cierto que a muchos hombres y mujeres les ha tocado en suerte la más total soledad, no solamente en las horas de su nacimiento y su muerte, sino en todo el transcurso de su existencia en el tiempo. Esto ocurre en nuestra época probablemente más que nunca, tanto a causa del desarraigo social de un número demasiado elevado de nuestros contemporáneos como en razón de una toma de conciencia más aguda de su individualidad y su singularidad por parte de cada uno.»

3. «En el actual estado de desarrollo de la conciencia individual ocurre a menudo (…) que en ninguna parte la soledad es mayor y más penosa que en nuestras grandes ciudades. (…) En ninguna parte, efectivamente, se encuentra el hombre más total y dolorosamente solo que entre la multitud y la baraúnda. Los eremitas retirados al desierto están infinitamente menos solos que los habitantes de nuestras grandes ciudades. (…) Para poner fin a la incomunicación no basta de ningún modo romper el aislamiento físico zambulléndose en la muchedumbre anónima. Lo trágico en la condición del hombre moderno, lo que constituye su soledad, es la ausencia de diálogo, de comunicación espiritual con el prójimo. (…) Lo más grave es que a menudo se vuelve radicalmente incapaz de verdadera comunicación existencial, de la que, por lo menos conscientemente, no experimenta ninguna necesidad.»

4. «En el curso de mi práctica psicoterápica me ha acontecido con frecuencia tener que alentar a hombres que vivían en una total soledad, a buscar la comunicación con sus semejantes, porque me parecía el único medio de preservarlos de la enfermedad psíquica más grave. Bastante generalmente he chocado con la negativa: declaraba que tenía horror a los demás, que en ninguna parte se sentía más a gusto que cuando podía permanecer sólo. Y, sin embargo, cada vez que me ha sido dado penetrar más profundamente en el psiquismo de tales enamorados de la soledad, se estableció que inconscientemente sufrían a causa de ésta, que su sentimiento de infelicidad y su visión pesimista de la humanidad y de la vida estaban condicionados por ella. Sin ser conscientes de ellos, es no obstante la comunicación afectiva con los demás lo que buscan casi todos los que llenan los cines, los bailes, los cafés y otros lugares públicos. Y los que se llaman misántropos y se encierran en su habitación con la sola compañía de su gato o su canario, reprochan además inconscientemente a los hombres el que no los hayan acogido.»

5. «La multitud que se encuentra en los lugares públicos, lejos de favorecer el diálogo y la comunicación, los hace en realidad difíciles, sino imposibles. Las relaciones que en ella se establecen entre los individuos son fatalmente superficiales e impersonales, puramente funcionales. Cómo podría ser de otra manera, si casi todos los que las forman viven en la inautenticidad, sin haber adquirido conciencia de lo que son ellos mismos, de lo que son los demás, de lo que buscan cuando se acercan unos a los otros.»

6. «La misma familia no es, a menudo, más que una yuxtaposición de soledades. Creen conocerse porque están siempre juntos, mientras que en realidad nadie se abre verdaderamente a los demás. Evidentemente, se «quieren», pero con un amor puramente instintivo, animal, en el que las facultades propiamente humanas casi no participan. No se comprenden, no sospechan siquiera que haya algo que comprender en los padres o en los hijos, en los hermanos y hermanas. La gran mayoría de las desinteligencias conyugales de que he tenido ocasión de ocuparme profesionalmente, no tenían su orígen en la desarmonía carnal, sino en la falta casi total de comunicación de los espíritus. El desacuerdo carnal mismo, como tendremos oportunidad de establecerlo en otro capítulo, no es, lo más a menudo, sino la consecuencia de la falta de comunicación espiritual. Esta falta se hace sentir tanto más negativamente cuanto los seres poseen mayor desarrollo intelectual.»

7. «En rigor, si Sartre ha hallado tanto auditorio entre tantos novelistas, vulgarizadores de sus tesis y entre tantos jóvenes de nuestro tiempo, es porque su propia experiencia coincide, parcialmente por lo menos, con la de muchos de sus contemporáneos. Es el portavoz de una fracción importante de la humanidad de la época en que vivimos. (…) Con referencia a nuestra propia experiencia existencial, tanto directa como indirecta, creemos nuestro deber señalar la falsedad del pesimismo del existencialismo sartriano, por lo menos en la medida en que éste pretende rendir cuenta adecuada de la condición humana total. (…) Si por desgracia no siempre es así, si en nuestra época en particular el encuentro con el prójimo raramente arriba a una comunicación auténtica con él, la explicación debe buscarse no en una imposibilidad esencial cualquiera, sino simplemente en las condiciones de vida psicosociales de la humanidad moderna, en la desarmonía que existe entre su desarrollo intelectual y afectivo.»

8. «La comunicación existencial con los demás puede revestir muy diferentes modalidades, pero siempre y necesariamente es de orden afectivo. Cuando se trata de un intercambio únicamente intelectual, cada uno pone en juego tan sólo sus pensamientos e ideas, pero no su ser mismo; la comunicación es entonces solamente extrínseca. Probablemente porque ciertos filósofos y sus discípulos no conocen más que esta especie de interminables discusiones, en una sala de reuniones o en torno a una mesa de café, sobre política, literatura y arte, creen que deben afirmar la imposibilidad del hombre de salir de su incomunicación. Pero como el ser humano es capaz de amar y ser amado, la incomunicación no constituye en modo alguno la fatalidad de nuestra condición en el mundo.»

9. «Teresa, joven agregée universitaria, se encomienda al psicoterapeuta porque se siente incapaz de amar. No experimenta esos sentimientos fuertes, tiernos y apasionados, que ella sabe caracterizan al amor, ni por sus copartícipes sexuales, ni por sus padres ni camaradas. En el transcurso del tratamiento se comprueba, efectivamente, que tiene un intenso egocentrismo, sin ser en modo alguno una egoísta. Pero el egocentrismo no es en ella más que la sobrecompensación de su complejo de inferioridad, de su falta de confianza en sí misma. Al no amarse suficientemente a sí misma, no podía amar a los demás. (Pues, contrariamente a la opinión corriente, el egocéntrico, lejos de amarse con exceso, se ama poco o nada). Una vez que la psicosíntesis libró a Teresa de su complejo de inferioridad y le dio confianza normal en sí misma, sus relaciones con los demás no tardaron en covertirse en vínculos afectivos normales. Y se concluyó su soledad.»

RIMA LIII: VOLVERAN LAS OSCURAS GOLONDRINAS

Autor: Gustavo Adolfo Becquer
Nacionalidad: Español
(extraído de “Obras de Gustavo Adolfo Becquer«, Ricardo Fé, 1885)

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
esas… ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
sus flores se abrirán;

Pero aquellas, cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día…
esas…¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará;

Pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido… desengáñate,
así no te querrán!

RIMA XLIII: DEJE LA LUZ A UN LADO, Y EN EL BORDE

Autor: Gustavo Adolfo Becquer
Nacionalidad: Español
(extraído de “Obras de Gustavo Adolfo Becquer«, Ricardo Fé, 1885)

Dejé la luz a un lado, y en el borde
de la revuelta cama me senté,
mudo, sombrío, la pupila inmóvil
clavada en la pared.

¿Qué tiempo estuve así? No sé: al dejarme
la embriaguez horrible del dolor,
espiraba la luz, y en mis balcones
reía el sol.

Ni sé tampoco en tan terribles horas
en qué pensaba o qué pasó por mí;
sólo recuerdo que lloré y maldije,
y que en aquella noche envejecí.

RIMA XXX: ASOMABA A SUS OJOS UNA LAGRIMA

Autor: Gustavo Adolfo Becquer
Nacionalidad: Español
(extraído de “Obras de Gustavo Adolfo Becquer«, Ricardo Fé, 1885)

Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo y se enjugó su llanto,
y la frase en mis labios espiró.

Yo voy por un camino, ella por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún: ¿por qué callé aquel día?
y ella dirá: ¿por qué no lloré yo?

 

RIMA XXIV: DOS ROJAS LENGUAS DE FUEGO

Autor: Gustavo Adolfo Becquer
Nacionalidad: Español
(extraído de “Obras de Gustavo Adolfo Becquer«, Ricardo Fé, 1885)

Dos rojas lenguas de fuego
que, a un mismo tronco enlazadas,
se aproximan, y al besarse
forman una sola llama;

Dos notas que del laud
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan;

Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa,
y que al romper se coronan
con un penacho de plata;

Dos jirones de vapor
que del lago se levantan,
y al juntarse allí en el cielo
forman una nube blanca;

Dos ideas que al par brotan,
dos besos que a un tiempo estallan,
dos ecos que se confunden…
esos son nuestras dos almas.

RIMA XI: YO SOY ARDIENTE, YO SOY MORENA

Autor: Gustavo Adolfo Becquer
Nacionalidad: Español
(extraído de “Obras de Gustavo Adolfo Becquer«, Ricardo Fé, 1885)

Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión;
de ansia de goces mi alma está llena,
¿a mi me buscas? – No es a ti; no.

Mi frente es pálida; mis trenzas de oro:
puedo brindarte dichas sin fin;
yo de ternura guardo un tesoro.
¿A mi me llamas? – No; no es a ti.

Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible;
No puedo amarte – ¡Oh, ven; ven tú!

 

TARDE EN EL HOSPITAL

Autor: Carlos Pezoa Véliz
Nacionalidad: Chilena
Fuente: «Tarde en el hospital» , Jaime Concha, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 1975

Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve…

Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.

Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve.
Despierto sobresaltado:
llueve…

Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.

 

 

SHOON OF THE DEAD

Autor: William Hope Hodgson
Nacionalidad: Inglés
Fuente: The House on the Borderland, Editorial Panther Books, Gran Bretaña, 1969
Traducción: Fitzroya

To
My Father
(Whose feet tread the lost æons)

Open the door,
and listen!
only the wind’s muffled roar,
and the glisten
of tears round the moon.
And, in fancy, the tread
of vanishing shoon –
out in the night with the Dead.

Hush! and hark
to the sorrowful cry
of the wind in the dark.
Hush and hark, without murmur or sigh,
to shoon that tread the lost æons:
to the sound that bids you to die.
Hush and hark! Hush and hark!


LAS PISADAS DE LOS MUERTOS

A
Mi Padre
(cuyos pies pasean por los eones imperecederos del tiempo)

¡Abre la puerta,
y escucha!
Solo el oprimido aullar del viento,
y el destello
de lágrimas alrededor de la luna.
Y, culebreante, el pasar
de evanescentes pisadas-
afuera en la noche con los muertos.

¡Shh! y oye,
el afligido lamento
del viento en la oscuridad.
Shh y advierte, sin murmullo ni susurro,
las pisadas de los que deambulan por los olvidados eones imperecederos del tiempo:
al sonido que te invita a morir.
¡Shh y oye! ¡Shh y oye!

SHOON OF THE DEAD

Author: William Hope Hodgson
Nationality: English
Source: The House on the Borderland, Panther Books, Great Britain, 1969
Translated by: Fitzroya

Open the door,
and listen!
only the wind’s muffled roar,
and the glisten
of tears round the moon.
And, in fancy, the tread
of vanishing shoon –
out in the night with the Dead.

Hush! and hark
to the sorrowful cry
of the wind in the dark.
Hush and hark, without murmur or sigh,
to shoon that tread the lost aeons:
to the sound that bids you to die.
Hush and hark! Hush and hark!


LAS PISADAS DE LOS MUERTOS

Abre la puerta,
y escucha!
Solo el oprimido aullar del viento,
y el destello
de lágrimas alrededor de la luna.
Y, culebreante, el pasar
de evanescentes pisadas-
afuera en la noche con los muertos.

Shh! y oye,
el afligido lamento
del viento en la oscuridad.
Shh y oye, sin murmullo ni susurro,
las pisadas de aquellos que deambulan por los olvidados eones imperecederos del tiempo:
al sonido que te invita a morir.
Shh y oye! Shh y oye!

TOCANDO FLAUTA POR LOS VALLES AGRESTES

por William Blake (1757-1827)

(Traducción e ilustraciones: Fitzroya)

Piping down the valleys wild,               Tocando flauta por los valles agrestes,
piping songs of pleasant glee,               tocando cantos de placentero deleite,
on a cloud I saw a child,                        sobre una nube vi a un niño,
and he laughing said to me:                  y él sonriendo me dijo:

“Pipe a song about a lamb!”                “Toca una canción sobre un cordero!”
So I piped with merry cheer.                 Entonces la toqué con gran júbilo.
“Piper, pipe that song again»;               “Flautista, toca esa canción otra vez”;
so I piped: he wept to hear.                  entonces la toqué: él lloró al oírla.

“Drop thy pipe, thy happy pipe;           “Deja tu flauta, tu feliz flauta;
sing thy songs of happy cheer!”            canta tus canciones de alegre espíritu!”
So I sung the same again,                       Entonces yo canté lo mismo otra vez,
while he wept with joy to hear.             mientras él lloró de gozo al oirla.

“Piper, sit thee down and write           “Flautista, siéntate y escribe
in a book, that all may read»;               en un libro, que todos puedan leer”;
so he vanished from my sight,             entonces desapareció de mi vista,
and I plucked a hollow reed,                y arranqué del suelo un tallo hueco,

and I made a rural pen,                         e hice un lápiz rústico,
and I stained the water clear,              y teñí las aguas claras,
and I wrote my happy songs                y escribí en ellas mis felices canciones
every child may joy to hear.                con las que todo niño pueda disfrutar al oirlas.


Ilustraciones inspiradas en el poema:

Piping1

Piping2

Piping3

Piping4

Piping5

Piping Down The Valleys Wild corresponde al primer verso de un poema escrito por William Blake en 1789 y titulado originalmente «Introduction«, con el cual, el autor da comienzo a su obra «Songs of Innocence«; Piping Down The Valleys Wild fue posteriormente musicalizado por el compositor norteamericano Bill Douglas para su disco Deep Peace (1996). Si el lector desea tener una experiencia de lectura distinta, sugiero leer este poema al mismo tiempo que se escucha su musicalización.

EL LUGAR AL QUE VINIERON

THE PLACE THEY CAME TO

Autor e ilustración: Adrianna (EEUU, 2011), seudónimo InvisiblePocketMan
Traducción: Fitzroya


Come oh weary child,
come to me now,
to lay down your tired head,
and ease your drooping brow,

I’ve come from distant lands,
I’ve traveled stormy seas,
I’ve come to you little one,
before you on my knees,

and if you would only follow me,
I could lead you to a place,
filled with golden light,
to warm your frightened face,

there you could lay beside me,
in a field of yellow grass,
or bathe in the deep river,
with water as clear as glass,

and I’ll kiss away your fears,
and fill you with delight,
the years I’ve been watching you,
you’ve never left my side,

come to me weary child,
leave your wretched home,
here you will be with me,
and you’ll never be alone.


EL LUGAR AL QUE VINIERON

Ven oh agobiado niño,
ven a mí ahora,
a reposar tu cansada cabeza,
y aliviar tu abatida frente.

He venido de tierras distantes,
he cruzado agitados mares,
he venido a ti pequeño,
antes de reposar en mi regazo,

y si tan solo me siguieras,
yo podría guiarte hasta un lugar,
inundado de una luz dorada,
donde abrigar tu asustado rostro;

allí a mi lado podrías quedarte,
en un campo de pastos amarillos,
o en el hondo río bañarte
de aguas tan claras como el cristal;

y tus temores alejaré,
y de goce te llenaré,
en los años en que he estado vigilándote,
nunca de mi vista te has apartado.

Ven a mí agobiado niño,
abandona tu miserable hogar,
aquí estarás conmigo,
y nunca solo estarás.

MEDITACIONES

Autor: Marcus Aurelius
Nacionalidad: Romano
Fuente: Meditaciones, Editorial Gredos, Madrid, España, 1977

1. «De mi abuelo Vero: el buen carácter y la serenidad.

De la reputación y memoria legadas por mi progenitor: el carácter discreto y viril.

De mi madre: el respeto a los dioses, la generosidad y la abstención no sólo de obrar mal, sino incluso de incurrir en semejante pensamiento; más todavía, la frugalidad en el régimen de vida y el alejamiento del modo de vivir propio de los ricos.

De mi bisabuelo: el no haber frecuentado las escuelas públicas y haberme servido de buenos maestros en casa, y el haber comprendido que, para tales fines, es preciso gastar con largueza.

De mi preceptor: el no haber sido de la facción de los Verdes ni de los Azules, ni partidario de los parmularios ni de los escutarios; el soportar las fatigas y tener pocas necesidades; el trabajo con esfuerzo personal y la abstención de excesivas tareas, y la desfavorable acogida a la calumnia.

De Diogneto: el evitar inútiles ocupaciones; y la desconfianza en lo que cuentan los que hacen prodigios y hechiceros acerca de encantamiento y conjuración de espíritus, y de otras prácticas semejantes;(…) el soportar la conversación franca y familiarizarme con la filosofía; y el haber escuchado primero a Baquio, luego a Tandasis y Marciano; haber escrito diálogos en la niñez.

De Rústico: el haber concebido la idea de la necesidad de enderezar y cuidar mi carácter; el no haberme desviado a la emulación sofística, ni escribir tratados teóricos ni recitar discursillos de exhortación ni hacerme pasar por persona ascética o filántropo con vistosos alardes; y el haberme apartado de la retórica, de la poética y el refinamiento cortesano. Y el no pasear con la toga por casa ni hacer otras cosas semejantes. También el escribir las cartas de modo sencillo (…); el estar dispuesto a aceptar con indulgencia la llamada y la reconciliación con los que nos han ofendido y molestado, tan pronto como quieran retractarse; la lectura con precisión, sin contentarme con unas consideraciones globales, y el no dar mi asentimiento con prontitud a los charlatanes; el haber tomado contacto con los Recuerdos de Epicteto, de los que me entregó una copia suya.

De Apolonio: la libertad de criterio y la decisión firme sin vacilaciones ni recursos fortuitos; no dirigir la mirada a ninguna otra cosa más que a la razón (…); el no mostrar un carácter irascible en las explicaciones; el haber visto a un hombre que claramente consideraba como la más ínfima de sus cualidades la experiencia y la diligencia en transmitir las explicaciones teóricas; el haber aprendido cómo hay que aceptar los aparentes favores de los amigos, sin dejarse sobornar por ellos ni rechazarlos sin tacto.

De Sexto: (…) la tolerancia con los ignorantes y con los que opinan sin reflexionar.

De Alejandro el gramático: la aversión a criticar; el no reprender con injurias (…).

De Alejandro el platónico: el no decir a alguien muchas veces y sin necesidad o escribirle por carta: “Estoy ocupado”, y no rechazar de este modo sistemáticamente las obligaciones que imponen las relaciones sociales, pretextando excesivas ocupaciones.

De Máximo: (…) que nadie se creyera menospreciado por él ni sospechara que se consideraba superior a él; su amabilidad en … .

De mi padre: la mansedumbre y la firmeza serena en las decisiones profundamente examinadas. El no vanagloriarse con los honores aparentes; el amor al trabajo y la perseverancia; el estar dispuesto a escuchar a los que podían hacer una contribución útil a la comunidad. El distribuir sin vacilaciones a cada uno según su mérito. La experiencia para distinguir cuando es necesario un esfuerzo sin desmayo, y cuándo hay que relajarse. (…) La autosuficiencia en todo  y la serenidad. La previsión desde lejos y la regulación previa de los detalles más insignificantes sin escenas trágicas. La represión de las aclamaciones y de toda adulación dirigida a su persona. (..) El uso de los bienes que contribuyen a una vida fácil –y la Fortuna se los había deparado en abundancia-, sin orgullo y a la vez sin pretextos, de manera que los acogía con naturalidad, cuando los tenía, pero no sentía necesidad de ellos, cuando le faltaban. (…) Además, el aprecio por quienes filosofan de verdad, sin ofender a los demás ni dejarse tampoco embaucar por ellos; más todavía, su trato afable y buen humor, pero no en exceso. El cuidado moderado del propio cuerpo, no como quien ama la vida, ni con coquetería ni tampoco negligentemente, sino de manera que, gracias a su cuidado personal, en contadísimas ocasiones tuvo necesidad de asistencia médica, de fármacos o emplastos. Y especialmente, su complacencia, exenta de envidia, en los que poseían alguna facultad, por ejemplo, la facilidad de expresión, el conocimiento de la historia de las leyes, de las costumbres o de cualquier otra materia; su ahínco en ayudarles para que cada uno consiguiera los honores acordes a su peculiar excelencia; (…).

De los dioses: (…) Es un favor divino que no se presentara ninguna combinación de circunstancias que me pusiera a prueba; el no haber sido educado largo tiempo junto a la concubina de mi abuelo; el haber conservado la flor de mi juventud y el no haber demostrado antes de tiempo mi virilidad, sino incluso haberlo demorado por algún tiempo; el haber estado sometido a las órdenes de un gobernante, mi padre, que debía arrancar de mí todo orgullo y llevarme a comprender que es posible vivir en palacio sin tener necesidad de guardia personal, de vestidos suntuosos, de candelabros, de estatuas y de otras cosas semejantes y de un lujo parecido; sino que es posible ceñirse a un régimen de vid muy próximo al de un simple particular, y no por ello ser más desgraciado o más negligente en el cumplimiento de los deberes que soberanamente nos exige la comunidad.»

2. «No te arrastren los accidentes exteriores; procúrate tiempo libre para aprender algo bueno y cesa ya de girar como un trompo. En adelante, debes precaverte también de otra desviación. Porque deliran también, en medio de tantas ocupaciones, los que están cansados de vivir y no tienen blanco hacia el que dirigir todo impulso y, en suma, su imaginación. No es fácil ver a un hombre desdichado por no haberse detenido a pensar qué ocurre en el alma de otro. Pero quienes no siguen con atención los movimientos de su propia alma, fuerza es que sean desdichados.»

3. «Desde una perspectiva filosófica afirma Teofrasto, en Porque el hombre que monta cólera parece desviarse de la razón con cierta pena y congoja interior, mientras que la persona que yerra por concupiscencia, derrotado por el placer, se muestra más flojo y afeminado en sus faltas. Con razón, pues, y de manera digna de un filósofo, dijo que el que peca con placer merece mayor reprobación que el que peca con dolor. En suma, el primero se parece más a un hombre que ha sido víctima de una injusticia previa y que se ha visto forzado a montar en cólera por dolor; el segundo se ha lanzado a la injusticia por sí mismo, movido a actuar por concupiscencia.»

4. «El tiempo de la vida humana, un punto; su sustancia, fluyente; su sensación, turbia; la composición del conjunto del cuerpo, fácilmente corruptible; su alma, una peonza; su fortuna, algo difícil de conjeturar; su fama, indescifrable. En pocas palabras: todo lo que pertenece al cuerpo, un río; sueño y vapor, lo que es propio del alma; la vida, guerra y estancia en tierra extraña; la fama póstuma, olvido. ¿Qué, pues, puede darnos compañía? Única y exclusivamente la filosofía. Y ésta consiste en preservar el guía interior, exento de ultrajes y de daños, dueño de placeres y penas, sin hacer nada al azar, sin valerse de la mentira ni de la hipocresía, al margen de lo que otro haga o deje de hacer (…). Y sobre todo, aguardando la muerte con pensamiento favorable, en la convicción de que ésta no es otra cosa que disolución de elementos de que está compuesto cada ser vivo.»

5. «No sólo esto debe tomarse en cuenta, que día a día se va gastando la vida y nos queda una parte menor de ella, sino que se debe reflexionar también que, si una persona prolonga sus existencia, no está claro si su inteligencia será igualmente capaz en adelante para la comprensión de las cosas y de la teoría que tiene al conocimiento de las cosas divinas y humanas. (…).»

6. «Conviene también estar a la expectativa de hechos como éstos, que incluso las modificaciones accesorias de las cosas naturales tienen algún encanto y atractivo. Así, por ejemplo, un trozo de pan al cocerse se agrieta en ciertas partes; esas grietas que así se forman y que, en cierto modo, son contrarias a la promesa del arte del panadero, son, en cierto modo, adecuadas, y excitan singularmente el apetito. Así mismo, los higos, cuando están muy maduros, se entreabren. Y en las aceitunas que queda maduras en los árboles, su misma proximidad a la podredumbre añade al fruto una belleza singular. Igualmente las espigas que se inclinan hacia abajo, la melena del león y la espuma que brota de la boca de los jabalíes y muchas otras cosas, examinadas en particular, están lejos de ser bellas; y, sin embargo, al ser consecuencia de ciertos procesos naturales, cobran un aspecto ello y son atractivas. De manera que, si una persona tiene sensibilidad e inteligencia suficientemente profunda para captar lo que sucede en el conjunto, casi nada le parecerá, incluso entre las cosas que acontecen por efectos secundarios, no comportar algún encanto singular. Y esa persona verá las fauces reales de las fieras con no menor agrado que todas sus reproducciones realizadas por pintores y escultores; incluso podrá ver con sus sagaces ojos cierta plenitud y madurez en la anciana y el anciano y también, en los niños, su amable encanto. Muchas cosas semejantes se encontrarán no al alcance de cualquiera, sino, exclusivamente, para el que de verdad esté familiarizado con la naturaleza y sus obras.»

7. «No consumas la parte de la vida que te resta en hacer conjeturas sobre otras personas, de no ser que tu objetivo apunte a un bien común (…); a saber, al imaginar qué hace fulano y por qué, y qué piensa y qué trama (…) que provoca tu aturdimiento, te apartas de la observación de tu guía interior.»

8. «Debes también acostumbrarte a formarte únicamente aquellas ideas acerca de las cuales, si se te preguntara de súbito: “¿En qué piensas ahora?”, con franqueza pudieras contestar al instante: “En esto y e aquello”, de manera que al instante se pusiera de manifiesto que todo en ti es sencillo, benévolo y propio de un ser sociable (…). Y respecto a los que no viven así, prosigue recordando hasta el fin cómo son en casa y fuera de ella, por la noche y durante el día, y qué clase de gente frecuentan. En consecuencia, no toma en consideración el elogio de tales hombres que ni consigo mismo están satisfechos.»

9. «Si en el transcurso de la vida humana encuentras un bien superior a la justicia, a la verdad, a la moderación, a la valentía y, en suma, a tu inteligencia que se basta a sí misma, en aquellas cosas en las que te facilita actuar de acuerdo con la recta razón (..); si percibes, digo, un bien de más valía que ese, vuélvete hacia él con toda el alma y disfruta del bien supremo que descubras. (..) Pero si nada mejor aparece que la propia divinidad que en ti habita, que ha sometido a su dominio los instintos particulares, que vigila las ideas y que, como decía Sócrates, se ha desprendido de las pasiones sensuales, que se ha sometido a la autoridad de los dioses y que preferentemente se preocupa de los hombres; si encuentras todo lo demás más pequeño y vil, no cedas terreno a ninguna otra cosa, porque una vez arrastrado e inclinado hacia ella, ya no serás capaz de estimar preferentemente y de continuo aquel bien que te es propio y te pertenece. Porque no es lícito oponer al bien de la razón y de la convivencia otro bien de distinto género, como, por ejemplo, el elogio de la muchedumbre, cargos públicos, riqueza o disfrute de placeres. Todas esas cosas, aunque parezcan momentáneamente armonizar con nuestra naturaleza, de pronto se imponen y nos desvían. Por tanto, reitero, elige sencilla y libremente lo mejor y persevera en ello. “Pero lo mejor es lo conveniente”. Si lo es para ti, en tanto que ser racional, obsérvalo.  Pero si lo es para la parte animal, manifiéstalo y conserva tu juicio sin orgullo.»

10. «Nunca estimes como útil para ti lo que un día te forzará a transgredir el pacto, a renunciar al pudor, a odiar a alguien, a mostrarte receloso, a maldecir, a fingir, a desear algo que precisa paredes y cortinas.»

11. «Y además recuerda que cada uno vive exclusivamente el presente, el instante fugaz. Lo restante, o se ha vivido o es incierto; insignificante es, por tanto, la vida de cada uno, e insignificante también el rinconcillo de la tierra donde vive. Pequeña es asimismo la fama póstuma, incluso la más prolongada, y ésta se da a través de una sucesión de hombrecillos que muy pronto morirá, que ni siquiera se conocen a sí mismos, ni tampoco al que murió tiempo ha.»

12. «Del mismo modo (…), conserva tú a punto los principios fundamentales para conocer las cosas divinas y las humanas, y así llevarlo a cabo todo, incluso lo más insignificante (…). Pues no llevarás a feliz término ninguna cosa humana sin relacionarla al mismo tiempo con las divinas, ni tampoco al revés.»

13. «Cuerpo, alma, inteligencia; propias del cuerpo, las sensaciones; del alma, los instintos; de la inteligencia, los principios. Recibir impresiones por medio de la imagen es propio también de las bestias, ser movido como un títere por los instintos corresponde también a las fieras, a los andróginos, a Fálaris y a Nerón.»

14. «El dueño interior, cuando está de acuerdo con la naturaleza, adopta, respecto a los acontecimientos, una actitud tal que siempre, y con facilidad, puede adaptarse a las posibilidades que se le dan. No tiene predilección por ninguna materia determinada, sino que se lanza instintivamente ante lo que se le presenta, con prevención, y convierte en materia para sí incluso lo que le era obstáculo; como el fuego, cuando se apropia de los objetos que caen sobre él, bajo los que una pequeña llama se habría apagado. Pero un fuego resplandeciente con gran rapidez se familiariza con lo que se le arroja encima y lo consume totalmente levantándose a mayor altura con estos nuevos escombros.»

15. «Se buscan retiros en el campo, en la costa y en el monte. Tú también sueles anhelar tales retiros. Pero (…) puedes, en el momento que te apetezca, retirarte en ti mismo. En ninguna parte un hombre se retira con mayor tranquilidad y más calma que en su propia alma; sobre todo aquel que posee en su interior tales bienes, que si se inclina hacia ellos, de inmediato consigue una tranquilidad total. Y denomino tranquilidad única y exclusivamente al buen orden. Concédete, pues, sin pausa, este retiro y recupérate. Sean breves y elementales los principios que, tan pronto los hayas localizado, te bastarán para recluirte en toda tu alma y para enviarte de nuevo, sin enojo, a aquellas cosas de la vida ante las que te retiras.»

16. «Porque, ¿contra quién te enojas? ¿Contra la ruindad de los hombres? Reconsidera este juicio: (…) Date cuenta que el pensamiento no se mezcla con el hálito vital que se mueve suave o violentamente (…). ¿Acaso te arrastrará la vanagloria? Dirige tu mirada a la prontitud con que se olvida todo y al abismo del tiempo infinito por ambos lados, a la vaciedad del eco, a la versatilidad e irreflexión de los que dan la impresión de elogiarte, a la angostura del lugar en que se circunscribe la gloria. Porque la tierra entera es un punto y de ella, ¿cuánto ocupa el rinconcillo que habitamos? Y allí, ¿cuántos y qué clase de hombres te elogiarán? Te resta, pues, tenlo presente, el refugio que se halla en este diminuto campo de ti mismo.»

17. «Por lo demás, todo lo que es bello en cierto modo, bello es por sí mismo, y termina en sí mismo sin considerar el elogio como parte de sí mismo. En consecuencia, ni se empeora ni se mejora el objeto que se alaba. Lo que en verdad es realmente bello, ¿de qué tiene necesidad? (…). ¿Cuál de estas cosas es bella por el hecho de ser alabada o se destruye por ser criticada? ¿Se deteriora la esmeralda porque no se la elogie? ¿Y qué decir del oro, del marfil, de la púrpura, de la lira, del puñal, de la florecilla, del arbusto?.

18. «Todo se extingue y poco después se convierte en legendario. Y bien pronto ha caído en un olvido total. Y me refiero a los que, en cierto modo, alcanzaron sorprendente relieve; porque los demás, desde que expiraron, son desconocidos, no mentados. Pero, ¿qué es, en suma, el recuerdo sempiterno? Vaciedad total. ¿Qué es, entonces, lo que debe impulsar nuestro afán? Tan sólo eso: un pensamiento justo, unas actividades consagradas al bien común, un lenguaje incapaz de engañar, una disposición para abrazar todo lo que acontece, como necesario, como familiar (…).»

19. «El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Apenas se deja ver cada cosa, es arrastrada; se presenta otra, y ésta también va a ser arrastrada.»

20. «Por tanto, recorre este pequeñísimo lapso de tiempo obediente a la naturaleza y acaba tu vida alegremente, como la aceituna que, llegada a la sazón, caería elogiando a la tierra que la llevó a la vida y dando gracia al árbol que la produjo. (…) Ser igual que el promontorio contra el que sin interrupción se estrellan las olas. Éste se mantiene firme, y en torno a él se adormece la espuma del oleaje. (…) “Soy afortunado, porque, a causa de lo que me ha ocurrido, persisto hasta el fin si aflicción, ni abrumado por el presente ni asustado por el futuro”. Porque algo semejante pudo acontecer a todo el mundo, pero no todo el mundo hubiera podido seguir hasta el fin, sin aflicción, después de eso. ¿Y por qué, entonces, va a ser eso un infortunio más que esto buena fortuna? (…) Acuérdate, a partir de ahora, en todo suceso que te induzca a la aflicción, de utilizar este principio; No es eso un infortunio, sino una dicha soportarlo con dignidad.»

21. «Al amanecer, cuando de mala gana y perezosamente despiertes, acuda puntual a ti este pensamiento: “Despierto para cumplir una tarea propia de hombre.” ¿Voy, pues, a seguir disgustado, si me encamino a hacer aquella tarea que justifica mi existencia y para la cual he sido traído al mundo? ¿O es que he sido formado para calentarme, reclinado entre pequeños cobertores? “Pero eso es más agradable”. ¿Has nacido, pues, para deleitarte? Y, en suma, ¿has nacido para la pasividad o para la actividad? ¿No ves que los arbustos, los pajarillos, las hormigas, las arañas, las abejas, cumplen su función propia, contribuyendo por su cuenta al orden del mundo? Y tú, entonces, ¿rehusas hacer lo que es propio del hombre? ¿No persigues con ahínco lo que está de acuerdo con tu naturaleza? “Más es necesario también reposar.” Lo es; también yo lo mantengo. Pero también la naturaleza ha marcado límites al reposo, como también ha fijado límites en la comida y en la bebida, y a pesar de eso, ¿no superas la medida, excediéndote más de lo que es suficiente? Y en tus acciones no sólo no cumples lo suficiente, sino que te quedas por debajo de tus posibilidades. Por consiguiente, no te amas a ti mismo, porque ciertamente en ese caso amarías tu naturaleza y su propósito. Otros, que aman su profesión, se consumen en el ejercicio del trabajo idóneo, sin lavarse y sin comer. Pero tú estimas menos tu propia naturaleza que el cincelador su cincel, el danzarín su danza, el avaro su dinero, el presuntuoso su vanagloria. Éstos, sin embargo, cuando sienten pasión por algo, ni comer ni dormir quieren antes de haber contribuido al progreso de aquellos objetivos a los que se entregan. Y a ti, ¿te parecen las actividades comunitarias desprovistas de valor y merecedoras de menor atención?»

22. “No pueden admirar tu perspicacia.” Está bien. Pero existen otras muchas cualidades sobre las que no puedes decir: “No tengo dotes naturales”. Procúrate, pues, aquellas que están enteramente en tus manos (…). ¿No te das cuenta de cuántas cualidades puedes procurarte ya, respecto a las cuales ningún pretexto tienes de incapacidad natural ni de insuficiente aptitud? Con todo, persistes todavía por propia voluntad por debajo de tus posibilidades. ¿Acaso te ves obligado a refunfuñar, a ser mezquino, a adular, a echar las culpas a tu cuerpo, a complacerte, a comportarte atolondradamente, a tener tu alma tan inquieta a causa de tu carencia de aptitudes naturales? (…) Tiempo ha que pudiste estar libre de estos defectos, y tan sólo ser acusado tal vez de excesiva lentitud y torpeza de comprensión. Pero también esto es algo que debe ejercitarse, sin menospreciar la lentitud ni complacerse en ella.»

23. «No te disgustes, ni desfallezcas, ni te impacientes, si no te resulta siempre factible actuar de acuerdo con rectos principios. Por el contrario, cuando has sido rechazado, re emprende la tarea con renovado ímpetu y date por satisfecho si la mayor parte de tus acciones son bastante más humanas y ama aquello a lo que de nuevo encaminas tus pasos, y no retornes a la filosofía como a un maestro de escuela, sino como los que tienen una dolencia en los ojos se encaminan a la esponjita y al huevo, como otro acude a la cataplasma, como otro a la loción. Pues así no pondrás de manifiesto tu sumisión a la razón, sino que reposarás en ella.»

24. «Naturalmente, el bien de un ser racional es la comunidad. Que efectivamente hemos nacido para vivir en comunidad, tiempo ha que ha sido demostrado. ¿No estaba claro que los seres inferiores existen con vistas a los superiores, y éstos para ayudarse mutuamente?.»

25. «Perseguir lo imposible es propio de locos; pero es imposible que los necios dejen de hacer algunas necedades.»

26. Pero en cuanto que algunos obstaculizan las acciones que nos son propias, se convierte el hombre en una de las cosas indiferentes para mí (…). Y por culpa de éstos podría obstaculizarse alguna de mis actividades, pero gracias a mi instinto y a mi disposición no son obstáculos, debido a mi capacidad de selección y de adaptación a las circunstancias. Porque la inteligencia derriba y desplaza todo lo que obstaculiza su actividad encaminada al objetivo propuesto, y se convierte en acción lo que retenía esta acción, y en camino lo que obstaculizaba este camino.

27. ¿Te sientes molesto con el que huele a macho cabrío? ¿Te molestas con el hombre al que le huele el aliento? ¿Qué puede hacer? Así es su boca, así son sus axilas; es necesario que tal emanación salga de tales causas. “Más el hombre tiene razón, afirma, y puede comprender, si reflexiona, la razón de que moleste”. ¡Sea enhorabuena! Pues también tú tienes razón. Incita con tu disposición lógica, hazle comprender, sugiérele. Pues, si te atiende, le curarás y no hay necesidad de irritarse.

28. Hay humo y me voy. ¿Por qué consideras eso un negocio? Mientras nada semejante me eche fuera, permanezco libre y nadie me impedirá hacer lo que quiero.

29. Regocíjate y descansa en una sola cosa: en pasar de una acción útil a la sociedad a otra acción útil a la sociedad, teniendo siempre presente a Dios.

30. Siempre que te veas obligado por las circunstancias como a sentirte confuso, retorna a ti mismo rápidamente y no te desvíes fuera de tu ritmo más de lo necesario. Pues serás bastante más dueño de la armonía gracias a tu continuo retornar a la misma.

31. La mayor parte de las cosas que el vulgo admira se refieren a las más generales, a las constituidas por una especie de ser o naturaleza: piedras, madera, higueras, vides, olivos. Las personas un poco más comedidas tienden a admirar los seres animados, como los rebaños de vacas, ovejas o, sencillamente, la propiedad de esclavos. Y las personas todavía más agraciadas, las cosas realizadas por el espíritu racional, mas no el universal, sino aquél en tanto que es hábil en las artes o ingenioso de otra manera (o simplemente capaz de adquirir multitud de esclavos).

32. ¿Qué vale la pena, entonces? ¿Ser aplaudido? (…) ¿Qué queda digno de estima? Opino que el moverse y mantenerse de acuerdo con la propia constitución, fin al que conducen las ocupaciones y las artes. Porque todo arte apunta a este objetivo, a que la cosa constituida sea adecuada a la obra que ha motivado su constitución. (…) A la vista está, pues, lo que es digno de estima. Y si en esto tienes éxito, de ninguna otra cosa te preocuparás. ¿Y no cesarás de estimar otras muchas cosas? Entonces ni serás libre, ni te bastarás a ti mismo, ni estarás exento de pasiones. Será necesario que envidies, tengas celos, receles de quienes puede quitarte aquellos bienes, y tendrás necesidad de conspirar contra los que tienen lo que tú estimas. En suma, forzosamente la persona falta de alguno de aquellos bienes estará turbada y además censurará muchas veces a los dioses. Mas el respeto y la estima a tu propio pensamiento harán de ti un hombre satisfecho contigo mismo (…).

33. Si alguien puede refutarme y probar de modo concluyente que pienso o actúo incorrectamente, de buen grado cambiaré de proceder. Pues persigo la verdad, que no dañó nunca a nadie; en cambio, sí se daña el que persiste en su propio engaño e ignorancia.

34. A los animales irracionales y, en general, a las cosas y a los objetos sometidos a los sentidos, que carece de razón, tú, puesto que estás dotado de entendimiento, trátalos con magnanimidad y liberalidad; pero a los hombres, en tanto que dotados de razón, trátalos además sociablemente.

35. ¡Cuidado! No te conviertas en un César, no te tiñas siquiera, porque suele ocurrir. Mantente, por tanto, sencillo, bueno, puro, respetable, sin arrogancia, amigo de lo justo, piadoso, benévolo, afable, firme en el cumplimiento del deber. (…) Respeta a los dioses, ayuda a salvar a los hombres. Breve es la vida. El único fruto de la vida terrena es una piadosa disposición y actos útiles a la comunidad.

36. Todos colaboramos en el cumplimiento de un solo fin, unos consciente y consecuentemente, otros sin saberlo; como dice Heráclito, creo, dice, que, incluso los que duermen, son operarios y colaboradores de lo que acontece en el mundo. Uno colabora de una manera, otra de otra, e incluso, por añadidura, el que critica e intenta oponerse y destruir lo que hace. Porque también el mundo tenía necesidad de gente así. En consecuencia, piensa con quiénes vas a formar partido en adelante. Pues el que gobierna el conjunto del universo te dará un trato estupendo en todo y te acogerá en cierto puesto entre sus colaboradores y personas dispuestas a colaborar. Más no ocupes tú un puesto tal, como el verso vulgar y ridículo de la tragedia que recuerda a Crisipo.

37. El que ama la fama considera bien propio la actividad ajena; el que ama el placer, su propia afección; el hombre inteligente, en cambio, su propia actividad.

38. Acostúmbrate a no estar distraído a lo que dice otro, e incluso, en la medida de tus posibilidades, adéntrate en el alma del que habla.

39. ¡Quiénes son aquéllos a quienes quieren agradar!, y ¡por qué ganancias, y gracias a qué procedimientos! ¡Cuán rápidamente el tiempo sepultará todas las cosas y cuántas ha sepultado ya!

40. No sientas vergüenza de ser socorrido. Pues está establecido que cumplas la tarea impuesta como un soldado en el asalto a una muralla. ¿Qué harías, pues, si, víctima de cojera, no pudieras tú solo escalar hasta las almenas y, en cambio te fuera eso posible con ayuda de otro?

41. No te inquiete el futuro; pues irás a su encuentro, de ser preciso, con la misma razón que ahora utilizas para las cosas presentes.

42. ¿Se teme el cambio? ¿Y qué puede producirse sin cambio? ¿Existe algo más querido y familiar a la naturaleza del conjunto universal? ¿Podrías tú mismo lavarte con agua caliente, si la leña no se transformara? ¿Podrías nutrirte, si no se transformaran los alimentos? Y otra cosa cualquiera entre las útiles, ¿podría cumplirse sin transformación? ¿No te das cuenta, pues, de que tu propia transformación es algo similar e igualmente necesaria a la naturaleza del conjunto universal?

43. Propio del hombre es amar incluso a los que tropiezan. Y eso se consigue, en cuanto se te ocurra pensar que son tus familiares, y que pecan por ignorancia y contra su voluntad, y que, dentro de poco, ambos estaréis muertos y que, ante todo, no te dañó, puesto que no hizo a tu guía interior peor de lo que era antes.

44. El semblante rencoroso es demasiado contrario a la naturaleza. Cuando se afecta reiteradamente, su belleza muere y finalmente se extingue, de manera que resulta imposible reavivarla. Intenta, al menos, ser consciente de esto mismo, en la convicción de que es contrario a la razón.

45. Cada vez que alguien cometa una falta contra ti, medita al punto qué concepto del mal o el bien tenía al cometer dicha falta. Porque, una vez que hayas examinado eso, tendrás compasión de él y ni te sorprenderás, ni te irritarás con él. Ya que comprenderás tú también el mismo concepto del bien que él , u otro similar. En consecuencia, es preciso que le perdones. Pero aun si no llegas a compartir su concepto el bien y del mal, serás más fácilmente benévolo con su extravío.

46. Recógete en ti mismo. El guía interior racional puede, por naturaleza, bastarse a sí mismo practicando la justicia y, según eso mismo, conservando la calma.

47. Coteja el pensamiento con las palabras. Sumerge tu pensamiento en los sucesos y en las causas que los produjeron.

48. Haz resplandecer en ti la sencillez, el pudor y la indiferencia en lo relativo a lo que es intermedio entre la virtud y el vicio.

49. Contempla el curso de los astros, como si tú evolucionaras con ellos, y considera sin cesar las transformaciones mutuas de los elementos. Porque estas imaginaciones purifican la suciedad de la vida a ras del suelo.

THE PLACE THEY CAME TO

Author and drawing: Adrianna «InvisiblePocketMan«, USA, 2011.        

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Come oh weary child,
come to me now,
to lay down your tired head,
and ease your drooping brow,

I’ve come from distant lands,
I’ve traveled stormy seas,
I’ve come to you little one,
before you on my knees,

and if you would only follow me,
I could lead you to a place,
filled with golden light,
to warm your frightened face,

there you could lay beside me,
in a field of yellow grass,
or bathe in the deep river,
with water as clear as glass,

and I’ll kiss away your fears,
and fill you with delight,
the years I’ve been watching you,
you’ve never left my side,

come to me weary child,
leave your wretched home,
here you will be with me,
and you’ll never be alone.

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DEL SENTIMIENTO TRAGICO DE LA VIDA

Autor: Miguel de Unamuno
Nacionalidad: Español
Fuente: Del sentimiento trágico de la vida, Editorial Renacimiento, Madrid, 1930

1. Homo sum; nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto* (…).

2. La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta que ese sentimiento, en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa de ella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Y ésta, como todo lo afectivo, tiene raíces subconcientes, inconcientes tal vez.

No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen fisiológico o patológico quizás, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas.

3. El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.

Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre.

Tomad a Kant, al hombre Manuel Kant, que nació y vivió en Koenigsberg, a fines del siglo XVIII y hasta pisar los umbrales del XIX. (…) Hay en la filosofía de este hombre Kant, hombre de corazón y de cabeza, es decir, hombre, un significativo salto, como habría dicho Kierkegaard, otro hombre – ¡y qué hombre!- el salto de la “Crítica de la Razón Pura”* a la “Crítica de la Razón Práctica”. Reconstruye en ésta, digan lo que quieran los que no ven al hombre, lo que en aquella abatió, después de haber examinado y pulverizado con su análisis las tradicionales pruebas de la existencia de Dios, del Dios aristotélico.

4. Kant reconstruyó con el corazón lo que con la cabeza había abatido. (…) El hombre Kant no se resignaba a morir del todo. Y porque no se resignaba a morir del todo, dio el salto aquel, el salto inmortal, de una a otra crítica.

Quien lea con atención y sin antojeras la “Crítica de la Razón Práctica”, verá que, en rigor, se deduce en ella la existencia de Dios de la inmortalidad del alma, y no ésta de aquella. El imperativo categórico nos lleva a un postulado moral que exige a su vez, en el orden teleológico* o más bien escatológico*, la inmortalidad del alma, y para sustentar esta inmortalidad aparece Dios. Todo lo demás es escamoteo* de profesional de la filosofía.

El hombre Kant sintió la moral como base de la escatología, pero el profesor de filosofía invirtió los términos.

Ya dijo no sé dónde otro profesor, el profesor y hombre Guillermo James, que Dios para la generalidad de los hombres es el productor de inmortalidad. Sí, para la generalidad de los hombres, incluyendo al hombre Kant, al hombre James y al hombre que traza estas líneas que estás, lector, leyendo.

5. Un día, hablando con un campesino, le propuse la hipótesis de que hubiese, en efecto, un Dios que rige cielo y tierra, Conciencia del Universo, pero que no por eso sea el alma de cada hombre inmortal en el sentido tradicional y concreto. Y me respondió: “Entonces, ¿para qué Dios?”. Y así se respondían en el recóndito foro de su conciencia el hombre Kant y el hombre James. Sólo que al actuar como profesores tenían que justificar racionalmente esa actitud tan poco racional. Lo que no quiere decir, claro está, que sea absurda.

Hegel hizo célebre su aforismo* de que todo lo racional es real y todo lo real racional; pero somos muchos los que, no convencidos por Hegel, seguimos creyendo que lo real, lo realmente real, es irracional; que la razón construye sobre irracionalidades. Hegel, gran definidor, pretendió reconstruir el universo con definiciones, como aquel sargento de Artillería decía que se construyen los cañones tomando un agujero y recubriéndole de hierro.

Otro hombre, el hombre José Butler (…), al final del capítulo primero de su gran obra sobre la analogía de la religión (The Analogy of Religion), capítulo que trata de la vida futura, escribió estas preñadas palabras: “Esta credibilidad en una vida futura, sobre lo que tanto aquí se ha insistido, por poco que satisfaga nuestra curiosidad, parece responder a los propósitos todos de la religión tanto como respondería una prueba demostrativa. En realidad, una prueba, aun demostrativa, de una vida futura, no sería una prueba de religión. Porque el que hayamos de vivir después de la muerte es cosa que se compadece tan bien con el ateísmo, y que puede ser por éste tan tomada en cuenta como el que ahora estamos vivos, y nada puede ser, por lo tanto, más absurdo que argüir* del ateísmo* que no puede haber estado futuro.”

El hombre Butler, cuyas obras acaso conociera el hombre Kant, quería salvar la fe en la inmortalidad del alma, y para ello la hizo independiente de la fe en Dios. (…) Y es que, en el fondo, el buen obispo anglicano* deduce la existencia de Dios de la inmortalidad del alma.

6. Y ser un hombre es ser algo concreto, unitario y sustantivo, es ser cosa, res*. Y ya sabemos lo que otro hombre, el hombre Benito Spinoza*, aquel judío portugués que nació y vivió en Holanda a mediados del siglo VII, escribió de toda cosa. La proposición 6.ª de la parte III de su Ética, dice: unaquaeque res, quatenus in se est, in suo ese perseverare conatur*; es decir cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser. (…) Y en la siguiente proposición, la 7.ª, de la misma parte añade: conatus, quo unaqueque rei in suo ese perseverare conatur, mil est praeter ipsius rei actualem essentiam*; esto es, el esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma. Quiere decirse que tu esencia, lector, la mía, la del hombre Spinoza, la del hombre Butler, la del hombre Kant y la de cada hombre que sea hombre, no es sino el conato*, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir.

Y la otra proposición que sigue a estas dos, la 8.ª, dice: conatus, quo unaquaequeres in suo ese perseverare conatur, nullum tempus finitum, sed indefinitum involvit*, o sea: el esfuerzo con que cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser, no implica tiempo finito, sino indefinido. Es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que este nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual. Y, sin embargo, este pobre judío portugués, desterrado en las tinieblas holandesas, no pudo llegar a creer nunca en su propia inmortalidad personal, y toda su filosofía no fue sino una consolación que fraguó* para esa su falta de fe. Como a otros les duele una mano o un pie o el corazón o la cabeza, a Spinoza le dolía Dios. ¿Pobre hombre! ¡Y pobres hombres los demás!

7. Anduvo no ha mucho por el mundo una cierta doctrina que llamábamos positivismo*, que hizo mucho bien y mucho mal. Y entre otros males que hizo, fue el de traernos un género tal de análisis que los hechos se pulverizaban con él, reduciéndose a polvo de hechos. Los más de los que el positivismo llamaba hechos, no eran sino fragmentos de hechos. En psicología su acción fue deletérea. Hasta hubo escolásticos metidos a literatos – no digo filósofos metidos a poetas, porque poeta y filósofo son hermanos gemelos, si es que no la misma cosa – que llevaron en análisis psicológico positivista a la novela y al drama, donde hay que poner en pie hombres concretos, de carne y hueso, y en fuerza de estados de conciencia, las conciencias desaparecieron. Les sucedió lo que dicen sucede con frecuencia al examinar y ensayar ciertos complicados compuestos químicos orgánicos, vivos, y es que los reactivos destruyen el cuerpo mismo que se trata de examinar, y lo que obtenemos son no más que productos de su composición.

Partiendo del hecho evidente de que por nuestra conciencia desfilan estados contradictorios entre sí, llegaron a no ver claro la conciencia, el yo. (…) Y lo que determina a un hombre, lo que le hace un hombre, uno y no otro (…) es un principio de unidad y un principio de continuidad. (…) Cuando andamos, no va un pie hacia adelante y el otro hacia atrás: ni cuando miramos, mira un ojo al Norte y el otro al Sur, como estemos sanos. En cada momento de nuestra vida tenemos un propósito, y a él conspira la sinergia* de nuestras acciones. Aunque al momento siguiente cambiemos de propósito. Y es en cierto sentido un hombre tanto más hombre, cuanto más unitaria sea su acción. Hay quien en su vida toda no persigue sino un solo propósito, sea el que fuere.

8. La memoria es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo. Se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir.

Todo esto es de una perogrullería* chillante, bien lo sé; pero es que, rodando por el mundo, se encuentra uno con hombres que parece no se sienten a sí mismos. Uno de mis mejores amigos, con quien he paseado a diario durante muchos años enteros, cada vez que yo le hablaba de este sentimiento de la propia personalidad, me decía: “Pues yo no me siento a mí mismo; no sé qué es eso”.

En cierta ocasión, este amigo a que aludo me dijo: “Quisiera ser fulano” (aquí un nombre), y le dije: eso es lo que yo no acabo nunca de comprender, que uno quiera ser otro cualquiera. Querer ser otro, es querer dejar de ser uno el que es. Me explico que uno desee tener lo que otro tiene, sus riquezas o sus conocimientos; pero ser otro, es cosa que no me la explico.

Más de una vez se ha dicho que todo hombre desgraciado prefiere ser el que es, aun con sus desgracias, a ser otro sin ellas. Y es que los hombres desgraciados, cuando conservan la sanidad en su desgracia, es decir, cuando se esfuerzan por perseverar en su ser, prefieren la desgracia a la no existencia. De mí sé decir, que cuando era un mozo, y aun de niño, no lograron conmoverme las patéticas pinturas que del infierno se me hacían, pues ya desde entonces nada se me aparecía tan horrible como la nada misma. Era una furiosa hambre de ser, un apetito de divinidad (…).

Cierto es que se da en ciertos individuos eso que se llama un cambio de personalidad; pero esto es un caso patológico, y como tal lo estudian los alienistas.

9. Una enfermedad es, en cierto respecto, una disociación orgánica; es un órgano o un elemento cualquiera del cuerpo vivo que se rebela, rompe la sinergia vital y conspira a un fin distinto del que conspiran los demás elementos con él coordinados. Su fin puede ser (…) en abstracto, más elevado, más noble, más… todo lo que se quiera, pero es otro. Podrá ser mejor volar y respirar en el aire que nadar y respirar en el agua; pero si las aletas de un pez dieran en querer convertirse en alas, el pez, como pez perecería. Y no sirve decir que acabaría por hacerse ave; si es que no había en ello un proceso de continuidad. No lo sé bien, pero acaso se pueda dar que un pez engendre un ave, u otro pez que esté más cerca del ave que él; pero un pez, este pez, no puede él mismo, y durante su vida, hacerse ave.

10. Todo lo que en mí conspire a romper la unidad y la continuidad de mi vida, conspira a destruirme y, por lo tanto, a destruirse. Todo individuo que en un pueblo conspira a romper la unidad y la continuidad espirituales de ese pueblo, tiende a destruirlo y a destruirse como parte de ese pueblo.

11. El hombre es un fin, no un medio. La civilización toda se endereza al hombre, a cada hombre, a cada yo. ¿O qué es ese ídolo, llámese Humanidad o como se llamare, a que se han de sacrificar todos y cada uno de los hombres? Porque yo me sacrifico por mis prójimos, por mis compatriotas, por mis hijos, y éstos a su vez por los suyos, y los suyos por los de ellos, y así en una serie inacabable de generaciones. ¿Y quién recibe el fruto de ese sacrificio?

Los mismos que nos hablan de ese sacrificio fantástico, de esa dedicación sin objeto, suelen también hablarnos del derecho a la vida. ¿Y qué es el derecho a la vida? Me dicen que he venido a realizar no sé qué fin social; pero yo siento que yo, lo mismo que cada uno de mis hermanos, he venido a realizarme, a vivir.

Y todos los definidores del objetivismo no se fijan, o mejor dicho, no quieren fijarse que al afirmar un hombre su yo, su conciencia personal, afirma al hombre, al hombre concreto y real, afirma el verdadero humanismo (…).

12. Conciencia y finalidad son la misma cosa en el fondo.

Si la conciencia no es, como ha dicho algún pensador inhumano, nada más que un relámpago entre dos eternidades de tinieblas, entonces no hay nada más execrable que la existencia.

Alguien podrá ver un fondo de contradicción en todo cuanto voy diciendo, anhelando unas veces la vida inacabable, y diciendo otras que esta vida no tiene el valor que se la da. ¿Contradicción? ¡Ya lo creo! ¡La de mi corazón, que dice sí, y mi cabeza, que dice no! (…) Como que solo vivimos de contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción.

Se trata, como veis, de un valor afectivo, y contra los valores afectivos no valen razones. Porque las razones no son nada más que razones, es decir, ni siquiera son verdades. Hay definidores de esos pedantes por naturaleza y por gracia, que me hacen el efecto de aquel señor que va a consolar a un padre que acaba de perder un hijo muerto de repente en la flor de sus años, y le dice: “¡Paciencia, amigo, que todos tenemos que morirnos!” ¿Os chocaría que este padre se irritase contra semejante impertinencia? Porque es una impertinencia. Hasta un axioma puede llegar a ser en ciertos casos una impertinencia.

13. Hay personas, en efecto, que parecen no pensar más que con el cerebro, o con cualquier otro órgano que sea el específico para pensar; mientras otros piensan con todo el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con el vientre, con la vida. Y las gentes que no piensan más que con el cerebro, dan en definidores; se hacen profesionales del pensamiento.

Si un filósofo no es un hombre, es todo menos un filósofo; es, sobre todo, un pedante, es decir un remedo de hombre. El cultivo de una ciencia cualquiera, de la química, de la física, de la geometría, de la filología, puede ser, y aun esto muy restringidamente y dentro de muy estrechos límites, obra de especialización diferenciada; pero la filosofía, como la poesía, o es obra de integración, de concinación, o no es sino filosofería, erudición pseudo-filosófica.

Todo conocimiento tiene una finalidad. Lo de saber para saber, no es, dígase lo que se quiera, sino una tétrica petición de principio. Se aprende algo, o para un fin práctico inmediato, o para completar nuestros demás conocimientos. Hasta la doctrina que nos parezca más teórica, es decir, de menor aplicación inmediata a las necesidades no intelectuales de la vida, responde a una necesidad – que también lo es- intelectual, a una razón de economía en el pensar, a un principio de unidad y continuidad de la conciencia. Pero así como un conocimiento científico tiene su finalidad en los demás conocmientos, la filosofía que uno haya de abrazar tiene otra finalidad extrínseca, se refiere a nuestro destino todo, a nuestra actitud frente a la vida y al universo. Y el más trágico problema de la filosofía es el de conciliar las necesidades intelectuales con las necesidades afectivas y con las volitivas. Como que ahí fracasa toda la filosofía que pretende deshacer la eterna y trágica contradicción, base de nuestra existencia. ¿Pero afrontan todos esta contradicción?

14. Poco puede esperarse de un gobernante que alguna vez, aun cuando sea por modo oscuro, no se ha preocupado del principio primero y del fin último de las cosas todas, y sobre todo de los hombres, de su primer por qué y de su último para qué.

Y esta suprema preocupación no puede ser puramente racional, tiene que ser afectiva. No basta pensar, hay que sentir nuestro destino.

Por lo que a mí hace, jamás me entregaré de buen grado, y otorgándole mi confianza, a conductor alguno de pueblos que no esté penetrado de que, al conducir un pueblo, conduce hombres, hombres de carne y hueso, hombres que nacen; sufren, y aunque no quieran morir, mueren; hombres que son fines en sí mismos, no sólo medios; hombres que han de ser lo que son y no otros; hombres, en fin, que buscan eso que llamamos felicidad. Es inhumano, por ejemplo, sacrificar una generación de hombres a la generación que le sigue cuando no se tiene sentimiento del destino de los sacrificados. No de su memoria, no de sus nombres, sino de ellos mismos.

Todo eso de que uno vive en sus hijos, o en sus obras, o en el universo, son vagas elucubraciones con que sólo se satisfacen los que padecen de estupidez afectiva, que pueden ser, por lo demás, personas de una cierta eminencia cerebral. Porque puede uno tener un gran talento, lo que llamamos un gran talento, y ser un estúpido del sentimiento y hasta un imbécil moral.

Estos estúpidos afectivos con talento suelen decir que no sirve querer zahondar en lo inconocible ni dar coces contra el aguijón. Es como si se le dijera a uno a quien le han tenido que amputar una pierna, que de nada le sirve pensar en ello. Y a todos nos falta algo; sólo que unos lo sienten y otros no. O hacen como que no lo sienten, y entonces son unos hipócritas.

15. Un pedante que vio a Solón llorar la muerte de un hijo, le dijo: “¿Para qué lloras así, si eso de nada sirve?” Y el sabio le respondió: “Por eso precisamente, porque no sirve”. Claro está que el llorar sirve de algo, aunque no sea más que de desahogo; pero bien se ve el profundo sentido de la respuesta de Solón al impertinente. Y estoy convencido de que resolveríamos muchas cosas si saliendo todos a la calle, y poniendo a la luz nuestras penas, que acaso resultasen una sola pena común, nos pusiéramos en común a llorarlas y a dar gritos al cielo y a llamar a Dios. Un Miserere, cantado en común por una muchedumbre azotada del destino, vale tanto como una filosofía. No basta curar la peste, hay que saber llorarla. ¿Sí, hay que saber llorar! Y acaso ésta es la sabiduría suprema.

16. Hay algo que, a falta de otro nombre, llamaremos el sentimiento trágico de la vida, que lleva tras de sí toda una concepción de la vida misma y del universo, toda una filosofía más o menos formulada, más o menos consciente. Y ese sentimiento pueden tenerlo, y lo tienen, no sólo hombres individuales, sino pueblos enteros. (…) Aparte de no haber una noción normativa de la salud, nadie ha probado que el hombre tenga que ser naturalmente alegre. Es más: el hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad.

17. Ha habido entre los hombres de carne y hueso ejemplares típicos de esos que tienen el sentimiento trágico de la vida. Ahora recuerdo a Marco Aurelio, San Agustín, Pascal, Rousseau, René, Obermann, Thomson, Leopardi, Vigny, Lenau, Kleist, Amiel, Quental, Kierkegaard, hombres cargados de sabiduría más bien que de ciencia.

Y hay, creo, también pueblos que tienen el sentimiento trágico de la vida.

Es lo que hemos de ver ahora (…).


* GLOSARIO (por Fitzroya)

Crítica de la razón pura: obra del filósofo alemán Immanuel Kant (ver aquí)

Homo sum; nihil humani a me alienum puto: se traduce como «Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno«, frase del dramaturgo griego Publio Terencio.

Marco Aurelio: ver Glosario en fragmentos de Platero y Yo

CONVALECENCIA

Autor: Juan Ramón Jiménez
Nacionalidad: Español
Fuente: Estío, Editorial Calleja, Madrid, 1916

Solo tú me acompañas, sol amigo.
Como un perro de luz lames mi lecho blanco;
y yo pierdo mi mano por tu pelo de oro,
caída de cansancio.

¡Qué de cosas que fueron
se van… más lejos todavía!

Callo
y sonrío, igual que un niño,
dejándome lamer de tí, sol manso.

… De pronto, sol, te yergues,
fiel guardián de mi fracaso,
y, en una algarabía ardiente y loca,
ladras a los fantasmas vanos
que, mudas sombras, me amenazan
desde el desierto del ocaso.

VIEJOS TIEMPOS EN EL MISISIPI

Autor: Mark Twain
Nacionalidad: Estadounidense
Nombre original: Life on the Mississipi
Año de publicación: 1883

En Vida en el Misisipi (o Viejos tiempos en el Misisipi) Mark Twain narra las vivencias de un personaje anónimo que relata al lector sus experiencias adolescentes de padecimiento y sacrificios surcando el río Misisipi a bordo de distintos barcos de carga y bajo el mando de distintos capitanes de barco. Al estilo particular y gracioso de Mark Twain, este personaje relata su aburrida vida como hijo de un Juez en un pueblo ubicado a orillas del río Misisipi, y cómo su romántica e ingenua fascinación por salir del pueblo para convertirse en un avezado capitán de barco lo llevan hacia una aventura y realidad muy alejada de lo que había imaginado, pero una aventura que finalmente dará sus frutos.

Durante varios años Mark Twain (nombre real Samuel Longhorne Clemens) ejerció el oficio de capitán de barco de carga, por lo cual sus experiencias reales sirven al escritor para describir, caracterizar y caricaturizar a los personajes y lugares en que se ambienta y transcurre la Obra, en especial caracterizando al joven protagonista que narra al lector sus románticas expectativas y admiración por el trabajo pesado y sucio de los tripulantes de barco, a quienes ve como hombres dignos de ser envidiados tanto por su temple como por su apariencia y actitud tosca.

En Vida en el Misisipi Mark Twain es fiel a su característico estilo narrativo, haciendo de esta Obra no sólo un texto de humor y tragicomicidad sino también una Obra en la que el escritor muestra la seriedad, peligro y responsabilidad que subyace en el oficio de capitán de barco, mostrando al mismo tiempo cómo, las experiencias duras y amargas, son mejores maestras; esta visión de la tragedia como recurso de aprendizaje y destino para el ser humano es una tónica en todas las Obras de Mark Twain, un existencialista encubierto que, en Vida en el Misisipi, nos demuestra la veracidad de aquél viejo adagio que dice: «la letra, con sangre entra«.

VER FRAGMENTOS DE «VIEJOS TIEMPOS EN EL MISISIPI»

PLATERO Y YO

Autor: Juan Ramón Jiménez
Nacionalidad: Español
Editorial: Casa Editorial Calleja, Madrid, 1917

No puedo evitar exclamar para mis adentros ¡Qué hermoso libro es Platero y Yo!; cuando pienso en este libro pienso en tantos adjetivos sinónimos, que no caería en redundancias si menciono cada uno de ellos al mismo tiempo para describir esta Obra y, por sobre todo, a la relación y caracterización que Juan Ramón Jiménez hace de un precioso burro y su amo, un hombre tan tierno, sensible y bello como su fiel compañero asno: dulce, tierno, amable, frágil, bello, inocente, cálido, encantador, sencillo, humilde, humano, emotivo, son algunos de los calificativos que se me vienen a la mente y seguramente el lector encontrará que no son suficientes para hacer honor a Platero y su amo.

Diría que en Platero y Yo hay dos protagonistas: un burro (llamado Platero) y su amo (Yo). Burro y amo juntos recorren los caminos del pueblo de Moguer y sus cerros y campos, recordando el amo sus momentos de infancia y adolescencia que cuenta a Platero como si éste fuera un ser humano: paisajes, gentes, aromas, árboles, ríos, remansos, cielo y estrellas, todo guarda un lugar especial en la memoria de este hombre que, ya adulto, deposita en Platero su confianza e íntimos pensamientos, aprovechándose de la paciencia, dependencia, lealtad, amistad, amor y gratitud que Platero parece brindarle, sobre todo por su condición animal que lo mantiene ajeno y al resguardo de las traiciones y vicisitudes humanas que dificultan establecer relaciones tan puras, leales y desinteresadas como la relación de este burro con su dueño.

Platero y Yo es una obra escrita de manera muy sencilla y fácil de comprender, por este motivo algunos profesores la incluyen en sus programas escolares, no obstante, creo que esta hermosa Obra, con sus sutilezas y degradés, será comprendida y apreciada mejor por el lector adulto; quienes hayan leído este libro cuando niños, si pueden hacerlo también como adultos, descubrirán en Platero y Yo una belleza que sólo el alma puede ver, desnuda y majestuosa.

VER FRAGMENTOS DE «PLATERO Y YO»

 

LA REPUBLICA

Autor: Platón
Nacionalidad: Griego
Editorial: EDAF S.A.

Una de las obras clásicas más conocidas del filósofo griego Platón es La República; en ella, Platón describe la ciudad-estado ideal para que la virtud de la justicia se exprese como consecuencia de un comportamiento humano también ideal.

En La República, Platón arma un diálogo entre los personajes de Sócrates, Glaucón, Polemarco, Trasímaco, Adimanto y Céfalo, quienes, reunidos, conversan y debaten sobre cuál es la definición más exacta de la justicia; Sócrates pregunta: ¿qué es la justicia?; ¿es, su definición, variable según sean las circunstancias?; ¿pueden las circunstancias convertir a la justicia en algo prescindible en favor de la injusticia?; si las circunstancias inclinan la balanza en favor de la injusticia, en términos de preferirla a la justicia, ¿es correcto definir la injusticia como una virtud y la justicia un vicio? Estos cuestionamientos, que Platón desarrolla en extenso valiéndose de la mayéutica propia de Sócrates, le permiten exponer las características que, a su juicio, debe tener una ciudad-estado, y sus gobernantes y guardianes, para que sus ciudadanos gocen del bienestar social como consecuencia de la práctica de la justicia, bienestar entendido no en términos de felicidad individual sino de bienestar colectivo. Los individuos escogidos para defender y gobernar este estado justo que describe Platón, deben tener una real vocación de servicio y concebir la felicidad individual como un desprendimiento material y entrega del Yo a un fin superior, desprendimiento material que tendrá como premio, después de la muerte, la inmortalidad y los tesoros imperecederos de los dioses.

El diálogo que entablan los personajes en La República es prácticamente un monólogo de Sócrates, ya que los restantes personajes sólo sirven a Platón para que Sócrates exponga con relativa facilidad sus argumentos, en defensa y reivindicación del valor de la justicia por sobre la injusticia, lo anterior en respuesta a Trasímaco quien, por el contrario, defiende la utilidad de esta última por sobre la justicia. Para Trasímaco, quienes practican la injusticia son más amados y más respetados porque con injusticias se hacen de poder y riquezas, por ese motivo todos quieren ser amigos de un hombre injusto, ya sea por temor ó por las ganancias que se pueden obtener de él; por el contrario, según Trasímaco, el hombre justo siempre está sólo y rodeado de carencias materiales, por eso los demás lo desprecian y se alejan de él. El pensamiento de Trasímaco (que, en el fondo, es una crítica de Platón al comportamiento humano) se convierte en el gatillante de toda la Obra de Platón quien, a través de Sócrates, buscará demostrar finalmente que la justicia es una virtud cuya práctica favorece no solo la evolución del alma sino, además, otorga al alma justa premios que su inmortalidad le permitirán experimentar después de la muerte.

La República es un libro enmarañado, sin embargo, si el lector está lo suficientemente motivado y con la mente despejada y dispuesta, será capaz de soslayar el pegamento mayéutico que Platón utiliza para expresar sus ideas. Es propio de la mayéutica, a mi juicio, estirar demasiado las ideas y redundar en cosas ya entendidas, alargando incluso innecesariamente el ritmo de avance desde un punto a otro en el desarrollo de un tema; pero, al final, después del cansancio y aburrimiento que puede producir la mayéutica, las ideas quedan “cartesianamente” expuestas y sin lugar a confusiones.

Pero más que la forma, el fondo del pensamiento de Platón vertido en La República es lo que realmente importa: sabiendo que el Imperio griego estuvo sometido a todos los tipos de gobierno sin haber el ser humano alcanzado el bienestar social, y habiendo conocido sus ciudadanos lo peor del ser humano a través de su Historia y sus distintas formas de hacer política, Platón reflexiona y se pregunta: ¿qué puede motivar finalmente a una persona a resistir las tentaciones y conducirse con rectitud, sin rendirse ante el deseo de la felicidad individual (entendida como el anhelo de comodidades, acumulación de riquezas, egoísmo, indiferencia, injusticia)?. Para Platón, la búsqueda de bienestar individual sería la causa de que los ciudadanos obren con injusticia, y por ende, que el estado entero se corrompa; para revertirlo, señala el filósofo, el ser humano desde pequeño debe ser educado para desempeñar roles en un estado jerarquizado compuesto de esclavos y ciudadanos, y deben ser los filósofos, los verdaderos filósofos (sabios en búsqueda de la verdad y no aquellos que por moda o mediocridad se refugian bajo el apelativo de filósofo o artista) quienes deben estar al mando del Estado, ya que solo ellos estarán dispuestos a buscar el oro divino y no se corromperán conforme tengan poder, y obrarán con justicia en pos del bienestar social. Pero junto a esta idea, que aparece como solución, Platón reconoce un problema: al sabio, al verdadero filósofo, no le interesa participar de la política porque el engranaje político es corrupto e injusto, y persigue el oro de los hombres, no el de los dioses, y por tanto, para participar de él se debe estar dispuesto a obrar también con injusticia y dolo. ¿Solución?: Platón propone obligar a los filósofos a participar de los gobiernos, aunque no explica cómo.

Más allá de las diferencias que puedan existir entre el lector y la cultura griega de Platón respecto a temas tan controversiales como la esclavitud, el desapego de los padres con respecto a los hijos (costumbre muy arraigada sobre todo en los espartanos, cuya fortaleza territorial radicaba y dependía de la calidad de sus soldados, por lo cual, seleccionaban a los recién nacidos y practicaban con ellos la eugenesia y eutanasia según fueran sus condiciones físicas para la milicia dado que la pobreza dificultaba la crianza de los niños), la práctica de la homosexualidad en la milicia o las academias (el mismo Platón fue practicante de la homosexualidad con adolescentes, a diferencia de su maestro Sócrates que se oponía a estas prácticas pese a sentirse fuertemente atraído hacia la belleza masculina); más allá de estas controversias morales válidas y vigentes, la mayor parte de la filosofía contenida en La República es una reflexión en torno a la importancia que tiene el comportamiento humano individual como agente positivo ó negativo, para la sociedad y cada unos de sus individuos si se practica ó no la justicia. Por esta reflexión La República es un libro inspirador e iluminador para todos aquellos verdaderos filósofos que se esconden en el anonimato, y que debe motivarlos a llevar a cabo un plan de acción que contribuya a que su entorno sea más feliz en términos de proporción y justicia; no necesariamente se gobierna teniendo un cargo público: descubrir dónde está nuestro lugar desde donde gobernar en nuestro entorno es la búsqueda que Platón a través de esta obra debe inspirar en cada uno de sus lectores.

VER FRAGMENTOS DE «LA REPUBLICA»

POEMA 38-39 (Sobre un remero que, esclavo, se aleja de su patria y su familia)

Autor: Luis de Góngora y Argote
(Fuente: Obras poéticas de don Luis de Góngora y Argote, The Hispanic Society of América, Nueva York, 1921)

POEMA 38-39 (Año 1583)

Amarrado al duro banco
de una galera Turquesca*,
ambas manos en el remo
y ambos ojos en la tierra,
un forzado* de Dragut*
en la playa de Marbella
se quejaba al ronco son
del remo y la cadena:
“Oh sagrado mar de España
famosa playa serena,
teatro donde se han hecho
cien mil navales tragedias,
pues eres tú el mismo mar
que con tus crecientes besas
las murallas de mi patria,
coronadas y soberbias,
tráeme nuevas de mi esposa,
y dime si han sido ciertas
las lágrimas y suspiros
que me dice por sus letras;
porque si es verdad que llora
mi cautiverio en tu arena,
bien puedes al mar del Sur
vencer en lucientes perlas.
Dame ya, sagrado mar,
a mis demandas respuesta,
que bien puedes, si es verdad
que las aguas tienen lengua;
pero, pues no me respondes,
sin duda alguna que es muerta,
aunque no lo debe ser,
pues que vivo yo en su ausencia.
Pues he viudo diez años
sin libertad y sin ella,
siempre al remo condenado,
a nadie matarán penas.”
En esto se descubrieron
de la Religión seis velas,
y el cómitre mandó usar
al forzado de su fuerza.

La desgracia del forzado,
y del corsario* de la industria,
la distancia de el lugar,
y el favor de la Fortuna,
que por las bocas del viento
les daba a soplos ayuda
contra las cristianas cruces
a las otomanas lunas,
hicieron que de los ojos
del forzado a un tiempo huían
dulce patria, amigas velas,
esperanzas y ventura.
Vuelve pues los ojos tristes
a ver como el mar le hurta
las torres, y le da nubes
las velas, y le da espumas.
Y viendo mas aplacada
en el cómitre la furia,
vertiendo lágrimas dice,
tan amargas como muchas:
De quién me quejo con tan grande extremo,
si ayudo yo a mi daño con mi remo?

Ya no esperen ver mis ojos,
pues ahora no lo vieron,
sin este remo las manos,
y los pies sin estos hierros;
que en esta desgracia mia
fortuna me ha descubierto
que cuantos fueron mis años
tantos serán mis tormentos.
De quién me quejo con tan grande extremo,
si ayudo yo a mi daño con mi remo?

Velas de la religión,
enfrenad vuestro denuedo;
que mal podréis alcanzarnos,
pues tratais de mi remedio.
El enemigo se os va,
y favorécele el tiempo,
por su libertad no tanto,
cuanto por mi cautiverio.
De quién me quejo con tan grande extremo,
si ayudo yo a mi daño con mi remo?

Quedaos en aquella playa,
de mis pensamientos puerto;
quejaos de mi desventura,
y no echéis la culpa al viento.
Y tú, mi dulce suspiro,
rompe los aires ardiendo,
visita a mi esposa bella,
y en el mar de Argel te espero.
De quién me quejo con tan grande extremo,
si ayudo yo a mi daño con mi remo?


*GLOSARIO (por Fitzroya)

Cómitre: hombre encargado de la dirección de los galeotes (remeros), cargo que, por lo general, implicaba hacer uso de violencia física.

Corsario: pirata encargado de saquear barcos por orden (no oficial) de los gobiernos.

Dragut: nombre con el que se conocía al almirante otomano Turgut Reis.

Forzado: galeote o esclavo remero en las galeras de los barcos.

Turquesco: del Imperio otomano o Turquía.

 

 

VENGANZA

Autor: Amado Nervo
(Fuente: Amado Nervo, sus mejores poemas, Editorial Nascimiento, 1931)

Hay quien arroja piedras a mi techo, y después
hurta hipócritamente las manos presurosas
que me dañaron…

Yo no tengo piedras, pues
sólo hay en mi huerto rosales de olorosas
rosas frescas, y tal mi idiosincrasia es,
que aún escondo la mano tras de tirar las rosas.

MEDIUMNIDAD

Autor: Amado Nervo
(Fuente: Amado Nervo, sus mejores poemas, Editorial Nascimiento, 1931)

Si mis rimas fuesen bellas,
enorgullecerme dellas
no está bien,
pues nunca mías han sido
en realidad: al oído
me las dicta… ¡no sé “quién”!
Yo no soy más que el acento
del arpa que hiere al viento
veloz,
no soy más que el eco débil,
ya jubiloso, ya flébil,
de una voz…

Quizás a través de mí
van despertando entre sí
dos almas llenas de amor,
en un misterioso estilo,
y yo no soy más que el hilo
conductor.

LA PUERTA

Autor: Amado Nervo
(Fuente: Ciudad Seva)

Por esa puerta huyó, diciendo: «¡Nunca!»
Por esa puerta ha de volver un día…
Al cerrar esa puerta, dejó trunca
la hebra de oro de la esperanza mía.
Por esa puerta ha de volver un día.

Cada vez que el impulso de la brisa,
como una mano débil, indecisa,
levemente sacude la vidriera
palpita más aprisa, más aprisa
mi corazón cobarde que la espera.

Desde mi mesa de trabajo veo
la puerta con que sueñan mis antojos,
y acecha agazapado mi deseo
en el trémulo fondo de sus ojos.

¿Por cuánto tiempo, solitario, esquivo
he de aguardar con la mirada incierta
a que Dios me devuelva compasivo
a la mujer que huyó por esa puerta?

¿Cuándo habrán de temblar esos cristales
empujados por sus manos ducales
y, con su beso ha de llegarme ella,
cual me llega en las noches invernales
el ósculo piadoso de una estrella?

¡Oh, Señor!, ya la pálida está alerta:
¡oh, Señor, cae la tarde ya en mi vía
y se congela mi esperanza yerta!
¡Oh, Señor, haz que se abra al fin la puerta
y entre por ella la adorada mía!

…¡Por esa puerta ha de volver un día!

COBARDIA

Autor: Amado Nervo
(Fuente: Amado Nervo, sus mejores poemas, Editorial Nascimiento, 1931)

Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza!
¡Qué rubios cabellos de trigo garzul!
¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza
de porte! ¡Qué formas bajo el fino tul…!
Pasó con su madre. Volvió la cabeza:
¡me clavó muy hondo su mirar azul!

Quedé como en éxtasis…
Con febril premura,
«¡Síguela!», gritaron cuerpo y alma al par.
…Pero tuve miedo de amar con locura,
de abrir mis heridas, que suelen sangrar,
¡y no obstante toda mi sed de ternura,
cerrando los ojos, la dejé pasar!

LA REPUBLICA

Autor: Platón
Traductor: Editorial EDAF S.A.

1. CÉFALO: Sócrates, muy pocas veces vienes al Pireo, a pesar de que nos darías mucho gusto en ello. (…)

SÓCRATES: Yo, Céfalo – le dije-, me complazco infinito en conversar con los ancianos. Como se hallan al término de una carrera, que quizá habremos de recorrer nosotros un día, me parece natural que averigüemos de ellos si el camino es penoso o fácil, y puesto que tú estás ahora en esa edad, que los poetas llaman el umbral de la vejez, me complacerías mucho si consideras semejante situación como la más cruel de la vida. (…)

CÉFALO: Me sucede muchas veces, según el antiguo proverbio, que me encuentro con muchos hombres de mi edad, y toda la conversación por su parte se reduce a quejas y lamentaciones; recuerdan con sentimiento los placeres del amor, de la mesa, y todos los demás de esta naturaleza, que disfrutaban en su juventud. Se afligen de esta pérdida, como si fuera la pérdida de los más grandes bienes. (…)

Algunos se quejan además de los ultrajes a que les expone la vejez de parte de los demás. En fin, hablan sólo de ella para acusarla, considerándola causa de mil males. Tengo para mí, Sócrates, que no dan en la verdadera causa de esos males, porque si fuese sólo la vejez, debería producir indudablemente sobre mí y sobre los demás ancianos los mismos efectos. Porque he conocido a algunos de un carácter bien diferente, y recuerdo que, encontrándome en cierta ocasión con el poeta Sófocles, como le preguntaran en mi presencia si la edad le permitía aún gozar de los placeres del amor: “El dios me libre – respondió-, ha largo tiempo que he sacudido el yugo de ese furioso y brutal tirano.” La vejez, en efecto, es un estado de reposo y de libertad respecto de los sentidos. Cuando la violencia de las pasiones se ha relajado y se ha amortiguado su fuego, se ve uno libre, como decía Sófocles, de una multitud de furiosos tiranos. (…)

Con costumbres suaves y convenientes, la vejez es soportable; pero con un carácter opuesto, lo mismo la vejez que la juventud son desgraciadas. (…)

SÓCRATES: Estoy persuadido, Céfalo, de que al hablar tú de esta manera, los más no estimarán tus razones, porque se imaginan que contra las incomodidades de la vejez encuentras recursos, más que en tu carácter, en tus cuantiosos bienes, porque los ricos, dicen ellos, pueden procurarse grande alivio. (…)

CÉFALO: la pobreza haría quizá la vejez insoportable al sabio mismo, pero que sin la sabiduría nunca las riquezas la harían más dulce.

SÓCRATES: Pero – repliqué yo – , esos grandes bienes que tú posees, Céfalo, ¿te han venido de tus antepasados o los has adquirido tú en su mayor parte?

CÉFALO: ¿Que qué he adquirido yo, Sócrates? En este punto ocupo un término medio entre mi abuelo y mi padre, porque aquél, cuyo nombre llevo, habiendo heredado un patrimonio poco más o menos igual al que yo poseo ahora, hizo adquisiciones, que excedieron en mucho a los bienes que había recibido; y mi padre Lisanias me ha dejado menos fortuna que la que me ves ahora. Yo me daré por contento, si mis hijos encuentran, después de mi muerte, una herencia, que no sea ni inferior ni muy superior a la que yo encontré a la muerte de mi padre.

SÓCRATES: Lo que me ha obligado a hacerte esta pregunta – le dije – , es que me parece que no tienes mucho apego a las riquezas, cosa muy ordinaria en los que no han creado su propia fortuna, mientras que los que la deben a su industria, están doblemente apegados a ella (…). Pero dime ahora, ¿cuál es, a tu parecer, la mayor ventaja que las riquezas procuran?

CÉFALO: No espero convencer a muchos de la verdad de lo que voy a decir. Ya sabrás, Sócrates, que cuando se aproxima el hombre al término de la vida, tiene temores e inquietudes sobre cosas que antes no le daban ningún cuidado; entonces se presenta al espíritu lo que se cuenta de los infiernos y de los suplicios, que están allí preparados para los malos. Se comienza por temer que estos discursos, hasta entonces tenidos por fábulas, sean otras tantas verdades (…).

El que, al examinar su conducta, la encuentra llena de injusticias, tiembla y se deja llevar de la desesperación, y algunas veces, durante la noche, el terror le despierta despavorido como a los niños. Pero el que no tiene ningún remordimiento, ve sin cesar en pos de sí una dulce esperanza, que sirve de nodriza a su ancianidad, como dice Píndaro, que se vale de esta graciosa imagen al hablar del hombre que ha vivido justa y santamente:

La esperanza le acompaña, meciendo dulcemente su corazón
y amamantando su ancianidad;
la esperanza, que gobierna a su gusto
el espíritu fluctuante de los mortales. (…)

Y porque las riquezas preparan tal porvenir y son a este fin un gran auxilio, es por lo que, a mis ojos, son tan preciosas, no para todo el mundo, sino sólo para el sabio. Porque a ellas debe en gran parte el no haberse visto expuesto a hacer daño a tercero, ni aun sin voluntad ni a usar de mentiras. (…)

SÓCRATES: Pero ¿está bien definida la justicia haciéndola consistir simplemente en decir la verdad, y en dar a cada uno lo que de él se ha recibido? ¿O más bien, son estas cosas justas o injustas según las circunstancias? (…)

CÉFALO: Pues bien, continuad la conversación (…). Yo os cedo mi puesto; tanto más cuanto que voy a concluir mi sacrificio. (…)

SÓCRATES: Dime, pues, Polemarco, puesto que ocupas el lugar de tu padre, lo que dice Simónides de la justicia y dime también en qué compartes su opinión.

POLEMARCO: Dice que el atributo propio de la justicia es dar a cada uno lo que se le debe, y en esto encuentro que tiene razón.

SÓCRATES (narrando): Durante nuestra conversación, Trasímaco había abierto muchas veces la boca, para interrumpirnos. Los que estaban sentados cerca de él se lo impedían, porque querían oírnos hasta la conclusión; pero cuando nosotros cesamos de hablar, no pudo contenerse, y volviéndose de repente, se vino a nosotros como una bestia feroz, para devorarnos. Polemarco y yo nos sentimos como aterrados. En seguida tomándola conmigo dijo:

TRASÍMACO: Sócrates, ¿a qué viene toda esta palabrería? ¿A qué ese pueril cambio de mutuas concesiones? ¿Quieres saber sencillamente lo que es la justicia? No te limites a interrogar y a procurarte la necia gloria de refutar las respuestas de los demás. No ignoras que es más fácil interrogar que responder. Respóndeme ahora tú. ¿Qué es la justicia? Y no me digas que es lo que conviene, lo que es útil, lo que es ventajoso, lo que es lucrativo, lo que es provechoso; responde neta y precisamente; porque yo no soy un hombre que admita necedades como buenas respuestas. (…)

SÓCRATES: Trasímaco, no te irrites contra nosotros. Si Polemarco y yo hemos errado en nuestra conversación, vive persuadido de que ha sido contra nuestra intención. Si buscáramos oro, no nos cuidaríamos de engañarnos uno a otro, haciendo así imposible el descubrimiento; y ahora que nuestras indagaciones tienen un fin mucho más precioso que el oro, esto es, la justicia, ¿nos crees tan insensatos, que gastemos el tiempo en engañarnos, en lugar de consagrarnos seriamente a descubrirla?. (…)

TRASÍMACO: ¡Por hércules! (…) he aquí la ironía acostumbrada de Sócrates. Sabía bien que no responderías, y ya había prevenido a todos a que apelarías a tus conocidas mañas y que harías cualquier cosa menos responder. (…) Tal es el gran secreto de Sócrates; no quiere enseñar nada a los demás, mientras que va por todas partes mendigando la ciencia, sin tener que agradecerlo a nadie. (…)

SÓCRATES: Tienes razón, Trasímaco, en decir que yo aprendo de los demás, pero no la tienes en añadir que no les esté agradecido. Les manifiesto mi reconocimiento en cuanto de mí depende, y les aplaudo. Que es todo lo que puedo hacer, careciendo como carezco de dinero. Verás cómo te aplaudo con gusto en el momento que respondas, si lo que dices me parece bien dicho, porque estoy convencido de que tu respuesta será excelente.

TRASÍMACO: Pues bien, escucha. Digo que la justicia no es otra cosa que lo que es provechoso al más fuerte. ¡Y bien! ¿por qué no aplaudes? Ya sabía yo que no lo habías de hacer.

SÓCRATES: Espera, por lo menos, a que haya comprendido tu pensamiento, porque aún no lo entiendo. La justicia dices, que es lo que es útil al más fuerte. ¿Qué entiendes por esto, Trasímaco? ¿Quieres decir que, porque el atleta Polidamos es más fuerte que nosotros, y es ventajoso para el sostenimiento de sus fuerzas comer carne de buey, sea igualmente provechoso para nosotros comer la misma carne?

TRASÍMACO: Eres un burlón, Sócrates, y sólo te propones dar un giro torcido a lo que se dice.

SÓCRATES: ¡Yo!, nada de eso; pero, por favor, explícate más claramente.

TRASÍMACO: ¿No sabes que los diferentes estados son monárquicos o aristocráticos o populares?

SÓCRATES: Lo sé

TRASÍMACO: El que gobierna en cada estado, ¿no es el más fuerte?

SÓCRATES: Seguramente

TRASÍMACO: ¿No hace leyes cada uno de ellos en ventaja suya, el pueblo leyes populares, el monarca leyes monárquica, y así los demás? Una vez hechas estas leyes, ¿no declaran que la justicia para los gobernados consiste en la observancia de las mismas? ¿No se castiga a los que traspasan, como culpables de una acción injusta? Aquí tienes mi pensamiento. En cada estado, la justicia no es más que la utilidad del que tiene la autoridad en sus manos, y, por consiguiente, del más fuerte. (…)

SÓCRATES: Comprendo ahora lo que quieres decir; pero ¿eso es cierto? Examinémoslo. (…)

TRASÍMACO: Estás tan distante de conocer la naturaleza de lo justo y de lo injusto, que ignoras que la justicia es un bien para todos, menos para el justo; que es útil al más fuerte, que manda, y dañosa al más débil, que obedece; que la injusticia, por el contrario, ejerce su imperio sobre las personas justas, que por sencillez ceden en todo ante el interés del más fuerte, y sólo se ocupan en cuidar los intereses de éste abandonando los suyos. He aquí, hombre inocente, cómo es preciso tomar las cosas. El hombre justo siempre lleva la peor parte cuando se encuentra con el hombre injusto. Por lo pronto, en las transacciones y negocios particulares hallarás siempre que el injusto gana en el trato, y que el hombre justo pierde. En los negocios públicos, si las necesidades del estado exigen algunas contribuciones, el justo con fortuna igual suministrará más que el injusto. Si, por el contrario, hay algo en que se gane, el provecho todo es para el hombre injusto. En la administración del estado, el primero, porque es justo, en lugar de enriquecerse a expensas del estado, dejará que se pierdan sus negocios domésticos a causa del abandono en que los tendrá. Y aún se dará por contento, si no le sucede algo peor. Además, se hará odioso a sus amigos y parientes, porque no querrá hacer por ellos nada que no sea justo. El injusto alcanzará una suerte enteramente contraria, porque teniendo, como se ha dicho, un gran poder, se vale de él para dominar constantemente a los demás. Es preciso fijarse en un hombre de estas condiciones, para comprender cuánto más ventajosa es la injusticia que la justicia. Conocerás mejor esto, si consideras la injusticia en su más alto grado, cuanto tiene por resultado hacer muy dichoso al que la comete y muy desgraciados a los que son sus víctimas, que no quieren volver injusticia por injusticia. Hablo de la tiranía, que se vale del fraude y de la violencia con ánimo de apoderarse, no poco a poco y como en detalle de los bienes de otro, sino echándose de un solo golpe y sin respetar lo sagrado ni lo profano sobre las fortunas particulares y las del estado. Los ladrones comunes, cuando son cogidos in fraganti, son castigados con el último suplicio, y se les denuesta con las calificaciones más odiosas. Según la naturaleza de la injusticia que han cometido, se los llama sacrílegos, bandidos, pícaros, salteadores; pero si se trata de un tirano que se ha hecho dueño de los bienes y de las personas de sus conciudadanos, en lugar de darle estos epítetos detestables, se le mira como el hombre más feliz, lo mismo por los que él ha reducido a la esclavitud, que por los que tienen conocimiento de su crimen; porque si se habla mal de la injusticia, no es porque se tema cometerla, sino porque se teme ser víctima de ella. Tan cierto es, Sócrates, que la injusticia, cuando se la lleva hasta cierto punto, es más fuerte, más libre, más poderosa que la justicia; y que, como dije al principio, la injusticia es el interés del más fuerte, y la injusticia es por sí misma útil y provechosa.

2. SÓCRATES: Los sabios no quieren tomar parte en los negocios con ánimo de enriquecerse, porque temerían que se los mirara como mercenarios, si exigían manifiestamente algún salario por el mando, o como ladrones si convertían los fondos públicos en su provecho. Tampoco tienen en cuenta los honores, porque no son ambiciosos. Es preciso, pues, que algún motivo muy poderoso los obligue a tomar parte en el gobierno, como el temor de algún castigo. Y por esta razón se mira como cosa poco delicada el encargarse voluntariamente de la administración pública, sin verse comprometido a ello. Porque el mayor castigo para el hombre de bien, cuando rehusa gobernar a los demás, es el verse gobernado por otros menos digno; y este temor es el que obliga a los sabios a encargarse del gobierno, no por su interés ni por su gusto, sino por verse precisados a ello a falta de otros, tanto o más dignos de gobernar; de suerte que, si se encontrase un estado compuesto únicamente de hombres de bien, se solicitaría el alejamiento de los cargos públicos con el mismo calor con que hoy se solicitan éstos; se vería claramente en un estado de este género que el verdadero magistrado no mira su propio interés sino el de sus administrados; y cada ciudadano, convencido de esta verdad, preferiría ser feliz mediante los cuidados de otro, que trabajar por la felicidad de los demás. No concedo, pues, a Trasímaco que la justicia sea el interés del más fuerte; pero ya examinaremos este punto en otra ocasión. Lo que ha añadido tocante a la condición del hombre malo, la cual, según él, es más dichosa que la del hombre justo, es punto de mayor importancia aún. (…) Pues bien, respóndeme Trasímaco. Pretendes que la completa injusticia es más ventajosa que la justicia perfecta.

TRASÍMACO: Sí (…) y ya he dado mis razones. (…)

SÓCRATES: ¿Das probablemente el nombre de virtud a la justicia, y el de vicio a la injusticia?

TRASÍMACO: Se supone, puesto que yo pretendo que la injusticia es útil, y que la justicia no lo es.

SÓCRATES: ¿Qué es lo que dices?

TRASÍMACO: Todo lo contrario

SÓCRATES: ¡Qué! ¿La justicia es un vicio?

TRASÍMACO: No; es una insensatez generosa.

SÓCRATES: ¿Luego la injusticia es una maldad?

TRASÍMACO: No; es sabiduría

SÓCRATES: ¿Luego los hombres injustos son buenos y sabios a tu parecer?

TRASÍMACO: Sí, los que lo son en sumo grado, y que son bastante fuertes para apoderarse de las ciudades y de los imperios. No es porque este oficio no tenga también sus ventajas, mientras cuenta con la impunidad; pero estas ventajas no son nada cotejadas con las que acabo de mencionar.

SÓCRATES: Concibo muy bien tu pensamiento; pero lo que me sorprende es que das a la injusticia los nombres de virtud y de sabiduría, y a la justicia nombres contrarios.

TRASÍMACO: Pues eso es lo que pretendo.

SÓCRATES: Eso es bien duro, y ya no sé qué camino tomar para refutarte. Si dijeses sencillamente, como otros, que la injusticia, aunque útil, es una cosa vergonzosa y mala en sí, podría responderte lo que de ordinario se responde. Pero, toda vez que llegas hasta el punto de llamarla virtud y sabiduría, no dudarás en atribuirle fuerza, la belleza y todos los demás títulos que se atribuyen comúnmente a la justicia.

TRASÍMACO: No es posible adivinar mejor. (…)

SÓCRATES: Pero permíteme hacerte aún otra pregunta. ¿El hombre justo querría tener en algo ventaja sobre otro hombre justo?

TRASÍMACO: No, verdaderamente; de otra manera no sería ni tan complaciente ni tan simple como yo le supongo.

SÓCRATES: Pero qué, ¿ni siquiera con respecto a una acción justa?

TRASÍMACO. Ni con respecto a ella.

SÓCRATES: ¿No querría, por lo menos, sobrepujar al hombre injusto, y no creería poderlo hacer justamente?

TRASÍMACO. Lo creería y lo querría, pero sus esfuerzos serían inútiles.

SÓCRATES: No es eso lo que quiero saber. Yo te pregunto solamente esto: si el justo no tendrá la pretensión y la voluntad de tener ventaja sobre otro justo, sino solamente sobre el hombre injusto.

TRASÍMACO: Sí, tiene esta última pretensión. (…)

SÓCRATES: Por consiguiente, decimos que el justo no quiere tener ventaja sobre su semejante, sino sobre su contrario, mientras que el hombre injusto quiere tenerla sobre uno y sobre otro.

TRASÍMACO: Eso está muy bien dicho.

SÓCRATES (narrando): En el momento Glaucón y los demás me conjuraron a que emplease todas mis fuerzas en su defensa, y para que en vez de dejar la discusión, indagara con ellos la naturaleza de la justicia y de la injusticia, y lo que hay de real en las ventajas que se les atribuye. Les dije que me parecía que la indagación, en que querían empeñarme, era muy espinosa y exigía un entendimiento muy claro; pero añadí:

SÓCRATES: Puesto que ni vosotros ni yo nos preciamos de tener luces suficientes para conseguir nuestro objeto, he aquí de qué manera pienso proceder en esta indagación. Si se diese a leer a personas de vista corta letras en pequeños caracteres, y ellos supiesen que estas mismas letras se encontraban escritas en otro punto en caracteres gruesos, indudablemente sería para ellos una ventaja ir a leer las grandes letras y confrontarlas en seguida con las pequeñas, para ver si eran las mismas. (…)

¿No se encuentra la justicia en un hombre y en una sociedad de hombres? (…)

Pero la sociedad es más grande que el simple particular. (…)

Por consiguiente, la justicia se mostrará en ella con caracteres mayores y más fáciles de discernir. Y así indagaremos primero, si te parece, cuál es la naturaleza de la justicia en las sociedades; en seguida; la estudiaremos en cada particular; y comparando estas dos especies de justicia, veremos la semejanza de la pequeña con la grande. (…)

Construyamos, pues, un estado con el pensamiento. Nuestras necesidades serán evidentemente su base. Ahora bien, la primera y la mayor de nuestras necesidades ¿no es el alimento, del cual depende la conservación de nuestro ser y de nuestra vida? (…)

La segunda necesidad es la de la habitación: la tercera, la del vestido. (…)

¿Y cómo podrá nuestro estado proveer a sus necesidades? Será necesario para esto que uno sea labrador, otro arquitecto y otro tejedor?. ¿Añadiremos también un zapatero o cualquier otro artesano semejante? (…)

Todo estado se compone esencialmente de cuatro o cinco personas. (…)

Pero necesitamos más de cuatro ciudadanos para las necesidades de que acabamos de hablar. Si queremos, en efecto, que todo marche bien, el labrador no debe hacer por sí mismo su arado, su azadón, ni las demás herramientas aratorias. Lo mismo sucede con el arquitecto, el cual necesita muchos instrumentos; y lo mismo con el zapatero y con el tejedor. (…)

He aquí que tenemos ya necesidad de carpinteros, herreros y otros obreros de esta clase, que tienen que entrar en nuestro pequeño estado, que de este modo se agranda.

ADIMANTO: Un estado en que se encuentran tantas gentes, no es ya un estado pequeño.

SOCRATES: Por tanto, no basta que cada uno trabaje para el estado, porque tendrá que trabajar también para las necesidades de los extranjeros. (…)

Por consiguiente, nuestro estado tendrá necesidad de un número mayor de labradores y de otros obreros. (…)

Habrá necesidades de gentes que se encarguen de la importación y exportación de los diversos objetos que se cambian. Los que tal hacen se llaman comerciantes; ¿no es así? (…)

Y si este comercio se hace por mar, se necesitará una infinidad de personas para la navegación. (…)

Pero si el labrador o cualquiera otro artesano, al llevar al mercado lo que pretende vender, no acude precisamente en el momento en que los demás tienen necesidad de su mercancía, su trabajo quedará interrumpido durante este tiempo, y permanecerá ocioso en el mercado esperando compradores.

ADIMANTO: Nada de eso. Hay gentes que se encargan de salvar este inconveniente, y en las ciudades bien administradas son de ordinario las personas débiles de cuerpo y que no pueden dedicarse a otros oficios. El suyo consiste en permanecer en el mercado y comprar a unos lo que llevan a vender, para volver a vender a los otros.

SÓCRATES: Es decir, que nuestra ciudad no puede pasar sin mercaderes. ¿No es éste el nombre que se da a los que, permaneciendo en la plaza pública, no hacen más que comprar y vender, reservando el nombre de comerciantes para los que viajan y van de un estado a otro?

ADIMANTO: Sí

SÓCRATES: Hay también, a mi parecer, algunos, que no prestan un gran servicio a la sociedad por su inteligencia, pero que son robustos de cuerpo y capaces de los mayores trabajos. Trafican con las fuerzas de su cuerpo y tienen opción a un salario en dinero por este tráfico, de donde les viene, yo creo, el nombre de mercenarios. (…)

Adimanto, ¿tenemos ya un estado bastante grande, y puede mirársele como perfecto?

ADIMANTO: Quizá

SÓCRATES: ¿Cómo podremos encontrar en él la justicia y la injusticia? (…) Comencemos por echar una mirada sobre la vida que harán los habitantes de este estado. Su primer cuidado será procurarse alimentos, vino, vestidos, calzado y habitación (…); juntos pasarán la vida agradablemente; y, en fin, procurarán tener el número de hijos proporcionado al estado de su fortuna, para evitar las incomodidades de la pobreza o de la guerra.

GLAUCÓN: Me parece (…) que no les das nada para comer con el pan.

SOCRATES: Tienes razón (…); se me olvidó decir que, además de pan, tendrán sal, aceitunas, queso, cebollas y otras legumbres que produce la tierra. No quiero privarles ni aun de postres. Tendrán higos, guisantes, habas, y después bayas de mirto, fabucos de haya, que harán asar al fuego y que comerán bebiendo con moderación. De esta manera, llenos de gozo y de salud, llegarán a una avanzada vejez, y dejarán a sus hijos herederos de su fortuna. (…)

GLAUCÓN: Si quieres que vivan con comodidad, haz que coman en la mesa, acostados en lechos, y que sirvan las viandas que están hoy en uso.

SÓCRATES: Muy bien, ya te entiendo. No es solamente el origen de un estado el que buscamos, sino el de un estado que rebose en placeres. (…)

Sea de esto lo que quiera, el verdadero estado, el estado sano, es el que acabamos de describir. Si quieres ahora que echemos una mirada sobre el estado enfermo y lleno de humores, nada hay que no lo impida. Es probable que muchos no se den por contentos con el género de vida sencillo que hemos prescrito. Añadirán camas, mesas, muebles de todas especies, viandas bien condimentadas, perfumes, olores, libertinas y golosinas de todas clases y con profusión. (…)

Habrá necesidad del oro, del marfil y de otras materias preciosas de todas clases. (…)

El estado sano, de que hablé al principio, va a resultar demasiado pequeño. Será preciso agrandarlo y hacer entrar en él una multitud de gentes, que el lujo, no la necesidad, ha introducido en los estados, como los cazadores de todos géneros. (…)

En el primer estado no había que pensar en todas estas cosas; pero en éste ¿cómo era posible pasar sin ellas, lo mismo que sin toda clase de animales destinados a regalar el gusto de los gastrónomos? (…)

Y el país que bastaba antes para el sostenimiento de sus habitantes, ¿no será desde este momento demasiado pequeño? (…)

Luego si queremos tener bastantes pastos y tierra de labor, nos será preciso robarla a nuestros vecinos; y nuestros vecinos harán otro tanto respecto a nosotros, si traspasando los límites de lo necesario, se entregan también al deseo insaciable de tener. (…)

Después de esto, ¿haremos la guerra, Glaucón? Porque ¿qué otro partido puede tomarse?

GLAUCÓN: Pues haremos la guerra.

SÓCRATES: No hablemos aún de los bienes y de los males que la guerra lleva consigo. Digamos solamente que hemos descubierto el origen de este azote tan funesto para los estados y para los particulares.

3. Digamos, pues, con confianza del hombre que, para ser suave con los que no conoce y que son sus amigos, es preciso que tenga un carácter filosófico y ansioso de conocimiento. (…)

Y por consiguiente, que un buen guardián del estado debe tener, además de valor, fuerza y actividad, filosofía. (…)

Tal será el carácter de nuestros guerreros. Pero ¿de qué manera formaremos su espíritu y su cuerpo? (…) ¿Qué educación conviene darles? Es difícil a mi juicio darles otra mejor que la que está en práctica entre nosotros, y que consiste en formar el cuerpo mediante la gimnasia y el alma mediante la música.

(…) Quiero, en primer lugar, que ninguno de ellos tenga nada suyo, a no ser absolutamente necesario; que no tengan ni casa, ni despensa, donde no pueda entrar todo el mundo. En cuanto al alimento que necesitan guerreros sobrios y valientes, sus conciudadanos se encargarán de suministrárselo en justa remuneración de sus servicios, y en términos que ni sobre ni falte durante el año. (…)

Que se les haga entender que los dioses han puesto en su alma oro y plata divina y, por consiguiente, que no tienen necesidad del oro y de la plata de los hombres; (…) que el oro, que ellos tienen, es puro, mientras que el de los hombres ha sido en todos tiempos origen de muchos crímenes. (…)

Porque desde el momento en que se hicieran propietarios de tierras, de casas y dinero, de guardadores que eran se convertirían en empresarios y labradores, y de defensores del estado se convertirían en sus enemigos y sus tiranos; pasarían la vida aborreciéndose mutuamente y armándose lazos unos a otros; entonces, los enemigos que más deben temerse son los de dentro, y la república y ellos mismos correrán rápidamente hacia su ruina.

ADIMANTO: ¿Qué responderás, Sócrates, si te objeto que tus guerreros no son muy dichosos, y esto por falta suya, pues son realmente dueños del estado, y sin embargo están privados de todas las ventajas de la sociedad, (…) y, en fin, nada de lo que, en opinión de los hombres, sirve para hacer una vida cómoda y agradable? En verdad se dirá que los tratas como a extranjeros, que están a sueldo del estado sin otro destino que el de guardarlo. (…)

SÓCRATES: Por lo pronto, diremos que no sería una cosa sorprendente que la condición de nuestros guerreros fuese muy dichosa a pesar de todos estos inconvenientes. Que de todos modos, al formar un estado, no nos hemos propuesto como fin la felicidad de un cierto orden de ciudadanos, sino la del estado entero. (…)

Ahora bien: en este momento nuestra tarea consiste en fundar un gobierno dichoso, a nuestro parecer por lo menos, un estado en el que la felicidad no sea patrimonio de un pequeño número de particulares, sino común a toda la sociedad. (…)

Si nos ocupáramos en pintar estatuas, y alguno nos objetara que no empleábamos los más bellos colores para pintar las más bellas partes del cuerpo, por ejemplo, que no pintábamos los ojos con bermellón, sino con negro, creeríamos responder cumplidamente a este censor, diciéndole: “No te imagines que nosotros habíamos de pintar los ojos tan bellos que dejaran de ser ojos” (…), y ahora te digo a ti otro tanto. No nos obligues a hacer que vaya unida a la condición de nuestros guerreros una felicidad que les haría dejar de ser lo que son. Podríamos, si quisiéramos, vestir a nuestros labradores con trajes talares, cargar sus vestidos de oro y no hacerles trabajar la tierra sino por placer. Podríamos acostar al alfarero al pie de su horno, cerca de su rueda, en reposo, comiendo y bebiendo anchamente, y con libertad de trabajar cuando quisiera. Podríamos hacer dichosos de la misma manera a todos los de las demás condiciones para que el estado entero gozase de una perfecta felicidad; pero no nos des semejante consejo, porque si le siguiésemos, el labrador cesaría de ser labrador, el alfarero de ser alfarero, cada cual saldría de su condición, y no habría ya sociedad. Además, que los otros artesanos se mantengan o no en sus respectivos oficios, no es negocio de gran importancia (…), el público no sufrirá por esto un gran daño. Pero si los que están designados para guardar el estado y las leyes sólo son guardadores en el nombre, ya conoces que conducirán la república a su ruina, porque de ellos es de quienes depende su buena administración y su felicidad (…); de suerte que cuando el estado se haya robustecido y esté bien administrado, todos participarán de la felicidad pública, unos más, otros menos, según la calidad de su empleo. (…)

Mira si lo que voy a decir no es lo que pierde y corrompe de ordinario a los artesanos.

GLAUCÓN: ¿Qué es lo que pierde?

SÓCRATES: La opulencia y la pobreza (…): el alfarero, si se hace rico, ¿se ocupará mucho de su oficio? (…)

Se hará, por lo tanto, cada día más holgazán y más negligente (…) y por consiguiente, peor alfarero. (…)

Por otra parte, si la pobreza le quita los medios de proporcionarse instrumentos y todo lo necesario para su arte, se resentirá su trabajo, y sus hijos y los demás obreros a quienes él enseñe serán menos hábiles. (…)

Por consiguiente, ésa será una razón más para someter muy en tiempo los juegos de los niños a la más severa disciplina, (…) si los juegos de los niños se someten a regla desde un principio; si el amor al orden entra en su corazón con la música, sucederá, por un efecto contrario, que todo irá de mejor en mejor, de suerte que si la disciplina se relajase en algún punto, ellos mismos la repararían algún día. (…) Ellos mismos restablecerán estas reglas que pasan por minuciosas, y que sus predecesores habrán dejado caer enteramente en desuso. (…)

¿Sabes la manera cómo se arreglan los tintoreros cuando quieren teñir la lana de púrpura? Entre las lanas de toda clase de colores escogen la blanca, la preparan en seguida con el mayor cuidado, a fin de que tome mejor el color de que se trata, y después de esto, la tiñen. Esta clase de tintura no se borra; y la tela, ya se lave simplemente o ya se la jabone, no pierde su brillantez; mientras que, si la lana que se intenta teñir, tiene ya otro color, o si se sirve de la blanca sin la conveniente preparación, ya sabes lo que sucede. (…)

Imagínate ahora, que nosotros nos hemos esforzado para hacer lo mismo, escogiendo nuestros guerreros con las mayores precauciones y preparándolos mediante la música y la gimnasia. Nuestra intención al obrar así, es que tomen una tintura sólida de las leyes; que su alma bien nacida y bien educada, se penetre de tal manera de la idea de las cosas que son de temer, lo mismo que de todas las demás, que ninguna clase de loción pueda borrarla; ni la del placer, que para este efecto tiene otra virtud distinta que la cal y los lavados, ni el dolor, ni el temor, ni el deseo. Esta idea justa y legítima de lo que es de temer y de lo que no lo es; esta idea, que nada puede borrar, es a lo que yo llamo valor.

4. SÓCRATES: ¿No hemos educado a los hombres en el ejercicio de la música y la gimnasia? (…) Será preciso, por tanto, hacer que las mujeres se consagren al estudio de estas dos artes, formarlas para la guerra y tratarlas en todo como a los hombres. (…)

Pero si se pusiera en práctica, parecería quizá una cosa ridícula, porque es opuesta a la costumbre. (…)

Para ello conjuremos a esos burlones, para que dejen a un lado por un momento sus gracias y examinen seriamente el asunto. Recordémosle que no ha mucho que los griegos creían aún, como lo creen hoy en día la mayor parte de las naciones bárbaras, que la vista de un hombre desnudo es un espectáculo vergonzoso y ridículo; y que cuando los gimnasios fueron abiertos por primera vez en Creta y después en Lacedemonia, los burlones de aquel tiempo tuvieron motivo para chancearse. (…)

Luego si nos encontramos con que la naturaleza del hombre difiere de la de la mujer con relación a ciertas artes y a ciertos oficios, inferiremos que tales oficios y artes no deben ser comunes a los dos sexos. Pero si entre ellos no hay otra diferencia que la de que el varón engendra y la mujer pare, no por esto consideraremos como cosa demostrada que la mujer difiere del hombre en el punto de que aquí se trata; y nos sostendremos en la creencia de que no debe hacerse ninguna distinción respecto a los oficios entre nuestros guerreros y mujeres. (…)

Ahora que nos diga nuestro argumentante cuál es en la sociedad el arte u oficio para el que las mujeres no hayan recibido de la naturaleza las mismas disposiciones que los hombres. (…)

¿No hay mujeres, diríamos nosotros, que tienen aptitud para la medicina y para la música, y otras que no la tienen? (…) ¿No las hay que tienen disposición para los ejercicios gimnásticos y militares, y otras que no tienen ninguna? (…) Y en fin, ¿no las hay filósofas y valientes, y otras que no son ni lo uno ni lo otro? (…) Por tanto, hay mujeres a propósito para vigilar y guardar al estado, y otras que no lo son; porque ¿no son la filosofía y el valor las dos cualidades que exigimos en nuestros guerreros? (…)

La naturaleza de la mujer es tan propia para la guarda de un estado como la del hombre, y no hay más diferencia que la del más o el menos. (…) Éstas son las mujeres que nuestros guerreros deben escoger por compañeras. (…)

Por consiguiente, las mujeres de nuestros guerreros deberán abandonar sus trajes, puesto que la virtud ocupará su lugar. Participarán con sus maridos de los trabajos de la guerra y de todos los que exija la guarda del estado, sin ocuparse de otra cosa. Sólo se tendrá en cuenta la debilidad de su sexo, al señalar las cargas que deban imponérseles. En cuanto al que se burle a la vista de las mujeres desnudas que ejercitan su cuerpo para un fin bueno, recoge fuera de sazón los frutos de su sabiduría; no sabe ni lo que hace, ni por lo que se ríe; porque hay y habrá siempre razón para decir que lo útil es bello, y que sólo es feo lo que es dañoso.

5. SÓCRATES: Pero el que lleva de frente todas las ciencias con un ardor igual, que desearía abrazarlas todas y que tiene un deseo insaciable de aprender ¿no merece el nombre de filósofo? ¿Qué piensas de esto?

GLAUCÓN: Según te explicas, tendría que ser infinito el número de filósofos y todos de un carácter bien extraño; porque sería preciso comprender bajo este nombre todos los que son curiosos y desean ver y saber novedades, y sería cosa singular ver entre los filósofos a estas gentes curiosas, que ciertamente no asistirían con gusto a esta conversación, pero que tienen como alquilados los oídos para oír todos los coros, y concurrir a todas las fiestas de Baco sin faltar a una sola, sea en la ciudad, sea en el campo. ¿Y llamaremos filósofos a los que no muestran ardor sino para aprender tales cosas, o que se consagran al conocimiento de las artes más ínfimas?

SÓCRATES: Ésos no son los verdaderos filósofos; sólo lo son en la apariencia.

GLAUCÓN: Entonces, ¿quiénes son, en tu opinión, los verdaderos filósofos?

SÓCRATES: Los que gustan de contemplar la verdad. (…) He aquí cómo distingo estas gentes curiosas, que tienen manía por las artes y se limitan a la práctica, de los contempladores de la verdad, que son los únicos a quienes conviene el nombre de filósofos. (…) Los primeros, cuya curiosidad está por entero en los ojos y en los oídos, se complacen en oír bellas voces, ver bellos colores, bellas figuras y todas las obras del arte o de la naturaleza en que entra lo bello; pero su alma es incapaz de elevarse hasta la esencia de la belleza misma, reconocerla y unirse a ella. (…)

¿Qué significa la vida en un hombre que conoce en verdad las cosas bellas, pero que no tiene ninguna idea de la belleza en sí misma, ni es capaz de seguir a los que quieran hacérsela conocer? (…)

Por el contrario, el que puede contemplar la belleza, sea en sí misma, sea en lo que participa de su esencia, que no confunde lo bello y las cosas bellas, y que no toma jamás las cosas bellas por lo bello, ¿vive como en un sueño o en la realidad? (…)

Los conocimientos de éste, fundados en una vista clara de los objetos, son una verdadera ciencia; y los de aquél, que sólo descansan en la apariencia, no merecen otro nombre que el de opinión. (…)

Por consiguiente, para los que ven la multitud de cosas bellas, pero que no distinguen lo bello en su esencia, ni pueden seguir a los que intentan demostrárselo, que ven la multitud de cosas justas, pero no la justicia misma, y lo mismo todo lo demás, diremos que todos sus juicioes son opiniones y no conocimientos. (…) Por el contrario, los que contemplan la esencia inmutable de las cosas tienen conocimientos y no opiniones. (…) Por consiguiente, será preciso dar el nombre de filósofos sólo a los que se consagran a la contemplación de la esencia de las cosas.

6. El trato que se da a los sabios en los estados, tiene un no sé qué de extraño y particular, que nadie ha experimentado nunca algo que se aproxime a ello (…). Figúrate, pues, un patrón de una o muchas naves (…) más grande y más robusto que el resto de la tripulación, pero un poco sordo, de vista corta, y poco versado en el arte de la navegación. Los marineros se disputan el timón; cada uno de ellos pretende ser piloto, sin tener ningún conocimiento náutico, y sin poder decir ni con qué maestro ni en qué tiempo lo ha adquirido. (…) Imagínate que los ves alrededor del patrón, sitiándole, conjurándole, y apurándole para que les confíe el timón. Los excluídos matan y arrojan al mar a los que han sido preferidos; después embriagan al patrón o le adormecen haciéndole beber la mandrágora o se libran de él por cualquier medio. Entonces se apoderan de la nave, se echan sobre las provisiones, beben y comen con exceso, y conducen la nave del modo que semejantes gentes pueden conducirla. (…) No creo que haya necesidad de demostrarte que este cuadro es la imagen fiel del tratamiento que se da a los verdaderos filósofos en los diversos estados. (…) Presenta esta comparación al que se asombre de ver a los filósofos tratados en los estados de una manera tan poco honrosa; (…) no es a éstos a quienes es preciso atacar echándoles en cara su inutilidad, sino a los que no se dignan emplearlos, porque no está en el orden que el piloto suplique a la tripulación que le permitan conducir la nave, ni que los sabios vayan de puerta en puerta a hacer la misma súplica a los ricos. El que se ha atrevido a emitir esta idea se ha engañado. La verdad es que al enfermo, sea rico o pobre, es al que corresponde acudir al médico; y en general, lo natural es que el que tiene necesidad de ser gobernado vaya en busca del que puede gobernarle, y no que aquéllo, cuyo gobierno pueda ser útil a los demás, supliquen a éstos que se pongan en sus manos. Y así no te engañarás, comparando a los políticos con los marineros de que acabo de hablar; políticos que están hoy a la cabeza de los negocios públicos, y que consideran como gentes inútiles, perdidas en la contemplación de los astros, a los verdaderos pilotos. (…)

Por lo pronto, todo el mundo convendrá conmigo en que muy raras veces aparecen sobre la tierra hombres de índole natural tan feliz que reúnan en sí todas las cualidades que exigimos de un verdadero filósofo. (…)

Porque la filosofía, a pesar del estado de abandono a que se ve reducida, conserva aún sobre las demás artes un ascendiente y una superioridad, que hacen que la busquen esos hombres que no nacieron para ella, esos viles artesanos que con un trabajo servil han desfigurado el cuerpo y al mismo tiempo degradado el alma. (…) En igual forma, ¿qué producciones han de salir del comercio de estas almas bajas y sin cultura con la filosofía? Pensamientos frívolos, sofismas, opiniones desprovistas de verdad, de buen sentido y de solidez. (…) Queda, pues, mi querido Adimanto, reducido el número bien escaso de verdaderos filósofos.

7. SÓCRATES: ¿No sabes que la música no es hoy mejor tratada que su hermana? (aludiendo Sócrates, con «hermana», a la Astronomía) Se limita esta ciencia a la medida de los tonos y de los acordes sensibles, trabajo tan inútil como el de los astrónomos.

GLAUCÓN: Es cierto que no hay nada más ridículo. Nuestros músicos hablan sin cesar de matices diatónicos, extienden su oído como para sorprender los sonidos al paso; y unos dicen que oyen un sonido medio entre dos tonos, y que este sonido es el más pequeño intervalo que los separa; otros sostienen, por el contrario, que estos dos tonos son perfectamente semejantes; y todos prefieren el juicio del oído al del espíritu.

SÓCRATES: Hablas de esos famosos músicos, que no dan descanso a las cuerdas, que las ponen en tortura, y las atormentan por medio de las clavijas. (…) Éstos, por lo menos, hacen lo mismo que los astrónomos; indagan los números de que resultan los acordes que hieren el oído; pero no llegan a ver solamente en estos acordes un medio de descubrir cuáles números son armónicos y cuáles no lo son, ni de dónde procede esta diferencia.

GLAUCÓN: (…) pero, Sócrates, semejante trabajo será muy largo y muy penoso.

SÓCRATES: ¿Qué quieres decir? Pues eso no es más que el preludio. ¿No sabes que todo esto no es más que una especie de preludio del canto que debemos aprender? (…) Aquí tienes, mi querido Glaucón, el canto de que acabo de hablarte; es la dialéctica. Esta ciencia, completamente espiritual, puede ser representada por el órgano de la vista, que, según hemos demostrado, se eleva gradualmente del espectáculo de los animales al de los astros, y en fin, a la contemplación del mismo sol. Y así, el que se dedica a la dialéctica, renunciando en absoluto al uso de los sentidos, se eleva, sólo mediante la razón, hasta la esencia de las cosas; y si continúa sus indagaciones hasta que haya percibido mediante el pensamiento la esencia del bien, ha llegado al término de los conocimientos inteligibles, así como el que ve el sol ha llegado al término del conocimiento de las cosas visibles. (…)

Recuerda al hombre de la caverna; comienza por verse libre de sus cadenas; después, abandonando las sombras, se dirige hacia las figuras artificiales y hacia la luz que las alumbra. En fin, sale de este lugar subterráneo para subir hasta los sitios que ilumina el sol; y como sus ojos débiles y ofuscados no pueden fijarse desde luego ni en los animales, ni en las plantas, ni en el sol, recurre a las imágenes de los mismos, pintadas en la superficie de las aguas y en sus sombras, pero estas sombras pertenecen a seres reales y no a objetos artificiales como sucedía en la caverna, y no están formadas por aquella luz, que nuestro prisionero tomaba por el sol. El estudio de las ciencias de que hemos hablado, produce el mismo efecto. Eleva la parte más noble del alma hasta la contemplación del más excelente de los seres; como en el otro caso, el más penetrante de los órganos del cuerpo se eleva a la contemplación de lo más luminoso que hay en el mundo material y visible. (…) El método dialéctico es el único que, dejando a un lado las hipótesis, se eleva hasta el principio para establecerlo firmemente, sacando poco a poco el ojo del alma del cieno en que estaba sumido, y elevándole a lo alto con el auxilio y por el misterio de las artes de que hemos hablado. Hemos distinguido éstas muchas veces con el nombre de ciencias, para conformarnos al uso; pero sería preciso darles otro nombre, que ocupase un medio entre la oscuridad de la opinión y la evidencia de la ciencia. Antes nos servimos del nombre de conocimiento razonado. Pero a mi juicio tenemos cosas demasiado importantes de que tratar, para que nos detengamos ahora en una disputa de palabras.

8. SÓCRATES: ¿Recuerdas cuál es el carácter de los que hemos escogido para gobernar?

GLAUCÓN: Sí

SÓCRATES: Tú mismo pensabas que debíamos escoger hombres de este temple, y que era preciso preferir los más firmes, los más valientes, y, si era posible, los más hermosos; pero estas ventajas corporales y la nobleza de sentimientos no eran bastante, y se exigió que tuviesen las disposiciones convenientes para la educación que queríamos darles.

GLAUCÓN: ¿Cuáles son estas disposiciones?

SÓCRATES: La sagacidad necesaria para el estudio de las ciencias y la facilidad para aprender (…). Además, es preciso que tengan memoria y voluntad, que amen el trabajo y toda especie de trabajo sin distinción; pues de no ser así ¿cómo crees que habrían de consentir la amalgama de tantos ejercicios del cuerpo y tantas reflexiones y trabajos del epíritu? (…) La falta, en que se incurre en nuestros días y que tanto daño ha causado a la filosofía, procede, como ya hemos dicho, de la poca consideración en que se tiene la dignidad de esta ciencia, porque no está hecha para espíritus bastardos, sino para verdaderos y legítimos talentos. (…)

¿No deberemos colocar  en el rango de almas imperfectas, con relación al estudio de la verdad, las que, detestando la mentira voluntaria y no pudiendo sufrirla sin sentir repugnancia dentro de sí e indignación para las demás, no tienen el mismo horror por la mentira involuntaria (…)?

No menos atención es preciso prestar para discernir los caracteres francos de los caracteres bastardos en razón de la templanza, de la fuerza, de la grandeza de alma y de las demás virtudes. Por no saber distinguirlos, los particulares y los estados someten sus intereses, éstos, a magistrados débiles e incapaces, y aquéllos, a amigos de iguales condiciones.

SÓCRATES: Desde la edad más tierna es preciso destinar a nuestros discípulos al estudio de la aritmética, de la geometría y demás ciencias, que sirven de preparación a la dialéctica; pero es necesario desterrar de la enseñanza todo lo que sean trabas y coacciones.

GLAUCÓN: ¿Por qué razón?

SÓCRATES: Porque un espíritu libre no debe aprender nada como esclavo. Que los ejercicios del cuerpo sean forzosos o voluntarios, no por eso el cuerpo deja de sacar  provecho; pero las lecciones que se hacen entrar por fuerza en el alma, no tienen en ella ninguna fijeza.

GLAUCÓN: Es cierto.

SÓCRATES: No emplees la violencia con los niños cuando les des las lecciones; haz de manera que se instruyan jugando y así te pondrás mejor en situación de conocer las disposiciones de cada uno. (…) Di también mujeres, mi querido Glaucón; porque no creas que haya hablado yo más bien de hombres que de mujeres, siempre que estén dotadas de una aptitud conveniente.

GLAUCÓN: Así debe ser, puesto que en nuestro sistema es preciso que todo sea común entre los dos sexos.

SÓCRATES: Y bien, amigos míos, ¿me concederéis ahora que nuestro proyecto de estado y de gobierno no es un simple deseo? La ejecución es difícil sin duda, pero es posible; y sólo lo es, como se ha dicho, cuando estén a la cabeza de los gobiernos uno o muchos verdaderos filósofos, que, mirando con desprecio los honores, que hoy con tanto ardor se solicitan, en la convicción de que no tienen ningún valor; no estimando sino el deber y los honores que son su recompensa; poniendo la justicia por encima de todo por su importancia y su necesidad; sometidos en todo a sus leyes y esforzándose en hacerlas prevalecer, emprendan la reforma del estado.

9. SÓCRATES: Ahora tenemos que recorrer los caracteres viciados; en primer lugar el que es celoso y ambicioso, formado según el modelo de gobierno de Lacedemonia; y en seguida los caracteres oligárquico, democrático y tiránico. Cuando hayamos reconocido cuál es el más injusto de estos caracteres, le pondremos frente a frente del más justo, y comparando la justicia pura con la injusticia también sin mezcla, concluiremos por ver hasta qué punto la una y la otra nos hacen dichosos o desgraciados, y si deberemos acogernos a la injusticia, siguiendo el consejo de Trasímaco, o rendirnos a la fuerza de las razones, que nos precisan a abrazar el partido de la justicia. (…)

Me parece que corresponde ahora examinar el orígen y las costumbres de la democracia, y observar después estas mismas cualidades en el hombre democrático, a fin de que podamos compararlos entre sí y juzgarlos. (…)

Se pasa de la oligarquía a la democracia a causa del deseo insaciable de estas mismas riquezas, que se miran como el primero de todos los bienes en el gobierno oligárquico.

GLAUCÓN: ¿Cómo?

SÓCRATES: (…) Es evidente que en todo gobierno, cualquiera que él sea, es imposible que los ciudadanos estimen las riquezas y practiquen al mismo tiempo la templanza, sino que es una necesidad que sacrifiquen una de estas dos cosas a la otra.

GLAUCÓN: Eso es completamente evidente.

SÓCRATES: Así es que los magistrados en las oligarquías, por su negligencia y la anchura que dan al libertinaje, han reducido muchas veces a la indigencia a hombres bien nacidos. (…) Esto da origen a que haya en el estado gentes provistas con aguijones, unos oprimidos con las deudas, otros notados de infamia, y algunos que han perdido a la vez los bienes y el honor, todos los que se hallan en permanente hostilidad contra los que se han enriquecido con los despojos de su fortuna y contra el resto de los ciudadanos, no aspirando más que a promover una revolución en el gobierno.

GLAUCÓN: Así es.

SÓCRATES: Sin embargo, estos usureros ávidos, preocupados con su negocio y sin reparar  en los que han arruinado, continúan prestando con un interés exorbitante y enriqueciéndose, abriendo brechas terribles en el patrimonio de sus muchas víctimas y multiplicando por este medio en el estado la raza de los zánganos y de los pobres.

GLAUCÓN: ¿Cómo no ha de multiplicarse?

SÓCRATES: (…) Así se ven los ciudadanos reducidos a este triste estado por culpa de los gobernantes, y como una consecuencia necesaria, estos mismos se corrompen y corrompen a sus hijos, los cuales, pasando una vida voluptuosa sin ejercitar su espíritu ni su cuerpo, se hacen débiles e incapaces de resistir al placer y al dolo. (…)

El gobierno se hace democrático cuando los pobres, consiguiendo la victoria sobre los ricos, degüellan a los unos, destierran a los otros y reparten con los que quedan los cargos y la administración de los negocios, reparto que en estos gobiernos se arregla de ordinario por la suerte.

10. SÓCRATES: Veamos, mi querido Adimanto, cómo se forma el gobierno tiránico, y por lo pronto si debe su origen a la democracia. (…) Lo que en la oligarquía se considera como el mayor bien, y lo que puede decirse que es el origen de esta forma de gobierno, son las riquezas excesivas de los particulares, ¿no es así?

ADIMANTO: Sí.

SÓCRATES: Lo que causa su ruina, ¿no es el deseo insaciable de enriquecerse, y la indiferencia que por esto mismo se siente por todo lo demás?

ADIMANTO: También es eso cierto.

SÓCRATE: Por la misma razón, para la democracia es la causa de su ruina el deseo insaciable de lo que mira como su verdadero bien.

ADIMANTO: ¿Cuál es ese bien?

SÓCRATES: La libertad. Penetra en un estado democrático, y oirás decir por todas partes, que la libertad es el más precioso de los bienes. (…) Cuando un estado democrático, devorado por una sed ardiente de libertad, está gobernada por malos escanciadores, que la derraman pura y la hacen beber hasta la embriaguez, entonces, si los gobernantes no son complacientes, dándole toda la libertad que quiere, son acusados y castigados, so pretexto de que son traidores que aspiran a la oligarquía. (…) Con el mismo desprecio trata el pueblo a los que muestran aún algún respeto y sumisión a los magistrados, echándoles en cara que para nada sirven y que son esclavos voluntarios. Pública y privadamente alaba y honra la igualdad que confunde a los magistrados con los ciudadanos. En un estado semejante, ¿no es natural que la libertad se extienda a todo? (…) los padres se acostumbran a tratar a sus hijos como a sus iguales y si cabe a temerlos; éstos a igualarse con sus padres, a no tenerles ni temor ni respeto, porque en otro caso padecería su libertad; y que los ciudadanos y los simples habitantes y hasta los extranjeros aspiran a los mismos derechos. (…) Y si bajamos más la mano, encontraremos que los maestros, en semejante estado, temen y contemplan a sus discípulos; éstos se burlan de sus maestros y de sus ayos. En general los jóvenes quieren igualarse con los viejos, y pelearse con ellos ya de palabra ya de hecho. Los viejos, a su vez, quieren remedar a los jóvenes, y hacen estudio en imitar sus maneras, temiendo pasar por personas de carácter altanero y despótico. (…) De esta forma de gobierno tan bella y tan encantadora es de donde nace la tiranía, por lo menos a mi entender. (…)

Por consiguiente, lo mismo con relación a un estado, que con relación a un simple particular, la libertad excesiva debe producir, tarde o temprano, una extrema servidumbre. (…) Por tanto, es natural que la tiranía tenga su origen en el gobierno popular; es decir, que a la libertad más completa y más limitada suceda el despotismo más absoluto y más intolerable.

11. SÓCRATES: El que pasa de una región inferior a una región media, ¿no se imagina subir a lo más alto? Y cuando ha llegado a la región media , y echa una mirada al punto de donde ha partido, ¿qué otra idea puede ocurrírsele sino que está en lo alto, porque no conoce aún la región verdaderamente alta?

GLAUCÓN: No creo que pueda imaginarse otra cosa.

SÓCRATES: Si desde allí volviese a descender a la región baja, creería descender, y no se engañaría.

GLAUCÓN: No.

SÓCRATES: ¿A que puede atribuirse su error, sino a la ignorancia en que está respecto a la región verdaderamente alta, verdaderamente media, verdaderamente baja?

GLAUCÓN: Es evidente que su error no tiene otro orígen.

SÓCRATES: ¿Y es extraño que hombres, que no conocen la verdad, se formen ideas falsas de mil cosas, entre otras, del placer, del dolor y de lo que es intermedio entre uno y otro, de suerte que cuando pasan al dolor, creen sufrir y sufren en efecto, y cuando del dolor pasan al estado intermedio, se persuaden que han llegado al pleno goce del placer? ¿Es extraño que gentes, que jamás han percibido el verdadero placer y que no consideran el dolor sino por oposición con la cesación del dolor, se engañen en sus juicios, poco más o menos, como si conociendo el color blanco, tomasen el color gris por blanco, comparándole con el negro? (…)

Por consiguiente, los que no conocen ni la sabiduría ni la virtud, y están siempre entregados a los festines y demás placeres sensuales, pasan sin cesar de la región baja a la región media, y de la media a la baja; viven errantes antre estos dos términos, sin poder nunca traspasarlos, Jamás se han elevado a la alta región, ni han levantado hasta allí sus miradas; jamás han estado en posesión del ser; jamás han experimentado un gozo puro y verdadero. Sino que, inclinados siempre hacia la tierra como animales, y fijos sus ojos en el pasto que reciben, se entregan brutalmente al buen trato y al amor; y disputándose el goce de estos placeres, se cornean y cocean entre sí, concluyendo por matarse unos a otros con sus pezuñas de hierro y sus cuernos, llevados del furor de sus apetitos insaciables; porque no se cuidan de llenar con objetos reales esta parte de ellos mismos que se relacionan con el ser, y que es la única capaz de una verdadera plenitud.

12. SÓCRATES: Ahora bien; puesto que hemos llegado ya a este punto, volvamos a lo que se dijo más arriba, y que dió ocasión a esta conversación. Se dijo, si mal no recuerdo, que la injusticia era ventajosa al perfecto malvado, con tal que pasase por hombre de bien. ¿No es esto mismo lo que se dijo?

GLAUCÓN: Sí (…)

SÓCRATES: Para probar al que lo ha sostenido que se ha engañado, formemos con el pensamiento una imagen del alma.

GLAUCÓN: ¿Qué clase de imagen? (…)

SÓCRATES: Forma, por lo pronto, un monstruo de muchas cabezas, unas de animales pacíficos, y otras de bestias feroces; dale también el poder de producir todas estas cabezas y de cambiarlas a su capricho. (…) Forma, en seguida, la imagen de un león y de un hombre; pero es preciso que la primera de estas tres imágenes sea más grande que las otras dos, y la segunda más grande que la última. (…) Reúne estas tres imágenes de manera que constituyan un todo. (…) Por último, envuelve este compuesto con el exterior de un hombre, de manera que el que no pueda ver el interior, tome el todo por un hombre, juzgando sólo por las apariencias. (…) Responde ahora al que sostiene que la injusticia es ventajosa al hombre formado de esta manera, y que de nada le sirve ser justo. Digamos que es como si se pretendiese que es ventajoso  para él alimentar con esmero  y fortificar al monstruo y al león, y debilitar al hombre dejándole morir de hambre, de manera que esté a merced de los otros dos, y puedan llevarle y traerle a donde les acomode; y añadiremos, ¿no equivale esto a sostener y afirmar que en lugar de acostumbrarles a vivir juntos en un perfecto acuerdo, vale más dejarles batirse, morderse y devorarse los unos a los otros? (…) Recíprocamente, decir que es útil el ser justo, equivale a sostener que el hombre debe, con sus discursos y sus acciones, trabajar para dar una autoridad superior sobre sí mismo al hombre interior, y conducirse con este monstruo de muchas cabezas como un entendido labrador, auxiliándose de la fuerza del león, para impedir el crecimiento de los animales feroces, y alimentar y fomentar los animales pacíficos, distribuyendo sus cuidados entre todos, para que se mantenga una perfecta inteligencia entre unos y otros y entre todos y él mismo. (…)

Por consiguiente, todo hombre sensato dirigirá todas sus acciones a este mismo fin. En primer lugar, cultivará y estimará por cima de todo las ciencias propias para perfeccionar su alma, despreciando todas aquellas que no producen el mismo efecto. (…) En segundo lugar, en su régimen corporal no buscará el goce de los placeres brutales e irracionales; buscará la salud, la fuerza y la belleza, en cuanto todas estas ventajas sean para él medios de ser más moderado; y en una palabra, no mantendrá una perfecta armonía entre las partes de su cuerpo, sino en cuanto pueda servir para mantener el acuerdo que debe reinar en su alma. (…) En consecuencia, buscará la misma armonía respecto a las riquezas, y no se dejará deslumbrar por la idea que la multitud se forma de la felicidad; ¿o bien aumentará sus riquezas hasta el infinito para aumentar sus males en la misma proporción? (…) Pero teniendo siempre fijos los ojos en el gobierno de su alma, atento a impedir que la opulencia de una parte y la indigencia de otra desarreglen los resortes, hará estudio en conservar siempre el mismo plan de conducta en las adquisiciones y gastos que pueda hacer. (…)

Pero es evidente que una cosa, que no puede perecer ni por su propio mal, ni por un mal extraño, debe necesariamente existir siempre, y que si existe siempre es inmortal.

GLAUCÓN: Sí.

SÓCRATES: Sentemos, por tanto, esto como un principio incontestable. Ahora bien, si es así, es fácil concebir que estas mismas almas deben de existir siempre, puesto que no pereciendo ninguna de ellas, no puede disminuir su número.

GLAUCÓN: Dices verdad.

SÓCRATES: (…) Las razones que acabamos de alegar y muchas otras demuestran, por tanto, de una manera invencible la inmortalidad del alma. Mas para conocer su verdadera naturaleza, no se la debe considerar, como lo estamos haciendo, en el estado de degradación a que la conducen su unión con el cuerpo y todos los males que son resultados de esta unión, sino que debe contemplársela atentamente con los ojos del espíritu, tal como en sí misma, desprendida de todo lo que a ella es extraño. Entonces se verá que es infinitamente más bella; se conocerá con más claridad la naturaleza de la justicia, de la injusticia y de las demás cosas de que hemos hablado. (…) Pero he quí, mi querido Glaucón, lo que es preciso examinar en ella.

GLAUCÓN: ¿Qué?

SÓCRATES: Su amor por la verdad. Es preciso que fijemos nuestra reflexión en las cosas a que el alma se dirige, en los objetos co que quere comunicarse, en el enlace íntimo que naturalmente tiene con todo lo que es divino, inmortal, imperecedero, y en lo que debe convertirse, cuando entregándose por entero a este sublime fin, se eleve mediante un noble esfuerzo desde el fondo de este mar en que está sumida, y se desembarace de las conchas y guijarros, que se pegan a ella a causa de la necesidad en que está de alimentarse con las cosas terrenas, necesidad que merece el aplauso de muchos, considerándola como una felicidad. Entonces es cuando verás claramente cuál es la naturaleza del alma, si es simple o compuesta, en una palabra, cuáles son su esencia y su manera de ser. (…)

No parecerá mal, mi querido Glaucón, que ahora restituyamos a la justicia y a las otras virtudes, además de estas ventajas que son propias de ellas, las recompensas que los hombres y los dioses han unido a las mismas, y que el hombre justo recibe durante la vida y después de la muerte. (…)

Me concederás, en primer lugar, que el hombre virtuoso y el hombre malo son conocidos por los dioses tal como son. (…) Y que si es asi, el uno es querido de los dioses y el otro aborrecido, como convinimos desde el principio. (…) ¿No me concederás también que el hombre querido de los dioses sólo puede esperar de su parte bienes, y que, si algunas veces recibe males, es en expiación de las faltas de su vida pasada? (…)

Es preciso reconocer, por tanto, respecto del hombre justo, ya se encuentre pobre o enfermo, o en cualquiera otra situación que se considere como desgraciada, que sus pretendidos males se convertirán en ventaja suya durante su vida o después de su muerte. Porque la providencia de los dioses necesariamente se fija en el que se esfuerza en hacerse justo y en llegar mediante la práctica de la virtud a la más perfecta semejanza que puede tener el hombre con la divinidad. (…) Y así, de parte de los dioses, los frutos de la victoria pertenecen al justo. (…)

Tales son las ventajas, el salario y las recompensas que el justo recibe durante su vida de parte de los hombres y de los dioses, además de los bienes que le proporciona la práctica de la justicia. (…)

No es la historia de Alcinoo la que voy a referir, sino la de un hombre de corazón. Er el armenio, originario de Panfilia. Después de haber muerto en una batalla, como a los diez días se fuera a recoger los cadáveres que ya estaban corrompidos, se encontró el suyo sano y entero; y conducido a su casa, cuando al duodécimo día estaba sobre la hoguera, volvió a la vida, y refirió a los circunstantes lo que había visto en el otro mundo: «En el momento que mi alma salió del cuerpo – dijo- llegué con otra infinidad de ellas a un sitio de todo punto maravilloso, donde veían, en la tierra, dos aberturas, próximas la una a la otra, y en el cielo, otras dos, que correspondían con las primeras. Entre estas dos regiones estaban sentados jueces, y así que pronunciaban sus sentencias, mandaban a los justos tomar su camino por la derecha, por una de las aberturas del cielo, después de ponerles por delante un rótulo que contenía el juicio dado en su favor; y a los malos les obligaban a tomar el camino de la izquiera, por una de las aberturas de la tierra, llevando en la espalda otro rótulo semejante, donde iban consignadas todas sus acciones. Cuando yo me presenté, los jueces decidieron que era preciso llevase a los hombres la noticia de lo que pasaba en el otro mundo, y me mandaron que oyera y observara en aquel sitio todas las cosas de que iba a ser testigo. Vi en primer lugar a las almas de los que habían sido juzgados, unas subir al cielo, otras descender a la tierra por las dos aberturas que se correspondían; mientras que por la otra abertura de la tierra vi salir almas cubiertas de basura y de polvo, al mismo tiempo que por la otra del cielo descendían otras almas puras y sin mancha. Parecían venir todas de un largo viaje, y detenerse con gusto en la pradería como en un punto de reunión. Las que se conocían, se pedían unas a otras, al saludarse, noticias acerca de lo que pasaba en el cielo y la tierra. Unas referían sus aventuras con gemidos y lágrimas, que las arrabncaba el recuerdo de los males que habían sufrido o visto sufrir a los demás durante su estancia en la tierra, cuya duración era de mil años. Otras, que volvían del cielo, hacían la historia de los deliciosos placeres que habían disfrutado y de las cosas maravillosas que habían visto.» Pero, a fin de cuentas, sería muy largo, mi querido Glaucón, referirte por entero el discurso del armenio Er. sobre este punto. Se reducía a decir que las almas eran castigadas diez veces por cada una de las injusticias que habían cometido durante la vida; que la duración de cada castigo era de cien años, duración natural de la vida humana, a fi de que el castigo fuese siempre décuplo para cada crímen. Y así, los que se han manchado con muchos asesinatos, que han vendido los estados y los ejércitos, que los han reducido a la esclavitud, o que se han hecho culpables de cualquier otro crimen semejante, eran atormentados con el décuplo por cada uno de estos crímenes. Aquellos, por el contrario, que han hecho bien a los hombres, que han sido santos y virtuosos, recibían en la misma proporción la recompensa de sus buenas acciones.

EL REY SABIO

Autor: Gibran Kahlil Gibran
(cuento perteneciente a la obra El Loco o The Madman; fuente: Luis López Nieves, Ciudad Seva)

Había una vez, en la lejana ciudad de Wirani, un rey que gobernaba a sus súbditos con tanto poder como sabiduría. Y le temían por su poder, y lo amaban por su sabiduría.

Había también en el corazón de esa ciudad un pozo de agua fresca y cristalina, del que bebían todos los habitantes; incluso el rey y sus cortesanos, pues era el único pozo de la ciudad.

Una noche, cuando todo estaba en calma, una bruja entró en la ciudad y vertió siete gotas de un misterioso líquido en el pozo, al tiempo que decía:

-Desde este momento, quien beba de esta agua se volverá loco.

A la mañana siguiente, todos los habitantes del reino, excepto el rey y su gran chambelán, bebieron del pozo y enloquecieron, tal como había predicho la bruja.

Y aquel día, en las callejuelas y en el mercado, la gente no hacía sino cuchichear:

-El rey está loco. Nuestro rey y su gran chambelán perdieron la razón. No podemos permitir que nos gobierne un rey loco; debemos destronarlo.

Aquella noche, el rey ordenó que llenaran con agua del pozo una gran copa de oro. Y cuando se la llevaron, el soberano ávidamente bebió y pasó la copa a su gran chambelán, para que también bebiera.

Y hubo un gran regocijo en la lejana ciudad de Wirani, porque el rey y el gran chambelán habían recobrado la razón.

EL PRINCIPE

Autor: Niccoló Machiavelli
Nacionalidad: Italiano

Niccoló Machiavelli (1469 – 1527) fue un político italiano renacentista que hizo carrera en el mundo de las monarquías, ya sea como asesor político o como miembro designado en algún cargo específico; ésto le permitió conocer de cerca y participar de las estrategias políticas de los gobiernos de la época. Importante será tener en cuenta estos antecedentes biográficos del autor para comprender y analizar esta Obra.

No existe claridad absoluta sobre las motivaciones que llevaron a Machiavelli a escribir El Príncipe cuando estaba encarcelado, ni tampoco cuáles fueron sus intenciones al enviar y dedicar sus escritos al príncipe que lo mandó a encarcelar, Lorenzo de Médici príncipe de Florencia. Según algunos, Machiavelli habría querido ganarse el favor de Médici para obtener su libertad no teniendo la intención de que el texto se hiciera público (publicación póstuma algunos años después de su muerte); otros piensan que Machiavelli quería vengarse de Médici por haberlo encarcelado, exponiendo indirecta y diplomáticamente las prácticas políticas de los Médici y de todas las monarquías en general (Zamitiz, 2014).

Lo cierto es que, victimario y víctima de su propia ley e inmoralidad heredada, el desenlace de Machiavelli es triste: traicionado y abandonado por quienes alguna vez se valieron de sus servicios e inteligencia política para, al igual que él, escalar en los estratos de poder, fue esta misma gente, políticos y monarcas de la época quienes, en un intento por blanquear su imagen al verse expuestos ante la opinión pública y heridos en su vanidad, desprestigiaron y desacreditaron a Machiavelli, tildándolo hipócritamente como «el padre» de la crueldad y despotismo, acuñando para él el término «maquiávelico» como sinónimo de una crueldad que en realidad era una práxis política ancestral y generalizada. Pero si algo enseña la Historia es que quien quiera forjar una carrera política como camino para alcanzar poder y riqueza debe estar dispuesto a participar y tolerar acuerdos y decisiones estratégicas que implican muchas veces la violación de la dignidad humana. Así lo señala Machiavelli en El Príncipe, aseverando que política y moral son dos conceptos que viajan por rutas paralelas distintas, siendo un error suponer que deben ir juntas; bajo este principio, Machiavelli conforma en este libro su tratado sobre metodología y pensamiento político.

En El Príncipe, Machiavelli asume la postura de un asesor político que aconseja a un príncipe, o cualquiera en posición y deseo de conquista territorial, cuál es el mejor modo de conducirse para conquistar un territorio y ganarse al pueblo, explicando las distintas estrategias posibles para lograrlo y las consecuencias de cada una de ellas. Así, Machiavelli, por ejemplo, expone los riesgos que conlleva conquistar un territorio que siempre ha estado sometido a una monarquía, y otro que nunca ha estado bajo el yugo de ella: en el primer caso, el pueblo, acostumbrado a rendir tributo a una monarquía, se rinde fácilmente ante un nuevo gobernante si éste sabe negociar los términos en que se llevará a cabo dicha conquista y siempre que al pueblo se lo deje tranquilo y no se abuse de él; por el contrario, conquistar un territorio salvaje o libre, que no ha conocido de monarquías ni ha sido alguna vez subyugado por una, siempre intentará recuperar su libertad sin cesar de organizarse clandestinamente para derrocar y asesinar a sus nuevos gobernantes. Para ejemplificar esto Machiavelli se vale de hechos históricos, mencionando las estrategias de guerra y conquista usadas en la antigüedad por el Imperio greco-romano, así como aquellas utilizadas posteriormente en Italia, Francia, España, Alemania, Turquía, China, entre otros, haciendo especial énfasis en lo difícil que es mantenerse en el poder una vez que se logra llegar a él, ya que siempre habrá quienes, dentro y fuera del gobierno, con aspiraciones secretas, personales o colectivas, intentarán conseguir para sí mismos el poder y riquezas de un territorio anexado. Por eso Machiavelli aconseja nunca bajar la guardia, de lo contrario es de esperar perderlo todo, incluso la propia vida.

El Príncipe es una Obra interesante de leer y analizar ya que contiene el testimonio de un hombre que participó y fue testigo en primera persona de la política sin moral y sin límites, aquella que pregona «el fin justifica los medios» y que plantea un importante conflicto: un gobernante que es amado por su pueblo no es ni temido ni respetado por éste ya que todos lo creen débil de carácter, pero un gobernante que es temido y no amado, es respetado por temor a su crueldad pero es de esperar que el pueblo conspire en su contra y sea asesinado más temprano que tarde; ser amado y temido al mismo tiempo es el desafío vital que propone Machiavelli a todo príncipe que aspire a tener un gobierno largo y glorioso.

LEER FRAGMENTOS DE EL PRINCIPE

VIEJOS TIEMPOS EN EL MISISIPÍ

Autor: Mark Twain
Nacionalidad: Norteamericano
Traductor: Andrés M. Mateo

1. Cuando yo era un chico, mis amigos del pueblo, situado a la orilla occidental del Misisipí, sólo tenían una aspiración de carácter permanente, la de ser tripulantes de algún barco de vapor. Teníamos otras aspiraciones, además, de cuando en cuando, pero eran pasajeras.

2. Mi padre era juez de paz, y a mí se me antojaba que tenía poder de vida y muerte sobre todos los hombres, y que podía ahorcar a cualquiera que le faltase al respeto. Para mí, ésta era, en general, una distinción más que suficiente, pero no por eso dejaba de escarabajearme dentro el deseo de ser tripulante de vapor.

3. Al pasar cierto tiempo, se nos fue uno de los muchachos. No se volvió a oír hablar de él en una temporada. Por fin apareció siendo aprendiz de maquinista o “novato” de un vapor. Esto echó por tierra cuanto había aprendido yo en la escuela dominical. Aquel muchacho había sido palmariamente un mundano, y yo todo lo contrario; sin embargo, él se había elevado hasta esta dignidad, mientras yo yacía en la oscuridad y en la miseria. Aquel fulano no demostraba nobleza alguna en el oficio que desempeñaba. Siempre se las arreglaba para tener algún cerrojo roñoso que frotar mientras su barco anclaba en nuestro muelle, y se sentaba por dentro de la borda a limpiarlo, para que todos lo viésemos, lo envidiásemos y le cogiésemos rabia. Y, siempre que hacían zafarranchos en el barco o lo reparaban, se iba a su casa, pavoneándose por todo el pueblo, con su ropa más sucia y grasienta, para que nadie se olvidase que era tripulante; y, al hablar, soltaba toda la jerga técnica que sabía de la vida a bordo, como si estuviese tan habituado a aquellos términos, que ya no se acordaba de que la gente corriente y moliente no lo entendía. Se ponía a hablar como si tal cosa del “flanco de babor” de un caballo, y su naturalidad le hacía desear a uno que se cayese muerto. Siempre andaba refiriéndose a “San Lui” como si fuese un viejo ciudadano de allí; citaba, tan templado, cosas que le ocurrieron cuando “paseaba por la Calle Cuarta”, o “al pasar por la Planter’s House”, o cuando había un incendio y él hacía su turno en las palancas del “viejo Gran Misurí”; y seguía soltando más y más patrañas sobre los numerosos pueblos del tamaño del nuestro que se abrasaron aquel mismo día. Dos o tres de los muchachos habían gozado de gran consideración entre nosotros porque estuvieron una vez en San Luis y tenían una vaga idea general de sus maravillas; pero aquel día de gloria para ellos se eclipsó totalmente. Cayeron en un humilde silencio y aprendieron a perderse de vista cuando se acercaba el “maquinista en agraz”. (…) Aquel mozalbete fue admirado y aborrecido cordialmente de sus camaradas como nadie. No había muchacha que resistiese sus encantos. “Cortó la cresta” a todos los chicos del pueblo. Cuando, por fin, zarpó su barco, nos produjo a todos una tranquila satisfacción, que no conociéramos en varios meses. Pero, al aparecer de nuevo una semana más tarde, vivito y coleando, lleno de fama, y al presentarse en la iglesia maltrecho y cubierto de vendas, como un héroe glorioso, al cual se volvían todas las miradas, y convertido en el blanco de la admiración universal, nos parecía que la parcialidad de la Providencia a favor de ese repugnante reptil había llegado a un punto en que se hacía acreedora a las críticas más acerbas.

4. Los muchachos, uno tras otro, se las arreglaron para tener algo qué hacer en el río. El hijo del pastor protestante se convirtió en todo un maquinista. Los del médico y del jefe de correos se hicieron “desazolvadores”; el del comerciante al por mayor de licores se dedicó a cantinero de barco; cuatro hijos del tendero principal y dos del juez del condado se hicieron pilotos. La de piloto, era la dignidad más grande.

5. Pero algunos quedamos desconsolados. No pudimos meter la nariz en el río, o nuestros padres no nos dejaban.

Por eso, al cabo de algún tiempo, me escapé. Prometí no volver a casa hasta ser piloto, y poder regresar con gloria. Pero ocurrió que no lo logré. Subí humildemente a unos cuantos de los barcos atracados como sardinas a lo largo del muelle de San Luis, y pregunté con la misma humildad por los pilotos, pero no obtuve de tripulantes y empleados más que un frío encogimiento de hombros y unas cuantas palabras.

6. Meses después, mis aspiraciones morían, no sin resistencia por mi parte, y me encontré sin horizontes. Pero me daba vergüenza volver a casa. Estaba en Cincinnati, y me dediqué a trazar el plan de una nueva carrera.

7. Hice la maleta, y saqué pasaje en un viejo carcamán, llamado Paul Jones que hacía rumbo a Nueva Orleans. (…) Cuando zarpamos, por fin, y empezamos a avanzar renqueando aguas abajo del anchuroso Ohio, me convertí en hombre nuevo y en blanco de mi propia admiración. ¡Era todo un viajero! Jamás palabra alguna me dejó un sabor tan bueno en la boca. Experimentaba una exaltada sensación de dirigirme a tierras misteriosas y climas distantes, en grado tan animador y optimista como nunca. Me sentía en un estado tan glorioso, que de mí se alejaron todas las ideas innobles, y podía mirar desde un plano superior y compadecer a los que no habían viajado, con una emoción que apenas tenía barruntos de desprecio. Y, sin embargo, cuando nos deteníamos en aldeas y explotaciones madereras, no podía evitar acodarme descuidadamente sobre la balaustrada de la cubierta de calderas para contemplar y gozar de la envidia que inspiraba a los muchachos campesinos de la orilla. Si no parecían haberme visto, estornudaba para atraer su atención, o me trasladaba a algún sitio donde no pudieran dejar de verme. Y en cuanto me constaba que me habían advertido, bostezaba, me estiraba y hacía otros gestos para demostrar que estaba perfectamente aburrido de viajar.

8. Tenía constantemente quitado el sombrero, y me colocaba donde me diese el viento y el sol, porque quería adquirir el aspecto bronceado y atezado de un inveterado viajero. Antes de terminar el día segundo, sentí una alegría que me llenó de la más pura satisfacción, porque noté que se me habían empezado a formar ampollas en la cara y el cuello, y a desprendérseme la piel. Cuánto deseé que pudieran verme los muchachos y las chicas del pueblo.

9. Me interesaba particularmente hacerme acreedor al menor atisbo de atención por parte del corpulento y tempestuoso segundo a bordo, y estaba buscando cualquier oportunidad para hacerle un favor con ese fin. Y un buen día, se me presentó. En el castillo de proa, se desarrollaba la escena animada de colocar un mástil, y allá bajé y me metí a estorbar en medio del jaleo –o mejor, a tratar de no estorbar-, hasta que, de repente, el segundo dio a gritos una orden para que alguien, quien fuese, le llevase un cabrestante. Yo salté a su lado y le dije:

– Dígame dónde está… ¡Yo se lo traigo!

No se habría quedado más estupefacto el Emperador de Rusia, si un trapero le hubiese ofrecido sus servicios diplomáticos. Hasta dejó de barbotar juramentos. Se irguió y bajó la vista a mí. Tardó diez segundos en rehacerse de su sorpresa. Luego dijo con vehemencia que me apabulló:

– ¡Vaya, esto es ya el… desbarajuste!

Y volvió a su trabajo, con el aire del hombre que se encuentra ante un problema demasiado complicado para resolverlo por las buenas.

Yo me escabullí y me quedé mohíno y solitario el resto del día. No fui a comer y no me presenté a cenar hasta que todo el mundo había acabado. Ya no me sentía tanto como miembro de la familia del barco. Pero fue levantándoseme el espíritu, por etapas, según continuamos avanzando río abajo.

10. Sentí la ojeriza que había tomado al segundo a bordo, porque una naturaleza joven no podía menos de admirarlo. Era corpulento y musculoso, de rostro barbado y velludo, en el brazo derecho llevaba tatuada una mujer roja y otra azul, a ambos lados de un ancla azul con un cable rojo, y en cuestión de soltar palabrotas era sublime. Cuando descargaba en algún atracadero, siempre me colocaba donde pudiera verlo y oírle. Sentía toda la majestad de su alto rango, y se la hacía sentir también al mundo entero. Cuando daba una orden, por sencilla que fuese, la soltaba como un rayo tonante, y la apoyaba con un juramento largo y sonoro como un trueno. No podía menos de observar el contraste entre la forma en que un hombre de tierra corriente daba una orden, y cómo lo hacía el segundo de a bordo. Si el de tierra quería que moviesen la pasarela un pie más hacia adelante, probablemente diría: “James, o William, por favor, empuje uno de ustedes la pasarela”. Pero, si el segundo tenía que decirlo, lo más seguro es que vociferase: “¡Venga, ya, arreen hacia adelante con esa pasarela! ¡Pronto, ahora! ¡En qué están pensando! ¡Agarrarla! ¡Aaagarrarla! ¡Vamos! ¡Oigan! ¡A ella otra vez! ¡A ella otra vez! ¿Pero no me oyen? ¡Arremeter con ella! ¿Pero se van a quedar dormidos encima? ¡Todos a levantarla! ¡Todos a una, les digo! ¿Pero la van a alzar por encima de popa? ¡Adónde van ahora con ese barril! ¡Adelante con ella, si no quieren que se las haga tragar, pedazos de mastuerzo, no sé si llamarles tortugas cansadas o caballos baldados de coche fúnebre!”

Ya quisiera yo hablar así.

11. El Paul Jones se dirigía ahora a San Luis. Decidí sitiar a mi piloto, y a los tres días de batallar, capituló. Accedió a documentarme sobre el río Misisipí, en su trecho de Nueva Orleans a San Luis, por quinientos dólares, que deduciría de los primeros sueldos que recibiese después de graduarme. Me embarqué en la empresa de “aprender” unas mil doscientas o trescientas millas del gran río Misisipí aproximadamente, (mil novecientos o dos mil cien kilómetros) con la fácil confianza que uno concibe a esa edad. De haber sabido el esfuerzo que iba a costar a mis facultades, no me habría atrevido a empezar. Yo suponía que lo único que tenía que hacer un piloto, era que no se saliese el barco del río y, como era tan ancho, no me parecía que eso fuese un problema.

12. El barco zarpó de Nueva Orleans a las cuatro de la tarde, y “nuestra guardia” duraba hasta la noche. El señor Bixby, que era mi jefe, “enderezó” la nave, la enfiló a lo largo de las popas de las demás embarcaciones atracadas en el puerto, y después me dijo:

– Aquí lo tienes, toma el mando; afeita a esos barcos, como si pelases una manzana.

Empuñé el gobernalle, y no me llegaba la camisa al cuerpo; porque se me antojaba que íbamos a rozar la borda de todos los barcos de la fila, tan cerca de ellos estábamos. Retuve el aliento y empecé a alejar el buque del peligro; formé mi opinión del piloto a quien se le ocurrió meternos en aquel aprieto, pero tuve el buen acuerdo de no expresarla. Al cabo de medio minuto, dejé un ancho margen de seguridad entre el Paul Jones y las embarcaciones, y diez segundos más tarde, me echaban a un lado vergonzosamente y el señor Bixby se metía de nuevo en honduras y me ponía de chupa de dómine por mi cobardía. Me quedé abatido, pero no podía menos de admirar la fácil seguridad con que mi jefe iba de un lado a otro de la rueda, del timón, pasando tan al ras de las embarcaciones, que en cualquier momento parecía inminente el desastre. Cuando se calmó un poco, me dijo que el agua mansa estaba junto a la orilla, y la corriente más adentro, por lo cual teníamos que pegarnos a tierra al bogar río arriba, con objeto de aprovechar la corriente, y retirarnos al bogar río abajo. Para mis adentros, decidí ser piloto de río abajo y dejar el sortear la corriente hacía arriba para la gente sin seso.

13. De cuando en cuando, el señor Bixby me llamaba la atención sobre ciertas cosas. Me decía:

– Esta es la Punta de las Seis Millas –y yo asentía.

Era una información bastante agradable, pero yo no veía a qué venía. No caía en la cuenta de que tenía interés para mí. En otra ocasión, me dijo:

– Esta es la Punta de las Nueve Millas.

Y poco después:

– Esta es la Punta de las Doce Millas.

Apenas sobresalían de la línea del litoral; todas me parecían iguales; todas, monótonas, sin nada de pintoresco. Por qué no cambiaría de tema el señor Bixby. Pero cada vez que pasaba una punta, bordeando cariñosamente la orilla, y luego decía:

– Aquí termina el agua mansa, junto a esta pimpollada de árboles de la China; ahora, vamos a cruzar.

Y cruzaba. Me entregó el gobernalle una o dos veces, pero no tuve suerte. O me acercaba tanto a una plantación de azúcar, que casi le daba un mordisco, o me iba demasiado lejos de la orilla, cayendo de nuevo en desgracia, y recibiendo un aluvión de insultos.

Por fin, terminó la guardia, cenamos y nos acostamos. A media noche me dio en plenos ojos el resplandor de una linterna, y el vigilante nocturno me dijo:

– ¡Vamos, arriba!

14. En aquel momento, apareció el señor Bixby. Como un minuto después, subía yo la escalera de la timonera con parte de mis prendas puestas, y el resto en la mano. El señor Bixby me pisaba los talones, gruñendo. Aquello era nuevo para mí, no tenía idea de que había que levantarse a media noche para ir a trabajar. Era un gaje de las tareas del piloto que no se me había ocurrido. Ya sabía que los barcos no paran durante la noche, pero no se me había pasado por la cabeza que alguien tenía que levantarse de su cama caliente para atenderlos. Empecé a recelar que el pilotaje no iba a ser tan romántico como me había imaginado; había algo muy real y peliagudo de trabajo en esta fase desconocida.

15. Por fin, me dijo de la manera más amable:

– Muchacho, tienes que hacerte con un cuaderno de apuntes y, cada vez que te diga yo algo, escríbelo inmediatamente. Sólo hay una manera de llegar a ser piloto, y es aprenderse de memoria todo este río. Tienes que sabértelo como el ABC. (…)

Cuando llevábamos recorridos mil doscientos o mil trescientos kilómetros aguas arriba, ya había aprendido más o menos el arte de timonear en contra de la corriente, siempre que fuese de día; y antes de llegar a San Luis ya había hecho algún progreso en el timoneo de noche, pero no un progreso baladí. Tenía un cuaderno de apuntes repleto de nombres de localidades, “puntas”, barras, islotes, curvas, embalses de agua, etc., pero los datos figuraban en el cuaderno, no me había quedado con uno solo en la cabeza. Me dolía el alma de pensar que sólo había tomado nota de la mitad del río, porque, como nuestra guardia era de cuatro horas, a las que seguían otras tantas de descanso, de día y de noche, había una laguna de cuatro en mi cuaderno, correspondiente a las veces que había dormido desde que empezó el viaje.

PLATERO Y YO

Autor: Juan Ramón Jiménez
Nacionalidad: Español
(extraído de Platero y Yo, de Casa Editorial Calleja, 1917)

1. ADVERTENCIA A LOS HOMBRES QUE LEAN ESTE LIBRO PARA NIÑOS

Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para…¡qué se yo para quién! …para quien escribimos los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien!

“Dondequiera que haya niños – dice Novalis -, existe una edad de oro.” Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca.

¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!

firma, EL POETA

2. Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.

Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas*… Lo llamo dulcemente: “¿Platero?”, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel…

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:

Tien’asero

Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo

3. Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga*, aprenderías el a,b,c, y escribirías palotes. (…) Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo?

No. Doña Domitila –de hábito de Padre Jesús Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero*-, te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover…

No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón*, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil* y almagra*, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.

4. Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.

Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente:

-¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!

…Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil*, mis ojos -¡tan lejos de mis oídos!- se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sin fin del horizonte…

Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos:

-¡El lo…co! ¡El lo…co!

5. Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del pregonero*, a la marisma* inmensa, ni al barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien los quiera. No serás, descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos –tal la espina de un barco sobre el ocaso grana*-, el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan en el coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas de la gavia*, el susto de los niños que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando salen, las tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados a los pinares.

Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices* y los verdones* te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer*.

6. Entrando en la dehesa* de los Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo…

-Pero, hombre, ¿qué te pasa?

Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla*, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.

Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja. Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al pobre arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.

Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda…

7. Veníamos los dos, cargados, de los montes: Platero, de almoraduj*; yo, de lirios amarillos.

Caía la tarde de abril. Todo lo que en el poniente había sido de cristal de oro, era luego cristal de plata, una alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cual un zafiro transparente, trocado* en esmeralda. Yo volvía triste…

Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto monumental. Parecía, de cerca, como una Giralda* vista de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguda con la primavera, encontraba en ella un consuelo melancólico.

Retorno… ¿adónde?, ¿de qué?, ¿para qué?… Pero los lirios que venían conmigo olían más en la frescura tibia de la noche que se entraba; olían con un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la flor, flor de olor solo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra solitaria.

-¡Alma mía, lirio en la sombra! –dije. Y pensé, de pronto, en Platero, que, aunque iba debajo de mí, se me había, como si fuera mi cuerpo, olvidado.

8. Ya, Platero, va ungido y hablando con miel. Pero la que, en realidad, es siempre angélica*, es su burra, la señora.

Creo que lo viste un día en su huerta, calzones de marinero, sombrero ancho, tirando palabrotas y guijarros a los chiquillos que le robaban las naranjas. Mil veces has mirado, los viernes, al pobre Baltasar, su casero, arrastrando por los caminos la quebradura, que parece el globo del circo, hasta el pueblo, para vender sus míseras escobas o para rezar con los pobres por los muertos de los ricos…

Nunca oí hablar más mal a un hombre ni remover con sus juramentos más alto el cielo. Es verdad que él sabe, sin duda, o al menos así lo dice en su misa de las cinco, dónde y cómo está allí cada cosa… El árbol, el terrón, el agua, el viento, la candela, todo esto tan gracioso, tan blando, tan fresco, tan puro, tan vivo, parece que son para él ejemplo de desorden, de dureza, de frialdad, de violencia, de ruina. Cada día, las piedras todas del huerto reposan la noche en otro sitio, disparadas, en furiosa hostilidad, contra pájaros y lavanderas, niños y flores.

A la oración, se trueca todo. El silencio de don José se oye en el silencio del campo. Se pone sotana, manteo* y sombrero de teja*, y casi sin mirada, entra en el pueblo oscuro, sobre su burra lenta, como Jesús en la muerte…

9. Venía, a veces, flaco y anhelante, a la casa del huerto. El pobre andaba siempre huído, acostumbrado a los gritos y a las pedreas. Los mismos perros le enseñaban los colmillos. Y se iba otra vez, en el sol del mediodía, lento y triste, monte abajo.

Aquella tarde, llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el guarda, que en un arranque de mal corazón había sacado la escopeta, disparó contra él. No tuve tiempo de evitarlo. El mísero, con el tiro en las entrañas, giró vertiginosamente un momento, en un redondo aullido agudo, y cayó muerto bajo una acacia.

Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. (…) Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban, más reciamente cada vez hacia la tormenta, en el hondo silencio aplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro, sobre el perro muerto.

10. Espérate, Platero… O pace un rato en ese prado tierno, si lo prefieres. Pero déjame ver a mí este remanso* bello, que no veo hace tantos años…

Mira cómo el sol, pasando su agua espesa, le alumbra la honda belleza verdeoro, que los lirios de celeste frescura de la orilla contemplan extasiados… Son escaleras de terciopelo, bajando en repetido laberinto; grutas mágicas con todos los aspectos ideales que una mitología de ensueño trajese a la desbordada imaginación de un pintor interno; jardines venustianos* que hubiera creado la melancolía permanente de una reina loca de grandes ojos verdes; palacios en ruinas, como aquél que vi en aquel mar de la tarde, cuando el sol poniente hería, oblicuo, el agua baja… Y más, y más, y más; cuanto el sueño más difícil pudiera robar, tirando a la belleza fugitiva de su túnica infinita, al cuadro recordado de una hora de primavera con dolor, en un jardín de olvido que no existiera del todo… Todo pequeñito, pero inmenso, porque parece distante; clave de sansaciones innumerables, tesoro del mago, más viejo de la fiebre…

Este remanso, Platero, era mi corazón antes. Así me lo sentía, bellamente envenenado, en su soledad, de prodigiosas exuberancias detenidas… Cuando el amor humano lo hirió, abriéndole su dique, corrió la sangre corrompida, hasta dejarlo puro, limpio y fácil, como el arroyo de los Llanos, Platero, en la más abierta, dorada y caliente hora de abril.

A veces, sin embargo, una pálida mano antigua me lo trae a su remanso de antes, verde y solitario, y allí lo deja encantado, fuera de él, respondiendo a las llamadas claras, “por endulzar su pena”, como Hylas a Alcides* en el idilio de Chénier, que ya te he leído, con una voz “desatendida y vana”…

11. Los niños han ido con Platero al arroyo de los chopos*, y ahora lo traen trotando, entre juegos sin razón y risas desproporcionadas, todo cargado de flores amarillas. Allá abajo les ha llovido – aquella nube fugaz que veló el prado verde con sus hilos de oro y plata, en lo que tembló, como en una lira de llanto, el arco iris-. Y sobre la empapada lana del asnucho, las campanillas mojadas gotean todavía.

¡Idilio fresco, alegre, sentimental! ¡Hasta el rebuzno de Platero se hace tierno bajo la dulce carga llovida! De cuando en cuando, vuelve la cabeza y arranca las flores a que su bocota alcanza. Las campanillas, níveas y gualdas, le cuelgan, un momento, entre el blanco babear verdoso y luego se le van a la barrigota cinchada. ¡Quién, como tú, Platero, pudiera comer flores…, y que no le hicieran daño!

¡Tarde equívoca de abril!… Los ojos brillantes y vivos de Platero copian toda la hora de sol y lluvia, en cuyo ocaso, sobre el campo de San Juan, se ve llover, deshilachada, otra nube rosa.

12. ¡Qué guapo estás hoy, Platero! Ven aquí… ¡Buen jaleo te ha dado esta mañana la Macaria*! Todo lo que es blanco y todo lo que es negro en ti luce y resalta como el día y como la noche después de la lluvia. ¡Qué guapo estás, Platero!

Platero, avergonzado un poco de verse así, viene a mí, lento, mojado aún de su baño, tan limpio que parece una muchacha desnuda. La cara se le ha aclarado, igual que un alba, y en ella sus ojos grandes destellan vivos, como si la más joven de las Gracias* les hubiera prestado ardor y brillantez.

Se lo digo, y en un súbito entusiasmo fraternal, le cojo la cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le hago cosquillas… Él, bajos los ojos, se defiende blandamente con las orejas, sin irse, o se liberta, en breve correr, para pararse de nuevo en seco, como un perrillo juguetón.

-¡Qué guapo estás, hombre! –le repito.

Y Platero, lo mismo que un niño pobre que estrenara un traje, corre tímido, hablándome, mirándome en su huída con el regocijo de las orejas, y se queda, haciendo que come unas campanillas coloradas, en la puerta de la cuadra.

13. Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre adonde quiero.

Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar el cielo a través de su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va, entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos.

Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso* y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar… Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.

Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada. De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los hombres…

14. Este árbol, Platero, esta acacia que yo mismo sembré, verde llama que fue creciendo, primavera tras primavera, y que ahora mismo nos cubre con su abundante y franca hoja pasada de sol poniente, era, mientras viví en esta casa, hoy cerrada, el mejor sostén de mi poesía. Cualquier rama suya, engalanada de esmeralda por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólo con mirarla un punto, mi frente, como la mano más pura de una musa. ¡Qué fina, qué grácil, qué bonita era!

Hoy Platero es dueña casi de todo el corral. ¡Qué basta se ha puesto! No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. En todo este tiempo en la tenía olvidada, igual que si no existiese, la primavera la ha ido formando, año tras año, a su capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.

Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puesto por mí. Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos, nos llena, Platero, de sentido el corazón. Un árbol que hemos amado tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice nada vuelto a ver, Platero. Es triste; mas es inútil decir más. No, no puedo mirar ya en esta fusión de la acacia y el ocaso, mi lira colgada. La rama graciosa no me trae el verso, ni la iluminación interna de la copa el pensamiento. Y aquí, a donde tantas veces vine de la vida, con una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa, estoy mal, y tengo frío, y quiero irme, como entonces del casino, de la botica o del teatro, Platero.

15. Leo en un Diccionario: Asnografía: s. f.: se dice, irónicamente, por descripción del asno. ¡Pobre asno! ¡Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres! Irónicamente… ¿Por qué? ¿Ni una descripción seria mereces, tú, cuya descripción cierta sería un cuento de primavera? ¡Si al hombre que es bueno debieran decirle asno! ¡Si al asno que es malo debieran decirle hombre! Irónicamente… De ti, tan intelectual, amigo del viejo y del niño, del arroyo y de la mariposa, del sol y del perro, de la flor y de la luna, paciente y reflexivo, melancólico y amable, Marco Aurelio* de los prados…

Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus ojazos lucientes, de una blanda dureza, en los que el sol brilla, pequeñito y chispeante en un breve y convexo firmamento verdinegro. ¡Ay! ¡Si su peluda cabezota idílica supiera que yo le hago justicia, que yo soy mejor que esos hombres que escriben Diccionarios, casi tan bueno como él!

Y he puesto al margen del libro: Asnografía: s. f.: se debe decir, con ironía, ¡claro está!, por descripción del hombre imbécil que escribe Diccionarios.

16. Aquél tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajita de plata y aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como un pájaro en su nido. ¡Qué ilusión cuando, después de oprimirlo un momento contra la palma blanca, fina y malva de mi mano, aparecía en ella la estampilla:

FRANCISCO RUIZ
MOGUER.

¡Cuánto soñé yo con aquel sello de mi amigo del colegio de don Carlos! Con una imprentilla que me encontré arriba, en el escritorio viejo de mi casa, intenté formar uno con mi nombre. Pero no quedaba bien, y sobre todo, era difícil la impresión. No era como el otro, que con tal facilidad dejaba, aquí y allá, en un libro, en la pared, en la carne, su letrero:

FRANCISCO RUIZ
MOGUER.

Un día vino a mi casa, con Arias, el platero de Sevilla, un viajante de escritorio. ¡Qué embeleso de reglas, de compases, de tintas de colores, de sellos! Los había de todas las formas y tamaños. Yo rompí mi alcancía, y con un duro que me encontré, encargué un sello con mi nombre y pueblo. ¡Qué larga semana aquella! ¡Qué latirme el corazón cuando llegaba el coche del correo! ¡Qué sudor triste cuando se alejaban, en la lluvia, los pasos del cartero! Al fin, una noche, me lo trajo. Era un breve aparato complicado, con lápiz, pluma, iniciales para lacre… ¡qué se yo! Y dando a un resorte, aparecía la estampilla, nuevecita, flamante.

¿Quedó algo por sellar en mi casa? ¡Qué no era mío? Si otro me pedía el sello -¡cuidado, que se va a gastar!-, ¡qué angustia! Al día siguiente, con qué prisa alegre llevé al colegio todo, libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero:

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
MOGUER!

17. Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento y distraído, entre los altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos*.

Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de setiembre, dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos. Una gran nube negra, como una gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una colina.

Yo le dije a la luna:

… Ma sola ha questa luna in ciel, che da nessuno
Cader fu vista mai se non in sogno*.

Platero la miraba fijamente y sacudía, con un duro ruido blando, una oreja. Me miraba absorto y sacudía la otra…

18. Era la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosada lumbre tibia sobre el mantel de nieve, y los geranios rojos y las pintadas manzanas coloreaban de una áspera alegría fuerte aquel sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas comían como mujeres; los niños discutían como algunos hombres. Al fondo, dando el pecho blanco a los pequeñuelos, la madre, joven, rubia y bella, los miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la clara noche de estrellas temblaba, dura y fría.

De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de la madre. Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas, todos corrieron tras de ella, con un raudo alborotar, mirando espantados a la ventana.

¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezota blanca, agigantada por la sombra, los cristales y el miedo, contemplaba, quieto y triste, el dulce comedor encendido.

19. Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre, derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie… ¡Qué bien lleva su pasada belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañuelo amarillo de talle, en invierno, y la falda azul de volantes, lunareada de blanco! Va al Cabildo, a pedir permiso para acampar, como siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos de los gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas, y sus burros moribundos, mordisqueando la muerte, en derredor.

¡Los burros, Platero! ¡Ya estarán temblando los burros de la Friseta, sintiendo a los gitanos desde los corrales bajos! – Yo estoy tranquilo por Platero, porque para llegar a su cuadra tendrían los gitanos que saltar medio pueblo y, además, porque Rengel, el guarda, me quiere y lo quiere a él-. Pero, por amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negra la voz:

– ¡Adentro, Platero, adentro! ¡Voy a cerrar la cancela, que te van a llevar!

Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa, trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro estrépito de hierro y cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de las flores y de éste al corral, como una flecha, rompiendo – ¡brutote! -, en su corta fuga, la enredadera azul.

20. En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos alertas ven las primeras rosas del alba y las saludan galantes, Platero, harto de dormir, rebuzna largamente. ¡Cuán dulce su lejano despertar, en la luz celeste que entra por las rendijas de la alcoba! Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desde mi lecho mullido.

Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero, si en vez de caer en mis manos de poeta hubiese caído en las de uno de esos carboneros que van, todavía de noche, por la dura escarcha de los caminos solitarios, a robar los pinos de los montes, o en las de uno de esos gitanos astrosos que pintan los burros y les dan arsénico y les ponen alfileres en las orejas para que no se les caigan.

Platero rebuzna de nuevo. ¿Sabrá que pienso en él? ¿Que me importa? En la ternura del amanecer, su recuerdo me es grato como el alba misma. Y, gracias a Dios, él tiene una cuadra tibia y blanda como una cuna, amable como mi pensamiento.

21. ¡Qué guapo está hoy Platero! Es lunes de Carnaval, y los niños, que se han disfrazado vistosamente de toreros, payasos y de majos, le han puesto el aparejo moruno, todo bordado, en rojo, verde, blanco y amarillo, de recargados arabescos.

Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores van rodando paralelamente por la acera, al viento agudo de la tarde, y las máscaras, ateridas, hacen bolsillos de cualquier cosa para las manos azules.

Cuando hemos llegado a la plaza, unas mujeres vestidas de locas, con largas camisas blancas, coronados los negros y sueltos cabellos con guirnaldas de hojas verdes, han cogido a Platero en medio de su corro bullanguero y, unidas por las manos, han girado alegremente en torno a él.

Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza y, como un alacrán cercado por el fuego, intenta, nervioso, huir por doquiera. Pero, como es tan pequeño, las locas no le temen y siguen girando, cantando y riendo a su alrededor. Los chiquillos, viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda la plaza es ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de risas, de coplas, de panderetas y de almireces…

Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe el corro y se viene a mí trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como yo, no quiere nada con los Carnavales… No servimos para estas cosas…

22. Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara…

El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada… No podía… Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico.

El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo.

– Nada bueno, ¿eh?

No sé qué contestó… Que el infeliz se iba… Nada… Que un dolor — Que no sé qué raíz mala… La tierra, entre la yerba…

A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza.

Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres colores…

23. Platero, tú nos ves, ¿verdad?

¿Verdad que ves cómo se ríe en paz, clara y fría, el agua de la noria del huerto; cuál vuelan, en la luz última, las afanosas abejas en torno del romero verde y malva, rosa y oro por el sol que aún enciende la colina?

Platero, tú nos ves, ¿verdad? (…) Sí, tú me ves. Y yo creo oir, sí, sí, yo oigo en el poniente despejado, endulzado todo el valle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero…

24. Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos.

Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.

Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas ansiosas.

– ¡Platero amigo! – le dije yo a la tierra- ; si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí?

Y, cual contestando mi pregunta, una leve mariposa blanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio en lirio…

25. Un momento, Platero, vengo a estar con tu muerte. No he vivido. Nada ha pasado… Vengo solo. Ya los niños y las niñas son hombres y mujeres. La ruina acabó su obra sobre nosotros tres – ya tú sabes-, y sobre su desierto estamos de pie, dueños de la mejor riqueza: la de nuestro corazón.

¡Mi corazón! Ojalá el corazón les bastara a ellos dos como a mí me basta. Ojalá pensaran del mismo modo que yo pienso. Pero, no; mejor será que no piensen… Así no tendrán en su memoria la tristeza de mis maldades, de mis cinismos, de mis impertinencias.

¡Con qué alegría, qué bien te digo a ti estas cosas que nadie más que tú ha de saber! … Ordenaré mis actos para que el presente sea toda la vida y les parezca el recuerdo; para que el sereno porvenir les deje el pasado del tamaño de una violeta y de su color, tranquilo en la sombra, y de su olor suave.

Tú, Platero, estás sólo en el pasado. Pero ¿qué más te da el pasado a ti que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?


* GLOSARIO (por Fitzroya)

Almagra: color rojo ocre o arcilla.

Almoraduj: hierba perenne (Origanum majorana) también llamada Mejorana.

Angélica: angelical, cándido, tierno.

Añil: azul oscuro o indigo.

Besuguero: estatua de Jesús llamada también «El Abuelo«, ubicada en la Capilla de San Fernando, en la Catedral de Jaén, España.

Chamariz: pajarito cantor (Serinus serinus) llamado también verdecillo.

Chopo: árbol del género Populus.

Dehesa: campo usualmente destinado para pastoreo.

Fragoso: áspero.

Gavia: zanja a la orilla del camino.

Giralda: veleta ubicada en la punta de un campanario o torre de la ciudad (ejemplo, giralda de la Catedral de Santa María de la Sede, en la ciudad de Sevilla).

Gracias: en la mitología griega, las Gracias o Carités eran tres diosas (ó cuatro, según algunos autores) (Charities o Graces, en inglés) que representaban a la alegría, la belleza y el encanto; la menor de las Gracias era Aglaia, diosa de la belleza.

Grana: color rojo.

Gualdo (a): amarillo, dorado; relativo a la flor de gualda.

Heliotropo: plantas aromáticas de género Heliotropium.

Hylas: Juan Ramón Jiménez hace aquí alusión al poema Hylas, del poeta francés André Chenier. Hilas fue un personaje de la mitología griega, un príncipe, hijo del rey Teodamante, a quien Alcides (también llamado Heracles o Hércules) toma como amante y compañero de navegación o argonauta. Según la mitología, Hilas, por su belleza, fue raptado por las ninfas del agua quienes le otorgaron la inmortalidad para vivir con ellas para siempre. Sin embargo, otros interpretan este mito como que Hilas se ahogó en un río, razón por la cual nunca más lo volvieron a ver. Lo cierto es que, según la mitología, Heracles por largo tiempo buscó incansablemente a su amado Hilas, lamentándose por su pérdida; esta relación amorosa y la tragedia de su desenlace inspiran al poeta francés para escribir su poema.

Leopardi, Giacomo: fue un poeta y filósofo italiano, autor de la obra «Operette Morali» en la cual figura un diálogo entre los personajes de Melisso y Alceta, diálogo titulado por algunos como «Odi, Melisso», en el cual, Alceta dice a Melisso «Odi, Melisso«, que significa «Escucha, Melisso«, y le cuenta un sueño en el que ve por la ventana la luna caer, en plena noche, y golpear con fuerza el suelo debajo de ella. Mientras Alceta va recordando y narrando su sueño a Melisso, se apodera de él el mismo miedo y estremecimiento que tuvo al despertar sobrecogido de dicho sueño, por lo que Melisso, tras escuchar atentamente a Alceta y para tranquilizarlo, le resta importancia al sueño y le responde: «E ben hai che temer, che agevol cosa fora cader la luna in sul tuo campo. (…) Egli ci ha tante stelle, che picciol danno è cader l’una o l’altra di loro, e mille rimaner. Ma sola ha questa luna in ciel, che da nessuno cader fu vista mai se non in sogno«.Está bien que hayas tenido miedo, cuando la luna cayó tan fácil en tu campo. (…) Hay tantas estrellas, que si una u otra cae, no es una gran pérdida, ya que aún quedan miles. Pero sólo hay esta pura luna en el cielo, la cual nunca nadie vio caer, excepto en sueños)».

Macaria: en la mitología griega, es una de las hijas de Heracles.

Manteo: capa larga usada por algunos eclesiásticos y estudiantes.

Marisma: es un tipo de humedal, un área con agua dulce y salada rodeada de vegetación (tipo junco) y aves migratorias.

Marco Aurelio: fue un emperador y filósofo del Imperio romano, perteneciente al denominado grupo de los «cinco emperadores buenos» (así llamados por Niccoló Machiavelli) quienes habrían contribuido al esplendor del Imperio romano, previo a su decaimiento tras la extinción de la dinastía de los antoninos y el posterior mandato de cierre de todas las escuelas filosóficas. Aquí, Juan Ramón Jiménez halaga a Platero llamándolo el «Marco Aurelio de los prados», como queriendo decir «el magnífico emperador de los prados» o «sabio y gentil señor de los prados».

Miga: en España, era un tipo de «escuela» que se improvisaba en casas, generalmente de mujeres mayores, que ofrecían sus casas para acoger y educar a los niños antes de ingresar oficialmente a un colegio o escuela pública o particular.

Moguer: ciudad andaluza de España.

Pregonero: antiguamente, persona con el oficio de vocear por las calles las noticias o contingencias de interés público.

Ranilla: hendidura propia del casco (o pata) de los equinos.

Remanso: segmento del río en el que la corriente se aquieta ó detiene por completo.

Teja: sombrero de fieltro usado por algunos sacerdotes.

Terrón: masa de tierra que se forma en los suelos cuya humedad no está homogéneamente distribuida.

Torpón: torpe.

Trocar: cambiar, intercambiar; en este caso, cambia el cielo de tonalidad azul violáceo a tonos verde eucaliptus.

Venustiano: jardín de ensueño, de suma belleza, en alusión a la diosa Venus, diosa del amor (lujuria), la belleza y la naturaleza, a quien usualmente se utiliza para comparar y describir a algo o alguien de gran atractivo, en este caso, un paisaje de gran encanto, sublime, exuberante, que provoca emociones y que cautiva.

Verdón: en alusión al verderón (Carduelis chloris), un pajarito cantor.

NOCHES DE LLUVIA

Autor: Juana de Ibarbourou
Nacionalidad: Uruguaya
(fragmento extraído por Gabriela Mistral desde «El cántaro fresco», de Juana de Ibarbourou, para su Obra Lecturas para mujeres, Secretaría de Educación de México, 1925)

Yo amo las noches de lluvia. Son de una intimidad intensa y dulce como si nuestra casa se convirtiera, de pronto, en el único refugio tibio e iluminado del universo. Los objetos que nos rodean adquieren una familiaridad más afectuosa y más honda; la luz parece más límpida; el fuego, la mecedora, los ovillos de lana, el lecho, las mantas, todo es más nuestro y más grato.

La alcoba realmente se convierte en nido, en nido caliente, y claro, y sereno, en medio del viento gruñidor, de la lluvia furiosa o mansa, del frío que hace a los pajarillos acurrucarse cabeza con cabeza. Me imagino mi casa, entonces, como un pequeño y vivo diamante apretado contra el puño de un negro gigantesco. ¡Qué beatitud! Hago por no dormirme para gozar esas horas de gracia propicias al ensueño y al amor.

Pero a veces también me asalta, de pronto, la visión de pobres ranchos agujereados, de chicos friolentos, de mujeres que no tienen como yo una casa tibia ni una abrigada cama blanda, y para quienes estas noches así son un suplicio. Y entonces sí me esfuerzo por dormir. Ya que no puedo remediar yo sola su infinita miseria, les doy el sacrificio de la conciencia de mi bienestar. Me duermo, me duermo, avergonzada de paladear un gozo que atormenta a millares de seres humanos.

MAGNETISMO

Autor: Juana de Ibarbourou
Nacionalidad: Uruguaya
(extraído de Las Lenguas de Diamante, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1963)

En tus ojos sombríos me he mirado
como en el agua de dos lagos negros
y un vértigo de abismo tenebroso
me ha hecho temblar de angustia.

¡Ah, si caigo en el fondo de la sima!
¡Ah, si en los lagos tenebrosos caigo!
Yo sé que entonces no ha de haber prodigio
capaz de levantarme.

Yo sé que siempre el embrujado abismo
de tus pupilas hondas
me retendrá lo mismo que un guiñapo
agarrado en las uñas de las zarzas.

…………………………………………………………….

¡Oh, no apartes de mí tus ojos largos
porque tiemblo de frío y de tristeza!

…………………………………………………………….

¡Yo quiero el mal de tus pupilas! Dame
ese mal que hace bien al alma mía.

……………………………………………………………

Lago hechizado de sus ojos: ¡sórbeme!

FUSION

Autor: Juana de Ibarbourou
Nacionalidad: Uruguaya
(extraído de Las Lenguas de Diamante, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1963)

Mi alma en torno a tu alma se ha hecho un nudo
apretado y sombrío.
Cada vuelta del lazo sobrehumano
se hace raíz, para afianzarse hondo,
y es un abrazo inacabable y largo
que ni la muerte romperá. ¿No sientes
cómo me nutro de tu misma sombra?
mi raíz se ha trenzado a tus raíces,
y cuando quieras desatar el nudo,
¡sentirás que te duele en carne viva
y que en mi herida brota sangre tuya!

¡Y con tus manos curarás la llaga
y ceñirás más apretado el nudo!

¿SUEÑO?

Autor: Juana de Ibarbourou
Nacionalidad: Uruguaya
(extraído de Las Lenguas de Diamante, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1963)

¡Beso que ha mordido mi carne y mi boca
con su mordedura que hasta el alma toca!
¡Beso que me sorbe lentamente vida,
como una incurable y ardorosa herida!

¡Fuego que me quema sin mostrar la llama
y que a todas horas por más fuego clama!
¿Fue una boca bruja o un labio hechizado
el que con su beso mi alma ha llagado?

¿Fue en sueño o vigilia que hasta mí llegó
el que entre sus labios mi alma estrujó?
Calzaré sandalias de bronce e iré

Adonde esté el mago que cura me dé.
¡Secadme esta llaga, vendadme esta herida
que por ella en fuga se me va la vida!

AMEMONOS

Autor: Juana de Ibarbourou
Nacionalidad: Uruguaya
(extraído de Las Lenguas de Diamante, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1963)

Bajo las alas rosa de este laurel florido,
amémonos. El viejo y eterno lampadario
de la luna ha encendido su fulgor milenario
y este rincón de hierba tiene calor de nido.

Amémonos. Acaso haya un fauno escondido
junto al tronco del dulce laurel hospitalario
y llore al encontrarse sin amor, solitario,
mirando nuestro idilio frente al prado dormido.

Amémonos. La noche clara, aromosa y mística
tiene no sé qué suave dulzura cabalística.
Somos grandes y solos sobre el haz de los campos.

Y se aman las luciérnagas entre nuestros cabellos,
con estremecimientos breves como destellos
de vagas esmeraldas y extraños crisolampos.

IMPLACABLE

Autor: Juana de Ibarbourou
Nacionalidad: Uruguaya
(extraído de Las Lenguas de Diamante, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1963)

Y te di el olor
de todas mis dalias y nardos en flor.

Y te di el tesoro
de las hondas minas de mis sueños de oro.

Y te di la miel,
del panal moreno que finge mi piel.

¡Y todo te di!
Y como una fuente generosa y viva para tu alma fui.

Y tú, dios de piedra,
entre cuyas manos ni la yedra medra;

Y tú, dios de hierro,
ante cuyas plantas velé como un perro,

Desdeñaste el oro, la miel y el olor.
¡Y ahora retornas, mendigo de amor,

A buscar las dalias, a implorar el oro,
a pedir de nuevo todo aquel tesoro!

Oye pordiosero:
ahora que tú quieres es que yo no quiero.

Si el rosal florece,
es ya para otro que en capullos crece.

Vete, dios de piedra,
sin fuentes, sin dalias, sin mieles, sin yedra.

Igual que una estatua,
a quien Dios bajara del plinto, por fatua.

¡Vete, dios de hierro,
Que junto a otras plantas se ha tendido el perro!

REBELDE

Autor: Juana de Ibarbourou
Nacionalidad: Uruguaya
(extraído de Las Lenguas de Diamante, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1963)

Caronte: yo seré un escándalo en tu barca.
Mientras las otra sombras recen, giman o lloren,
y bajo tus miradas de siniestro patriarca
las tímidas y tristes, en bajo acento, oren,

Yo iré como una alondra cantando por el río
y llevaré a tu barca mi perfume salvaje,
e irradiaré en las ondas del arroyo sombrío
como una azul linterna que alumbrara en el viaje.

Por más que tú no quieras, por más guiños siniestros
que me hagan tus dos ojos, en el terror maestros,
Caronte, yo en tu barca seré como un escándalo.

Y extenuada de sombra, de valor y de frío,
cuando quieras dejarme a la orilla del río
me bajarán tus brazos cual conquista de vándalo.

LA HORA

Autor: Juana de Ibarbourou
Nacionalidad: Uruguaya
(extraído de Las Lenguas de Diamante, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1963)

Tómame ahora que aún es temprano
Y que llevo dalias nuevas en la mano.

Tómame ahora que aún es sombría
Esta taciturna cabellera mía.

Ahora, que calza mi planta ligera
La sandalia viva de la primavera.

Ahora que en mis labios repica la risa
Como una campana sacudida a prisa.

Después… ¡ah, yo sé
Que ya nada de eso más tarde tendré!

Que entonces inútil será tu deseo
Como ofrenda puesta sobre un mausoleo.

¡Tómame ahora que aún es temprano
Y que tengo rica de nardos la mano!

Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca
Y se vuelva mustia la corola fresca.

Hoy, y no mañana. Oh amante, ¿no ves
Que la enredadera crecerá ciprés?

LAS CONFESIONES DE UN PEQUEÑO FILOSOFO

Autor: Azorín (José Martínez Ruiz)
(Fuente: Obras completas, Tomo IV, Las confesiones de un pequeño filósofo; Editorial Rafael Caro Raggio, 1920)

1. Quiero escribir algunas líneas para esta nueva edición de mi libro. Lo mejor será que yo cuente dónde lo he escrito. Lo he escrito en una casa del campo alicantino castizo. El verdadero Alicante, el castizo*, no es el de la parte que linda con Murcia, ni el que está cabe los aledaños de Valencia: es la parte alta, la montañosa, la que abarca los términos y jurisdicciones de Villena, Biar, Petrel, Monóvar, Pinoso. En uno de estos términos está la casa en que yo escribí este libro.

2. Lector: yo soy un pequeño filósofo; yo tengo una cajita de plata llena de fino y oloroso polvo de tabaco, un sombrero grande de copa y un paraguas de seda rojo con recia armadura de ballena. (…) Yo quiero evocar mi vida; en esta soledad, entre éstos volúmenes que tantas cosas me han revelado, en estas noches plácidas, solemnes, del verano parece que resurge en mí, viva y angustiosa, toda mi vida de niño y de adolescente.

3. No voy a contar mi vida de muchacho y mi adolescencia punto por punto, tilde por tilde. ¿Qué importan y qué podrían decir los títulos de mis libros primeros, la relación de mis artículos agraces, los pasos que dí en tales redacciones o mis andanzas primitivas a caza de editores? Yo no quiero ser dogmático* y hierático*; y para lograr que caiga sobre el papel, y el lector la reciba, una sensación ondulante, flexible, ingenua de mi vida pasada, yo tomaré entre mis recuerdos algunas notas vivaces e inconexas -como lo es la realidad- y con ellas saldré del grave aprieto en que me han colocado mis amigos, y pintaré mejor mi carácter, que no con una seca y odiosa ringla de fechas y títulos.

Y sea el lector bondadoso, que a la postre todos hemos sido muchachos, y estas liviandades de la mocedad* no son sino prólogo ineludible de otras hazañas más fructuosas y trascendentales que realizamos -¡si las realizamos!- en el apogeo* de nuestra vida.

4. Estos primeros tiempos de mi infancia aparecen entre mis recuerdos un poco confusos, caóticos, como cosas vividas en otra existencia, en un lejano planeta. ¿Cómo iba yo a la escuela? ¿Por dónde iba? ¿Qué emociones experimentaba al entrar? ¿Qué emociones sentía al verme fuera de las cuatro paredes hórridas?

5. Muchas veces, cuando yo volvía a casa – una hora, media hora después de haber cenado todos-, se me amonestaba porque volvía tarde. Ya creo haber dicho en otra parte que en los pueblos sobran las horas, que hay en ellos ratos interminables en que no se sabe qué hacer, y que, sin embargo, siempre es tarde.

¿Por qué es tarde? Para qué es tarde? ¿Qué empresa vamos a realizar que exige de nosotros esta rigurosa contabilidad de los minutos? ¿Qué destino secreto pesa sobre nosotros que nos hace desgranar uno a uno los instantes en estos pueblos estáticos y grises? Yo no lo sé; pero yo os digo que esta idea de que siempre es tarde, es la idea fundamental de mi vida; no sonriáis. Y que si miro hacia atrás veo que a ella le debo esta ansia inexplicable, este apresuramiento por algo que no conozco, esta febrilidad, este desasosiego, esta preocupación tremenda y abrumadora por el interminable sucederse de las cosas a través de los tiempos.

He de decirlo, aunque no he pasado por este mal: ¿sabéis lo que es maltratar a un niño? Yo quiero que huyáis de estos actos como de una tentación ominosa. Cuando hacéis con la violencia derramar las primeras lágrimas a un niño, ya habéis puesto en su espíritu la ira, la tristeza, la envidia, la venganza, la hipocresía… Y entonces, con estos llantos, con estas explosiones dolorosas de sollozos y de gemidos, desaparece para siempre la visión riente e ingenua de la vida, y se disuelve, poco a poco, inexorablemente, aquella secreta e inefable comunidad espiritual que debe haber entre los que nos han puesto en el mundo y nosotros los que venimos a continuar, amorosamente, sus personas y sus ideas.

6. Caramba! –decía yo-; ha pasado ya media hora y no he aprendido aún la lección. Y abro precipitadamente un libro terrible que se titula Tabla de los logaritmos vulgares. Esto de vulgares me chocaba extraordinariamente: ¿por qué son vulgares estos pobres logaritmos? ¿Cuáles son los selectos y por qué no los tengo yo para verlos? En seguida echaba la vista sobre este libro y me ponía a leerlo fervorosamente; pero tenía que cerrarlo al cabo de un instante, porque estas columnas largas de guarismos* me producían un gran espanto. Además, ¿qué quiere decir que “los lados de un triángulo esférico unirectángulo, o son todos menores que un cuadrante, o bien uno solo es menor y los otros dos mayores?”. ¿Por qué en este libro unas páginas son blancas y las otras azules? Todo esto es verdaderamente absurdo; por cuyo motivo yo abro mi pupitre y saco ocultamente un cuaderno en que he ido pegando recortes de periódicos. Y leo las cosas extraordinarias que pasan en el mundo:

Un elefante célebre.- La muerte violenta de Jumbo, el gigantesco elefante de Barnum…”

Ferrocarriles eléctricos.- Recientemente se ha inaugurado en Cleveland (Ohio), el primer ferrocarril eléctrico construido hasta ahora…”

Los velocipedistas.- Un hombre montado en un biciclo, es decir, en un velocípedo de dos ruedas, ha aparecido en Talriz, en los confines de Persia…”

De pronto, cuando más embebido estoy en mi lectura, oigo una campanita que toca: din-dan, din-dan

– ¡Caramba!- vuelvo yo a exclamar-; ha pasado otra media hora y aún no me sé la lección. Y ahora sí que abro decidido otro libro y me voy enterando de que “el género silicatos es el segundo de los que componen la familia de los silícidos”. Algo rara me parece a mí esta familia de los silícidos, pero, sin embargo, repito estas frases punto por punto. Lo malo es que el fervor no me dura mucho tiempo; en seguida me siento cansado y ladeo un poco la cabeza, apoyada en la palma de la mano, y miro en la huerta, a través de los cristales, la lejana casita oculta entre los árboles. Y entonces suena la hora de la clase y me lleno de espanto.

– A ver, Azorín- me dice el profesor, cuando hemos bajado al aula-, salga usted.

Yo salgo en medio de la clase y me dispongo a decir el cuadro de la sílice:

– La sílice se divide en dos: primera, cuarzo; segunda, ópalo. El cuarzo se divide en hyalino y en litoideo…

Al llegar aquí ya no sé lo que decir, y repito dos o tres veces veces que el cuarzo se divide en hyalino o litoideo; el profesor conviene en que, efectivamente, es así. Yo vuelvo a callar.

Estos momentos de silencio son tremendos, abrumadores; parecen siglos. Por fin el profesor pregunta:

– ¿No sabe usted más?

Yo le miro con ojos atontados. Y entonces él dice terriblemente:

– Está bien, señor Azorín; esta tarde me dejará usted la merienda.

Y yo ya sé que cuando descendamos al comedor, he de llevar humildemente mi platillo con la naranja o las manzanas a la mesa presidencial.

7. Yo me pregunto: ¿Cómo explicar el carácter de este pueblo, único en España? ¿De dónde proviene este sedimento de tristeza, de amargura y de resignación? ¿Por qué tocan las campanas a todas horas llamando a misas, a sufragios, a novenas, a rosarios, a procesiones, de tal modo que los viajantes de comercio llaman a Yecla* “la ciudad de las campanas”? ¿Por qué son tan taciturnos estos labriegos, con sus cabezas pardas, y por qué suspiran estas buenas viejas que van de casa en casa malogrando?

Y yo quiero imaginar una cosa notable; no estremezcáis. Yo imagino que estos labriegos* y estas viejas llevan en sus venas un átomo de sangre asiática… Desde la ciudad, si vais a ella, veréis en la lejanía la cima puntiaguda y azul del monte Arabí; a sus pies se extiende una inmensa llanura solitaria y negruzca. Y en esta llanura, sobre las mismas faldas del Arabí, se alzaba una ciudad espléndida y misteriosa, dominada por un templo de vírgenes y hierofantes*, construido en un cerro. No se sabe a punto fijo, a pesar de las minuciosas investigaciones de los eruditos, qué pueblos y qué razas vinieron en la sucesión de los tiempos- ocho, diez o quince siglos antes de la era cristiana- a fundirse en esta ciudad soberbia y extraña.

8. Hace un momento ha salido el maestro (…) Y esta vida, aquí entre nosotros, en esta clase soleada, en este minuto en que está ausente el maestro, consiste en subirnos a los bancos, en golpear los pupitres, en correr desaforadamente de una parte a otra.

Sin embargo, yo no corro, ni grito, ni golpeo; yo tengo una preocupación terrible. Esta preocupación consiste en ver lo que dice un pequeño libro que guardo en el bolsillo. No puedo ya hacer memoria de quién me lo dio ni cuándo comencé a leerlo, pero sí afirmo que este libro me interesaba profundamente, porque trataba de brujas, de encantamientos, de misteriosas artes mágicas (….).

Y es el caso que yo comienzo a leer este pequeño libro en medio de la formidable batahola de los muchachos enardecidos; nunca he experimentado una delicia tan grande, tan honda, tan intensa como esta lectura… Y de pronto, en este embebecimiento mío, siento que una mano cae sobre el libro brutalmente; entonces levanto la vista y veo que el bullicio ha cesado y que el maestro me ha arrebatado mi tesoro.

No os diré mi angustia y mi tristeza, ni trataré de encareceros la honda huella que dejan en los espíritus infantiles, para toda la vida, estas transiciones súbitas y brutales del placer al dolor.

9. El Padre Miranda tenía la clase de Historia Universal (…). El Padre Miranda era un hombre bajo y excesivamente grueso; era bueno. Cuando estaba en su silla, repantigado, explicando las cosas terribles de los héroes que pueblan la historia, ocurría que, con frecuencia, su voz se iba apagando, apagando, hasta que su cabeza se inclinaba un poco sobre el pecho y se quedaba dormido. Esto nos era extraordinariamente agradable; nosotros olvidábamos los héroes de la Historia y nos poníamos a charlar alegres. Y como el ruido fuera creciendo, el Padre Miranda volvía a abrir los ojos y continuaba tranquilamente las hazañas terribles.

10. Vivía cerca del colegio una mujercita que nos traía sugestionados a todos: era el espíritu del pecado. (…) Nosotros teníamos vagas noticias de que en la ciudad había un conventículo de mujeres execrables; pero esta pecadora que vivía sola, independiente, a orillas de la carretera, allí, bajo nuestras ventanas, esta mujercita era algo portentoso e inquietante.

11. Del Padre Joaquín lo más notable que recuerdo es que tenía dos raposas* disecadas en su cuarto; ya murió también.

“¡Cuando Azorín vaya por Madrid hecho un silbantillo*!…” Yo, al evocar la figura del Padre Joaquín, oigo siempre esta frase que él decía con voz sonora y dando una gran palmada: “¡Cuando Azorín vaya por Madrid hecho un silbantillo!…” Se había estrenado por entonces una zarzuela popularísima, y este vocablo de la efímera jerga madrileña era muy repetido; no sé a punto fijo lo que significa; no sé tampoco, cuando recuerdo mi doloroso aprendizaje literario, si he ido por Madrid hecho tal cosa; pero yo creo que el Padre Joaquín lo decía en un sentido entre cariñoso y picaresco…

En clase, muchas veces nos entreteníamos en charlar gustosamente; la disección de las zorras famosas nos ocupó cerca de un mes. Otras veces el Padre Joaquín, que era el ecónomo*, tenía que hacer sus complicadas cuentas, y no bajaba; entonces gritábamos, jugábamos a la pelota, acaso dábamos unas pipadas a un cigarro.

Sin embargo, al finalizar el curso, todos estos desahogos los pagábamos por junto; teníamos que aprender de memoria, palabra tras palabra, quince o veinte hórridos* cuadros esquemáticos de clasificaciones botánicas y zoológicas. Yo no recuerdo tormento semejante a este; pero yo no le guardo rencor al Padre Joaquín en gracia del amable vaticinio que él repetía a cada paso, dando una gran palmada: “¡Cuando Azorín vaya por Madrid hecho un silbantillo!…”

12. Señor Azorín: ¿cree usted que esa postura es académica?

Yo no creo nada; pero quito una pierna de sobre otra y me quedo inmóvil mirando al escolapio*.

Entonces él me explicaba cómo deben los jóvenes estar sentados y cómo deben estar de pie. Yo ya tenía algunas noticias de esto, en mi pupitre hay un pequeño libro que se titula Tratado de urbanidad; por mis manos han pasado cuatro o seis ejemplares de esta obra.

“¿Cuándo doblará usted los brazos”- preguntaba el tratadista; y contestaba a renglón seguido-; “Doblaré los brazos en todo acto de religión, sea en el templo, sea en otra parte, y en los ejercicios literarios cuando el maestro me lo diga.”

Yo he de confesar que no tuve ocasión de doblar los brazos en ningún ejercicio literario. ¿A qué ejercicios se refería el autor? ¿Qué es lo que en ellos se hacía? Todas estas cosas me las preguntaba yo entonces (…) pero no recuerdo haber guardado la prescripción del tratadista*.

Tampoco la guardaba entonces respecto a tener las manos metidas en los bolsillos del pantalón; esto era un crimen horrible a los ojos del autor del libro.

“Tener las manos metidas en las faltriqueras* del pantalón, sobre todo estando sentado- decía-, es postura indigna y algo más.” Y luego de formular este anatema*, añadía indulgentemente: “Otra cosa fuera meterlas en la faltriquera del gabán…”

Yo guardo este libro como una reliquia preciosa de mi niñez.

13. Yo no sé si mi tío Antonio había pisado alguna vez las Universidades; tengo vagos barruntos* de que fracasaron unos estudios comenzados. Pero tenía- lo que vale más que todos los títulos- una perspicacia natural, un talento práctico y, sobre todo, una bondad inquebrantable que ha dejado en mis recuerdos una suave estela de ternura.

Él era feliz en su modesta posición: no tenía mucha hacienda; poseía unos viñalicos y tierras paniegas*. Y estos viñalicos, que amaba con intenso amor, él se esforzaba todas las tardes en limpiarlos de pedrezuelas, agachado penosamente, sufriendo con su gordura.

14. Ya creo que he dicho que mi tío Antonio padecía la misma enfermedad –el mal de piedra- que otro célebre y amable escéptico: Montaigne. (…) “Cosa imperfectísima me parece –decía Santa Teresa- este aullar y quejar siempre, y enflaquecer la habla, haciéndola de enfermo; aunque lo estéis si podéis más, no lo hagáis, por amor de Dios”. Hay almas superiores que saben tener este gesto supremo en sus angustias: mi tío fue de estas almas. Padeció atrozmente en sus últimos días; él decía que era como si tuviera cerca “unos perricos que venían a morderle”. (…) Pocas horas antes de expirar, los perricos le dejaron quieto; él recobró toda su bella serenidad, y dijo que “ya estaba en la taquilla tomando billete para el viaje…” Luego, por la tarde, tuvo unas palabras consoladoras para todos, y cesó de vivir…

Si hay un mundo mejor para los hombres que han paseado sobre la tierra una sonrisa de bondad, allí estará mi tío Antonio, con su larga cadena de oro al cuello, con su eslabón y su pedernal, oyendo eternamente música de Rossini.

15. No habéis encontrado nunca en vuestra vida una mujer que os ha hechizado durante un momento y que luego ha desaparecido? (…) Habréis encontrado una vez, en un balneario, en una estación, en una tienda, en un tranvía, una de esas mujeres cuya vista es como una revelación, como una floración repentina y potente que surge desde el fondo de vuestra alma. Tal vez esta mujer no es la más hermosa; las que dejan más honda huella en nuestro espíritu no son las que nos deslumbran desde el primer momento.

Examinadla bien: posad los ojos en su pelo, en su busto, en su boca, en su barbilla redondeada y fina. Y ves cómo vais descubriendo en ella secretas perfecciones, y cómo va brotando en vosotros una simpatía recia e indestructible hacia esta desconocida que se ha aparecido momentáneamente en vuestra vida.

Yo he sentido muchas veces estas tristezas indefinibles; era muchacho; en los veranos iba frecuentemente a la capital de la provincia y me sentaba largas horas en los balnearios, junto al mar. Y yo veía entonces, y he visto luego, algunas de estas mujeres misteriosas, sugestionadoras, que, como el mar azul, que se ensanchaba ante mi vista, me hacía pensar en lo infinito.


*GLOSARIO (por Fitzroya)

Anatema: reprobación; execración; censura; condena; maldición

Apogeo: plenitud; pináculo; momento más brillante y productivo

Barrunto: noticia; indicio; sospecha; signo; prueba

Castizo: término español usado para denominar algo característico, pintoresco, típico, propio de un lugar, en este caso, de la zona rural más antigua y representativa de Andalucía.

Dogmático: misterioso; inalcanzable; críptico; impenetrable

Ecónomo: administrador de los bienes (en especial de los ingresos monetarios) de una congregación religiosa

Escolapio: sacerdote de la Orden de los calasancios

Faltriquera: bolsillo

Guarismo: número; cifra

Hierático: grave; formal; estricto

Hierofante: sacerdote griego considerado vidente y capaz de interpretar y dilucidar, a través de conjuros, sacrificios, invocación de espíritus y métodos ancestrales y secretos, los misterios del presente para predecir el futuro, por lo que sus servicios como consejeros eran muy solicitados; no obstante, eran también corruptos y dados a la traición.

Hórrido: aterrador; terrible; que infunde miedo, terror.

Labriego: aldeano; agricultor

Mocedad: juventud

Paniego: terreno destinado al cultivo de trigo

Raposa: hembra del zorro (Vulpini)

Silbantillo: al parecer (ver fuente, pág. 7), es un calificativo sinónimo de dandi o mujeriego, un hombre que va por la vida de galán seductor (un especie de «Gigi l’amoroso»), coqueteando a las mujeres que se le cruzan para intentar conquistarlas en búsqueda de un romance.

Tratadista: persona que escribe un tratado o conjunto de conocimientos, detallados, adquiridos sobre un tema en particular (ejemplo, Tratado de urbanidad)

Yecla: ciudad montañosa de España

DE LA VIDA

Autor: Antonio Machado
(extraído de “Páginas Escogidas”, Casa Editorial Calleja, 1917)

Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.

Sin placer y sin fortuna,
pasó como una quimera
mi juventud, la primera…
la sola, no hay más que una:
la de dentro es la de fuera.

Pasó como un torbellino,
bohemia y aborrascada,
harta de coplas y vino,
mi juventud bienamada.

Y hoy miro a las galerías
del recuerdo, para hacer
aleluyas de elegías
desconsoladas de ayer.

¡Adiós, lágrimas cantoras,
lágrimas que alegremente
brotabais, como en la fuente
las limpias aguas sonoras!

¡Buenas lágrimas vertidas
por un amor juvenil,
cual frescas lluvias caídas
sobre los campos de Abril!

“No canta ya el ruiseñor
de cierta noche serena;
sanamos del mal de amor,
que sabe llorar sin pena.”

Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.

POEMA XVIII (GALERIAS)

Autor: Antonio Machado
(extraído de “Páginas Escogidas”, Casa Editorial Calleja, 1917)

XVIII

Desnuda está la tierra,
y el alma aúlla al horizonte pálido
como loba famélica. ¿Qué buscas,
poeta, en el ocaso?

¡Amargo caminar, porque el camino
pesa en el corazón! ¡El viento helado,
y la noche que llega, y la amargura
de la distancia!… En el camino blanco

algunos yertos árboles negrean;
en los montes lejanos
hay oro y sangre… El Sol murió… ¿Qué buscas,
poeta, en el ocaso?

POEMA XVI (GALERIAS)

Autor: Antonio Machado
(extraído de “Páginas Escogidas”, Casa Editorial Calleja, 1917)

XVI

Y no es verdad, dolor, yo te conozco;
tú eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.

Como perro olvidado, que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino; como
el niño que la noche de una fiesta

se pierde entre el gentío
y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito, y asombra
su corazón de música y de pena;

así voy yo, borracho melancólico,
guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla.

POEMA XIII (GALERIAS)

Autor: Antonio Machado
(extraído de “Páginas Escogidas”, Casa Editorial Calleja, 1917)

XIII

Yo, como Anacreonte,
quiero cantar, reír y echar al viento
las sabias amarguras
y los graves consejos;

Y quiero, sobre todo, emborracharme;
ya lo sabéis… ¡Grotesco!
Pura fe en el morir, pobre alegría
y macabro danzar antes de tiempo.

POEMA II (GALERIAS)

Autor: Antonio Machado
(extraído de “Páginas Escogidas”, Casa Editorial Calleja, 1917)

II

Y era el demonio de mi sueño, el ángel
más hermoso. Brillaban
como aceros los ojos victoriosos,
y las sangrientas llamas
de su antorcha alumbraron
la honda cripta del alma.

-¿Vendrás conmigo? – No, jamás; las tumbas
y los muertos me espantan.-
Pero la férrea mano
mi diestra atenazaba.

-Vendrás conmigo… – Y avancé en mis sueños,
cegado por la roja luminaria.
Y en la cripta sentí sonar cadenas
y rebullir de fieras enjauladas.

UNA NOCHE EN LUXEMBURGO

Autor: Remy De Gourmont
Nacionalidad: Francés
Título original: Une Nuit au Luxembourg (1906)
Traductor: Sonia Berger

Es domingo 12 de febrero de 1906 y el periodista del Northern Atlantic Herald de Luxemburgo, James-Sandy Rose (cuyo verdadero nombre es Louis Delacolombe), es encontrado muerto en extrañas y desconocidas circunstancias en la tranquilidad aparente de su casa y estando James sentado, apoyada su cabeza sobre una mesa; sin existir evidencia de agresiones físicas en su cuerpo o robo, solo se tiene la evidencia visual de una cama desordenada y ropas y adminículos de mujer desperdigados por varias partes de la habitación, haciendo presumir, a los testigos del hallazgo del cadáver, que James habría tenido algún encuentro íntimo y desenfrenado con su aparente asesina.

Por su parte, entre las pertenencias de James se encuentra un testamento en el que pide a un amigo publicar el testimonio que ha escrito de su puño y letra sobre unos extraños sucesos ocurridos mientras paseaba, días atrás, una tarde, por la plaza de Saint-Sulpice; tras leer el testamento, su amigo, convencido de que la muerte de James no ha sido consecuencia de un asesinato, da cabal cumplimiento a la petición del difunto publicando sus escritos y dejando a juicio del lector elucubrar y/o coincidir con él respecto a la causa de su deceso.

James inicia su testimonio que titula Una noche en Luxemburgo contando al lector, a quien busca hacer partícipe y testigo de los acontecimientos que juzga primordial para él dar a conocer, el contexto en el que se encuentra cuando ellos ocurren. Mientras pasea por la plaza de Saint-Sulpice una tarde, James descubre unas extrañas luces que iluminan los vitrales de la planta baja de una iglesia, como si de una celebración se tratase; curioso, James camina hacia la iglesia para verificar el origen de aquellas luces, sin embargo, al ingresar por la puerta, observa, en medio de la oscuridad que ahora domina el sector, que las luces se mueven por un pasillo curvo hacia el fondo de la planta baja, como si estuvieran escapando de la vista y curiosidad de James que apresura el paso detrás de ellas. Pero su persecución se ve interrumpida por un hombre de mediana edad que aparece en un ala del pasillo y que parece no interesarse en las luces misteriosas que rondan la iglesia sino en una estatua de la Vírgen, a la cual mira fijamente, de pie. James, pese a su curiosidad por las luces, no puede evitar sentir mayor curiosidad por el hombre desconocido y sus motivos para mirar con tanta detención la figura de la Vírgen, sobre todo por no parecer estar rezándole. Las miradas y pensamientos de curiosidad de pronto tienen respuesta de este hombre quien, como producto de un acto de telepatía, invita a James a acercarse a él para saciar su curiosidad. Esto da inicio a una larga conversación y paseo por la plaza de Saint-Sulpice en compañía de tres extrañas, coquetas y bellas mujeres jóvenes que aparecen entre la muchedumbre y que siguen, atraídas, a este nuevo amigo de James del que emana cierto misterioso influjo energético que ejerce también sobre James y su entorno.

Así, este hombre misterioso se descubre finalmente ante James como el dios Apolo, uno de los tantos dioses que existen en la creación divina y que han influido al ser humano desde antes de los tiempos mitológicos de Grecia. Apolo comparte con James las falencias de la conducta humana desde la perspectiva de su naturaleza divina y como observador de la «corrupción» e involución del hombre desde que los dioses tienen contacto con él.

En Una noche en Luxemburgo, Remy de Gourmont, a través de su personaje de Apolo, critica también las falencias e inconsistencias de la religión cristiana, culpándola de los errores que ha cometido el ser humano en su construcción como individuo y sociedad, exponiendo a un ser humano atrofiado y enjaulado, incapaz de gozar la vida aquí y ahora, proponiendo a James, en cambio, un estilo de vida más sensual, hedonista y mediático para alcanzar el tan anhelado estado de felicidad.

Una noche en Luxemburgo es una Obra transgresora, crítica, y que puede resultar también divertida, en especial por el simpático método que este dios Apolo propone al ser humano para encontrar la felicidad: si se perfecciona, creo que puede ser un buen método para alcanzarla.

VER FRAGMENTOS DE «UNA NOCHE EN LUXEMBURGO»

 

UNA NOCHE EN LUXEMBURGO

Autor: Remy De Gourmont
Traductor: Sonia Berger

1. Estoy ebrio, sin duda, y sin embargo tengo una gran lucidez. Ebrio de amor, ebrio de orgullo, ebrio de divinidad, veo claramente cosas que no comprendo muy bien, y voy a contar esas cosas. Mi aventura se desarrolla ante mis ojos con una nitidez perfecta, es un espectáculo maravilloso que presencio todo el tiempo. (…) Esa jornada fue una noche, pero una noche iluminada por un sol de primavera, y todavía continúa, día o noche, no lo sé… La reina está ahí. Pero tengo que escribir.

2. El resumen de mi historia aparecerá mañana por la mañana en el Northern Atlantic Herald y pronto recorrerá la prensa americana, después volverá a través de las agencias inglesas. Pero eso no me satisface. He telegrafiado porque era mi deber; escribo porque para mí es un placer. Además, la experiencia me ha enseñado que las noticias ganan más en precisión que en exactitud cuando viajan de cable en cable, y prefiero exactitud.

¡Con qué placer voy a escribir! Siento en la cabeza, en los dedos, una rapidez desconocida…

3. Puesto que vivo en la rue de Médicis y tengo una vieja pasión por el Jardín de Luxemburgo, sus árboles, sus mujeres, sus pájaros, bajé hacia la plaza de Saint-Sulpice. Hacía bueno, aunque el día comenzaba a declinar.

4. Mi prolongada estancia en París me ha convertido en un mirón, tanto como los demás. Nada me sorprende y todo me divierte. Soy también, por naturaleza, escéptico y curioso a la vez. Y es por ello que, al levantar la vista hacia la iglesia, mi atención se vio fuertemente atraída por el hecho de que las vidrieras del lado de la rue Palatine pareciesen como iluminadas por los rayos de una brillante puesta de sol. Sin embargo, el sol no había brillado en todo el día y, aunque el cielo hubiese estado despejado, ningún rayo, ningún reflejo, podía a aquella hora tardía iluminar el lado sur de la iglesia de Saint-Sulpice. Pensé en un incendio, pero no se veía ningún rastro en el cielo. Sin duda, algo insólito ocurría en el interior. Me apresuré hacia la puerta de la rue Palatine. Mientras me aproximaba, sin perder de vista las vidrieras, me di cuenta de que el fulgor parecía ahora recorrer la planta de la iglesia, como si hubiesen paseado antorchas por debajo de la nave. En el momento en el que entré, comenzaban a brillar las vidrieras cercanas al coro; las que se encuentran del lado del pórtico quedaban ahora a oscuras.

5. Había un hombre de pie, con la mano apoyada en la cancela cerrada de la capilla. Todo en él parecía normal. No tenía nada de particular salvo la profunda atención con la que observaba la figura de la Vírgen. (…) Quería marcharme, quería hablar, pero me sentía clavado a las losas, temblaba cada vez más y no podía, al fin y al cabo, dejar de mirar a aquel desconocido.

6. Estábamos más o menos a tres pasos el uno del otro. Si hubiésemos estirado el brazo habríamos podido tocarnos la mano.

– Venga – dijo él

Aquella palabra bastó para que me calmase. La voz era muy agradable. Me produjo una dulce emoción. Al mismo tiempo, pasé a estar tan tranquilo y satisfecho como ante un viejo y querido amigo.

(…) Una fuerza irresistible me llevó a responderle en los siguientes términos:

– Le sigo, amigo.

7. Me acerqué pues y, cuando pasó su brazo por debajo del mío, que yo replegué respetuosamente y con la naturalidad de un amante, entablamos una larga y sentida conversación.

8. ÉL: Para hablar a los hombres me hace falta un intermediario, y te he elegido, te he hecho una señal. No estabas obligado a responder. Mi poder no es tal como para forzar la voluntad. Puedo seducir, pero no ordenar. (…)

YO: Siento que mi vida se realiza, siento que los días pasados no han sido más que una preparación para este momento. (…) ¿No se trata de otra eternidad, una eternidad verdadera?

Mi maestro, puesto que ahora sentía que aquel viejo amigo era mi maestro mucho más que mi amigo, sonrió con tierna ironía, pero no respondió a mi pregunta.

Vayamos, dijo tras un momento de silencio, a dar un paseo al Luxemburgo.

9. ÉL: Todo el mundo me reconoce, cuando yo quiero. Esa joven ignora quién soy. Piensa que soy un hombre como los demás, y sin embargo, si hubiese estado solo, su mirada habría sido mucho más intensa, porque desea palabras tiernas, desea besos. ¡Pero cuál sería su destino si yo hubiese cedido a su muda simpatía! Las mujeres a las que amo pierden toda noción razonable de la vida, y sin siquiera tocar sus manos o acariciar sus cabellos su piel entera llora de placer. Si insisto, se funden como un higo al calor del sol. ¡Sabor dulce y cruel! Si me alejo de ellas, se mueren de dolor, y si me quedo cerca de su corazón, se mueren de amor.

10. ÉL: La humanidad no ha vivido más que en el error, y además no hay verdad, puesto que el mundo está en perpetuo cambio. Habéis adquirido la noción de evolución que, dentro de unos límites, es correcta, pero habéis querido conservar al mismo tiempo la noción de verdad: es una contradicción. Si llegaseis a construir, en vuestra inteligencia, la verdadera imagen del mundo, ya no sería igual para vuestros hijos. Pues si el mundo evoluciona, vosotros evolucionáis de la misma manera y el hombre, de una generación a la siguiente, ya no es el mismo hombre. Os esforzáis sin descanso en encontrar el parecido de viejo con el retrato del niño. Se trata de juegos. En fin, en eso estáis.

11. ÉL: Vengo, más que para amar, para dejarme amar. Pertenezco a aquellas que me quieren conquistar y, para su corazón, me convierto en el hombre ideal que la Tierra les niega.

Porque vosotros, los hombres, habéis creado a la mujer y os habéis quedado por debajo de vuestra creación. Ni siquiera habéis sabido procuraros los dones que hubiesen completado el milagro, y vuestros amores siempre se quedan cojos. Recibís pero no dais; empobrecéis los campos que vuestro deseo cultiva, y las mujeres a las que habéis amado mueren de sed al mirar la sequedad de vuestros ojos.

12. ELISA: Amigo mío, amigo mío, ¿no somos más bellas que las mujeres?

Sí, Elisa era más bella que una mujer. Creí ver en ella a una divinidad. Creí que me convertía en un dios… Mi boca se lanzó hacia la suya, mientras que mi brazo izquierdo dominaba su cabeza y mi mano derecha buscaba, bajo la agitación de su pecho arrebatado, las palpitaciones del corazón que yo quería. Se hizo la noche, excepto en mi cabeza y en mis sentidos, y me pareció que poseía a Elisa y que de nuestras bocas húmedas y temblorosas salían gemidos. Pero, ¿quizá no fuera más que una ilusión? Sin embargo, recuerdo perfectamente que, al hacerse de nuevo de día, nos mirábamos con complicidad y gratitud. Además, ahora estábamos tan cerca el uno del otro que parecíamos formar un solo cuerpo, con dos de nuestros brazos entrelazados y con una de mis piernas oculta bajo el vestido de Elisa.

13. ÉL: Desprecio vuestras filosofías, que no son más que hábiles construcciones intelectuales; (…) no hay criaturas humanas nobles más que las que se adoran a sí mismas y se afanan en extraer de su naturaleza toda la fútil felicidad que contienen. Vano, pero real, y única realidad. (…) No pierda sus días llorando por el pasado, ni tampoco por el futuro. Viva sus horas, viva sus minutos. Las alegrías son flores que la lluvia marchitará o que se deshojarán al viento.

14. ÉL: Vuestro estado social es un espectáculo de locura. Los esclavos romanos tenían una vida menos dura que la de muchos de vuestros obreros. (…) Le dedicáis al trabajo todas las horas de vuestros días, los unos para obtener pan, los otros para conquistar un placer del que la fatiga os impide disfrutar, y aquellos otros, los más locos, para aumentar sus fortunas. Habéis llegado a ese grado de imbecilidad que hace ver el trabajo no solo como honroso, sino como sagrado, mientras que no es más que una triste necesidad.

YO: Y trabajo, que al menos permite respirar y comer, no hay para todos. En las ciudades más civilizadas, miles de seres mueren de hambre a diario, ¡ay, de una muerte lenta! Agonizan durante diez años, durante veinte años…

15. ÉL: Esta aventura, amigo mio, me hizo comprender la particular belleza que recelaba la nueva religión: contenía más gracia que el paganismo más puro y un no sé qué de ingenuo y de tierno que no había encontrado hasta la fecha. La insensibilidad estoica se volvió ridícula; lo que se llevaba era sufrir: las coronas de rosas se cambiaron por coronas de espinas. Se sucedieron largos siglos de estupor, y cuando el alma humana despertó y quiso sonreir, le salió una sonrisa melancólica. Puede que los hombres no se curen nunca de la herida que les produjo el cristianismo. A veces ha parecido cicatrizar: al mínimo golpe, la mínima fiebre, se reabre y sangra. ¡Dichosos aquellos que sufren! Esta frase sin sentido acosa siempre vuestros débiles corazones y tenéis miedo de la alegría, por vanidad. Habéis aceptado el anatema a la alegría de vivir lanzado antiguamente por algunos judíos desesperados, y cuando os reís, pedís perdón a vuestros hermanos, pues está escrito: “Dichosos aquellos que sufren”.

16. ÉL: Quería pues decirle, amigo mío, al respecto de su deseo secreto, que nuestra vida allí arriba, o más bien allí abajo, es muy diferente de la vida de los hombres. Para empezar los dioses no son muchos, a lo sumo dos o tres mil hombres y mujeres. Digo hombres y mujeres porque no somos más que eso, con facultades superiores. (…) Nuestras mujeres no se diferencian mucho de las vuestras, es decir que establecen con nosotros la misma relación que vuestras mujeres con vosotros. No las consideramos inferiores, sólo diferentes, y esa diferencia constituye nuestra felicidad común. (…) Sí, amigo mio, son Inmortales. Como he venido, ellas también han venido. ¿Es más sorprendente ver diosas en la tierra que ver a un dios?

Me volví hacia Elisa, completamente pálido de la conmoción.

ÉL: Ella también. Pero no se asuste, porque ella le ama, y el amor le ha dado un corazón igual a su corazón de hombre. Al entregarse a usted, se ha convertido en mujer, y no le dejará nunca.

17. ÉL: (…) La vida de los dioses, amigo mío, difiere de la vuestra sobre todo en eso, en que para ellos no tiene finalidad. Nuestros actos nos bastan y no buscamos su justificación en inmediatas o lejanas consecuencias. Lo malo de vuestra actividad es que prevé el descanso. Nuestra finalidad está en el acto; la vuestra está en lo que sigue al acto. Pero como la felicidad se encuentra en el acto, vosotros pasáis de largo y, cuando descansáis, encontráis cansancio y aburrimiento. Para nosotros, vivir es actuar, y actuar es ser feliz.

18. ÉL: Un oyente que comprende constituye la mitad del discurso. El solitario se adentra y se pierde en el torbellino de sus razonamientos. Una palabra, incluso una mirada, bastan para devolverle el equilibrio.

19. ÉL: El dolor físico es asunto de vuestros médicos… El remedio para el dolor moral es la confianza en uno mismo. Consentir el dolor es aceptar la peor de las humillaciones. Sufrir por una mujer es convertirse en esclavo de una mujer. Pero hay momentos en los que debe ser agradable no negar el propio dolor. Hacemos de ello un placer.

20. ÉL: La sabiduría humana consiste en vivir como si nunca fuésemos a morir, y en disfrutar del momento presente como si fuese a ser eterno.

21. ÉL: Pobres hombres, las sensaciones divinas son demasiado fuertes para vuestros frágiles nervios. ¿Qué haría usted con una eternidad? Se la pasaría temblando de miedo a perderla. La felicidad, para vosotros, no es la posesión, es el deseo. Cuando ya no tenéis nada más que desear, el aburrimiento se sienta en sus rodillas y os aplasta lentamente. La mujer que os embriagó os resulta más pesada que una montaña cuando la embriaguez se disipa, y gemís si la cabeza, aún húmeda de vuestros besos, se apoya con demasiado amor sobre vuestro brazo o vuestro hombro.

Sólo encontráis la felicidad si cerráis los ojos. Al volver a abrirlos encontráis aburrimiento.

TO LAURA AT THE HARPSICHORD

Autor: Friedrich Schiller
Traducción: Fitzroya
(extraído de “Poems of Schiller”, George Bell and Sons, 1874)

When o’er the chords thy fingers stray,
My spirit leaves its mortal clay,
A statue there I stand;
Thy spell controls e’en life and death,
As when the nerves a living breath
Receive by Love’s command!

More gently Zephyr sighs along
To listen to thy magic song:
The systems form’d by heav’nly love
To sing for ever as they move,
Pause in their endless-whirling round
To catch the rapture-teeming sound;
‘Tis for thy strains they worship tee,-
Thy look, Enchantress, fetters me!

From yonder chords fast-thronging come
Soul-breathing notes with rapturous speed,
As when from out their heav’nly home
The new-born Seraphim proceed;
The strains pour forth their magic might,
As glitt’ring suns burst through the night,
When, by Creation’s storm awoke,
From Chaos’ giant-arm they broke.

Now sweet, as when the silv’ry wave
Delights the pebbly beach to lave;
And now majestic as the sound
Of rolling thunder gath’ring round;
Now pealing more loudly, as when from you height
Descends the mad mountain-stream, foaming and bright;

Now in a song of love,
Dying away,
As thro’ the aspen grove
Soft zephyrs play;

Now heavier and more mournful seems the strain,
As when across the desert, death-like plain,
Whence whispers dread and yells despairing rise,
Cocytus’ sluggish, wailing current sighs.

Maiden fair, oh, answer me!
Are not spirits leagued with thee?
Speak they in the realms of bliss
Other language o’er than this?


A LAURA EN EL CLAVECIN

Cuando por los acordes tus dedos pasean,
de su mortal barro mi espíritu se aleja,
como una estatua allí me quedo;
tu encantamiento controla hasta la vida y la muerte,
como los impulsos que un soplo de vida
recibe bajo las órdenes del Amor!

Más delicadamente Céfiro sopla,
para escuchar tu mágica canción:
los sistemas formados por amor celestial,
para cantar por doquiera que se muevan,
hacen una pausa en su agitada e interminable ronda
para capturar el embriagante sonido que arroba;
es por tus compases que ellos te adoran,
tu mirada, Hechicera, me aprisiona.

Desde aquellos acordes veloces y pletóricos llegan
inspiradoras notas de ritmos arrebatados,
como cuando, al salir de su celestial hogar,
los recién nacidos serafines se aprestan a volar;
los compaces, propagar su magia debieran,
cual brillantes soles que irrumpen tras la noche,
cuando, terminado el huracán de la Creación,
del Caos ellos emergen.

Ahora dulce, como cuando la ola plateada
deleita a la pedregosa playa que baña;
y ahora majestuoso como el sonido
de los vibrantes rayos que se agrupan en derredor;
ahora tronando más fuerte, como cuando desde allá en lo alto de la montaña,
desciende, espumoso y radiante, el torrente embravecido;

Ahora como en una canción de amor
consumiéndose lejos,
mientras entre los bosquecillos de álamos
cálidos céfiros juegan;

Ahora más intenso y compungido parece el compás,
como al cruzar el desierto, esa mortal planicie
desde donde susurros de pavor y desesperados gritos se elevan,
y Cocito, indolente, torrentes de gemidos vierte.

Blanca doncella, oh, respóndeme!
no están los espíritus ligados a ti?
hablan ellos en los reinos de la gloria
otro idioma más excelso que el de tu clavecín?

VERSES

Autor: Robert Burns
Traducción: Fitzroya
(extraído de “Poems of Robert Burns”, John Henderson, 1902)

Admiring Nature in her wildest grace
These northern scenes with weary feet I trace;
O’er many a winding dale and painful steep,
The abode of covied grouse and timid sheep,
My savage journey, curious, I pursue,
Till famed Breadalbane opens to my view.
The meeting cliffs each deep-sunk glen divides.
The woods, wild scattered, clothe their ample sides;
The outstretching lake, embosomed ‘mong the hills,
The eye with wonder and amazement fills.

The Thay, meandering sweet in infant pride,
The palace, rising on its verdant side;
The lawns, wood-fringed in Nature’s native taste;
The hillocks, dropped in Nature’s careless haste;
The arches, striding o’er the new-born stream;
The village, glittering in the noontide beam.

Poetic ardours in my bosom swell,
Lone wandering by the hermit’s mossy cell:
The sweeping theatre of hanging woods;
The incessant roar of headlong tumbling floods.

Here Poesy might wake her heaven-taught lyre,
And look through nature with creative fire;
Here, to the wrongs of fate half reconciled,
Misfortune’s lightened steps might wander wild;
And Disappointment, in these lonely bounds,
Find balm to soothe her bitter, rankling wounds:
Here heart-struck Grief might heavenward stretch her scan,
And injured Worth forget and pardon man.


VERSOS

Admirando la Naturaleza en su más rústica belleza,
estos parajes del norte que a pie cancino recorro;
por muchos serpenteantes valles de dificultosas pendientes,
morada de sonoros clamores y huidizas ovejas,
mi jornada salvaje, curiosa, prosigo,
hasta que las altas tierras legendarias de Breadalbane se descubren a mi vista.
Amenazantes riscos separan de los escarpados desfiladeros,
cuyos bosques, toscamente dispersos, visten sus amplios márgenes;
el extenso lago, labrado entre medio de los picachos,
al ojo, de asombro y maravilla, llena.

El Thay, zigzagueando con dulce arrogancia infantil,
el palacio, alzándose por sobre su verde y frondoso contorno,
los céspedes, cercados de acuerdo al gusto voluntarioso de la Naturaleza;
las cumbres, entregadas al ritmo despreocupado de la Naturaleza;
los puentes, cruzando por encima de las nacientes del río;
y la aldea, reluciendo a la luz del medio día.

Poéticos fuegos en mi pecho se inflaman,
solitaria marcha, por el deteriorado aposento del hermitaño:
el amplio teatro de bosques colgantes;
el incesante rugir de precipitadas corrientes de agua que caen.

Aquí, en estos parajes, la Poesía podría despertar los influjos divinos de su lira,
y mirar a través de la naturaleza con ardor creativo;
aquí, respecto a las equivocaciones del destino medio asumidas,
los pasos de la fatalidad, iluminados, podrían vagar a sus anchas;
y el Desencanto, en estos solitarios confines,
encuentra bálsamo para apaciguar su amargura por enrojecidas heridas:
aquí las descorazonadas aflicciones se elevan hasta alcanzar consuelo en el cielo,
y la injuriada Grandeza humana olvida y perdona al hombre.

MY PRETTY ROSE TREE

Autor: William Blake
Traducción: Fitzroya
(extraído de “Songs of Experience”, David Nutt at the Sign of the Phoenix, 1902)

A flower was offered to me,
Such a flower as May never bore;
But I said, ‘I’ve a pretty rose tree’,
And I passed the sweet flower o’er.

Then I went to my pretty rose tree,
To tend her by day and by night;
But my rose turned away with jealousy,
And her thorns are my only delight.


MI HERMOSO ROSAL

Una flor me fue ofrecida,
una flor como en Mayo nunca se dio;
pero dije, “Tengo un hermoso rosal”,
e ignoré a la dulce flor.

Luego fui donde mi hermoso rosal,
para cuidarlo de día y de noche;
pero sus rosas apartó de mi vista con celos,
y sus espinas son mi único deleite.

NURSES’S SONG (EXPERIENCE)

Autor: William Blake
Traducción: Fitzroya
(extraído de “Songs of Experience”, David Nutt at the Sign of the Phoenix, 1902)

When the voices of children are heard on the green,
and laughing is heard on the hill,
and whisperings are in the dale,
the days of my youth rise fresh in my mind,
my face turns green and pale.

then come, my children, the sun is gone down,
and the dews of night arise;
your spring and your day are wasted in play,
and your winter and night in disguise.


CANCION DE LA AYA

Cuando las voces de los niños se oyen en los prados,
y sus risas se escuchan en lo alto de la colina,
y susurros rondan en el valle,
los días de mi juventud resurgen vívidos en mi mente,
mi rostro se vuelve pálido y verde.

Así es que vengan a casa, mis niños, que el sol se ha ido,
y el rocío de la noche se asoma;
sus días de primavera se han ido en jugar,
y el invierno de la noche se oculta.

NURSE’S SONG

Autor: William Blake
Dibujo y traducción: Fitzroya
(extraído de “Songs of Innocence”, Jhon Lane, 1902)

When the voices of children are heard on the green,
and laughing is heard on the hill,
my heart is at rest within my breast,
and everything else is still.
“Then come home, my children, the sun is gone down,
and the dews of night arise;
come, come, leave off play, and let us away,
till the morning appears in the skies.”

“No, no, let us play, for it is yet day,
and we cannot go to sleep;
besides, in the sky the little birds fly,
and the hills are all covered with sheep.”
“Well, well, go and play till the light fades away,
and then go home to bed.”
The little ones leaped, and shouted, and laughed,
and all the hills echoed.


CANCION DE LA AYA

Cuando las voces de los niños se oyen en los prados,
y sus risas se escuchan en lo alto de la colina,
mi corazón se apacigua dentro de mi pecho,
y todo lo demás se aquieta.
“Vengan pues a casa, mis niños, que el sol se esconde,

y el rocío de la noche se asoma;
vengan, vengan, dejen ya de jugar, y vámonos,
para que el alba aparezca en el firmamento.”

“No, no, déjanos jugar, que aún es de día,
y no podemos irnos a dormir;
además, en el cielo las pequeñas aves vuelan,
y las colinas están todas cubiertas de ovejas.”

“Bueno, bueno, vayan y jueguen hasta que la luz se desvanezca,
y entonces sí vayanse a casa a dormir.”
Los pequeños brincaron, y gritaron, y rieron,
y todas las colinas les hicieron eco.

LA COLINA DE LOS ECOS

Autor: William Blake
Traducción: Fitzroya
(extraído de “Songs of Innocence”, John Lane, 1902)

THE ECHOING GREEN

The sun does arise,
And make happy the skies;
The merry bells ring,
To welcome the Spring;
The skylark and thrush,
The birds of the bush,
Sing louder around
To the bells’ cheerful sound;
While our sports shall be seen
On the echoing green.

Old John, with white hair,
Does laugh away care,
Sitting under the oak,
Among the old folk.

They laugh at our play,
And soon they all say,
“Such, such were the joys
When we all – girls and boys –
In our youth-time were seen
On the echoing green.”

Till the little ones, weary,
No more can be merry:
The sun does descend,
And our sports have an end.
Round the laps of their nest,
Are ready for rest;
And sport no more seen
On the darkening green.


LA COLINA DE LOS ECOS

El sol se encumbra,
y hace feliz a los cielos;
las alegres campanas repican,
para dar la bienvenida a la Primavera;
alondra y zorzal,
las aves del bosque,
cantan bulliciosas en torno
al alegre sonido de las campanas;
en tanto que nuestros jóvenes se aprestan a jugar
en la colina de los ecos.

El viejo John, de cabellera blanca,
ríe sin preocupaciones,
sentado bajo el roble,
en medio de los demás ancianos.
Ellos ríen de nuestros juegos,
y en seguida todos dicen,
“así, como esos eran los deleites,
cuando todos – niñas y niños-
en nuestra juventud fuimos vistos
en la colina de los ecos”

Hasta que los más pequeños, extenuados,
estar alegres ya no pueden:
el sol desciende,
y nuestros juegos final tienen.
De vuelta en el regazo de sus nidos,
se disponen a dormir,
y no más juegos serán vistos
en la colina que ya se oscurece.

THE SHEPHERD

Autor: William Blake
Traducción: Fitzroya
(extraído de “Songs of Innocence”, John Lane, 1902)

How sweet is the shepherd’s sweet lot!
From the morn to the evening he strays;
He shall follow his sheep all the day,
And his tongue shall be filled with praise.

For he hears the lambs’ innocent call,
And he hears the ewes’s tender reply;
He is watchful; while they are in peace,
For they know when their shepherd is nigh.


EL PASTOR

¡Cuán dulce es la suerte del pastor!
desde el alba al crepúsculo pasea;
él seguirá a sus ovejas todo el día,
y sus palabras estarán llenas de gratitud.

Porque él escucha el cándido llamado de los corderos,
y oye de las madres su tierna respuesta;
él está atento; mientras que ellas reposan tranquilas,
porque saben cuando su pastor está cerca.

CLARO DE LUNA

Autor: Rubén Darío
(extracto de “Obras completas”, Ediciones Anaconda)

Góndola de alabastro,
bogando en el azul, la luna avanza;
y hay en la dulce palidez del astro
como mezcla de sueño y esperanza.

En el fondo sombrío,
con la adorable luz de su aureola,
halaga al triste pensamiento mío,
como una virgen pensativa y sola.

Divina y desolada,
envuelta en vago y luminoso velo,
al contemplar su púdica mirada,
creo ver una lágrima en el cielo.

Alma que sueña, aduna
a veces lo que canta y lo que llora:
la lágrima argentina de la luna
con lágrimas de oro de la aurora.

¡Oh pálida princesa!
Yo envidio la delicia
de la nube dorada que te besa
y del rayo de sol que te acaricia.

En las brumas de plata
que en tu beldad admira el Universo,
tiende su ala de amor la serenata,
sus cadencias y músicas el verso.

La armonía en tu alcázar tiembla y vuela;
y a tus luces divinas
esparce, melodiosa, Filomela
sus cascadas de perlas cristalinas.

COMO PALOMAS

Autor: Rubén Darío
(extracto de “Obras completas”, Ediciones Anaconda)

Como palomas tórnanse los tigres de la Hircania
ante la rubia Cipra que enciende el corazón;
ya se oye el ruido alegre del carro de Titania
que busca enamorada los besos de Oberón.

La fiesta de las rosas y el canto de los nidos
llenan los verdes campos y pueblan el vergel,
despiertan en las cumbres los pájaros dormidos
sobre las frescas hojas del lirio y del laurel.

¿Quién es esa que llega tan bella como Flora?
¿Quién es esa adorable divina emperatriz?
¿Quién es esa que tiene los labios de la Aurora,
la frente casta y pura como una flor de lis?

Cuando anda, riega lirios, y cuando mira, estrellas.
¡Quien su sonrisa viera para morir después…!
¡Quien fuera un bello príncipe para seguir sus huellas…!
¡Quién fuera un dios amante para besar sus pies…!

Un pájaro está triste por ella en la montaña,
porque sintió el perfume de la fragante flor.
La vió el cielo una noche magnífica y extraña,
y un astro está por ella muriéndose de amor.

A COLON

Autor: Rubén Darío
(extracto de “Obras completas”, Ediciones Anaconda)

¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América,
tu india virgen y hermosa de sangre cálida,
la perla de tus sueños, es una histérica
de convulsivos nervios y frente pálida.

Un desastroso espíritu posee tu tierra:
donde la tribu unida blandió sus mazas,
hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra,
se hieren y destrozan las mismas razas.

Al ídolo de piedra reemplaza ahora
el ídolo de carne que se entroniza,
y cada día alumbra la blanca aurora
en los campos fraternos sangre y ceniza.

Desdeñado a los reyes no dimos leyes
al son de los cañones y los clarines,
y hoy al favor siniestro de negros Reyes
fraternizan los Judas con los Caínes.

Bebiendo la esparcida savia francesa
con nuestra boca indígena semi-española,
día a día cantamos la Marsellesa
para acabar danzando la Caramañola.

Las ambiciones pérfidas no tienen diques,
soñadas libertades yacen deshechas.
¡Eso no hicieron nunca nuestros Caciques,
a quienes las montañas daban las flechas!

Ellos eran soberbios, leales y francos,
ceñidas las cabezas de raras plumas;
¡ojalá hubieran sido los hombres blancos
como los Atahualpa y los Moctezumas!

Cuando en vientres de América cayó semilla
de la raza de hierro que fue de España,
mezcló su fuerza heroica la gran Castilla
con la fuerza del indio de la montaña.

¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas
no reflejaran nunca las blancas velas;
no vieran las estrellas estupefactas
arribar a la orilla tus carabelas!

Libres como las águilas, vieran los montes
pasar los aborígenes por los boscajes,
persiguiendo los pumas y los bisontes
con el dardo certero de carcajes.

Que valiera más el jefe rudo y bizarro
que el soldado que en fango sus glorias finca,
que ha hecho gemir zipa bajo su carro
o temblar las heladas momias del Inca.

La cruz que nos llevaste padece mengua;
y tres encanalladas revoluciones,
la canalla escritora mancha la lengua
que escribieron Cervantes y Calderones.

Cristo va por las calles flaco y enclenque,
Barrabás tiene esclavos y charreteras,
y las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque
han visto engalanadas a las panteras.

Duelos, espantos, guerras, fiebre constante
en nuestra senda ha puesto la suerte triste:
¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,
ruega a Dios por el mundo que descubriste!

ABROJOS

Autor: Rubén Darío
(Extracto de “Obras completas”, Ediciones Anaconda)

ABROJO Nº 6

Puso el poeta en sus versos
todas las perlas del mar,
todo el oro de las minas,
todo el marfil oriental;
los diamantes de Golconda,
los tesoros de Bagdad,
los joyeles y preseas
de los cofres de un nabab.
Pero como no tenía
para hacer versos ni un pan,
al acabar de escribirlos
murió de necesidad.

ABROJO Nº 8

Vivió el pobre en la miseria,
nadie le oyó en su desgracia;
cuando fue a pedir limosna,
le arrojaron de una casa.
Después que murió mendigo,
le elevaron una estatua…
¡Vivan los muertos, que no han
estómago ni quijadas!

ABROJO Nº 12

¡Oh luz mía! Te adoro
con toda el alma;
tu recuerdo es la vida
de mi esperanza.
Corazón mío,
¡vieras con mi silencio
cuánto te digo!
Y con tus ansias
y tu silencio,
¡vieras, corazón mío,
cuánto sospecho!

ABROJO Nº 14

Yo era un joven de espíritu inocente.
Un día con amor le dije así:
escucha: el primer beso que yo he dado,
es aquel que te di…
Ella, entonces, lloraba amargamente
Y yo dije: ¡Es amor!
Sin saber que aquel ángel desgraciado
lloraba de vergüenza y de dolor.

ABROJO Nº 23

De lo que en tu vida entera
nunca debes hacer caso:
la fisga de un envidioso,
el insulto de un borracho,
el bofetón de un cualquiera
y la patada de un asno.

ABROJO Nº 25

¿Dar posada al peregrino?
A uno di posada ayer;
y hoy, prosiguió su camino,
llevándose a mi mujer.

ABROJO Nº 32

¡Advierte si fue profundo
un amor tan desgraciado,
que tuvo odio a un hombre honrado
y celos a un moribundo!

ABROJO Nº 47

Soy un sabio. Soy ateo;
no creo en Diablo ni en Dios…
(…pero, si me estoy muriendo,
que traigan el confesor).

ABROJO Nº 50

Una mañana de invierno
hallé en el suelo, aterido,
con el cuerpo todo trémulo
y alas húmedas, un mirlo.
“Hasta con las pobres aves
caridad.” Conque, cogílo,
busqué rastrojo, hice lumbre
y calenté al pajarito,
que abre los ojos, sacúdese,
vuela ya libre del frío
y se pierde entre las frondas
de los árboles vecinos.
¡Me miraron con horror
en mi pueblo! ¡Si se dijo
que yo pasaba mis ocios
asando pájaros vivos…!

ABROJO Nº 51

Se ha casado el buen Antonio,
y es feliz con su mujer,
pues no hay otra más hermosa,
ni más dulce, ni más fiel,
ni más llena de cariño,
ni más falta de doblez,
ni más suave de carácter,
ni más fácil de caer…

ABROJO Nº 55

Joven, acérquese acá.
¿Estima usted su pellejo?
Pues escúcheme un consejo,
que me lo agradecerá:
arroje su timidez
al cajón de ropa sucia,
y por un poco de argucia
dé usted toda su honradez.
Salude a cualquier pelmazo
de valer, y al saludar,
acostúmbrese a doblar
con frecuencia el espinazo.
Diga usted sin ton ni son,
y mil veces si es preciso,
al feo, que es un Narciso,
y al zopenco, un Salomón;
que al que tenga el juicio leso
o sea mal encarado,
téngalo usted de contado
que no se enoja por eso.
Al torpe déjele hablar,
sus torpezas disimule,
y adule, adule, adule
sin cansarse de adular,
como algo no le acomode,
chitón y a tragar saliva,
y en el pantano en que viva
arrástrese, aunque se enlode.
Y con que befe al que baje
y con que al que suba inciense,
el día en que menos piense
será usted un personaje.

RIMA Nº 5

Autor: Rubén Darío
(Extracto de “Obras completas”, Ediciones Anaconda)

Una noche
tuve un sueño…
Luna opaca,
cielo negro,
yo en un triste
cementerio
con la sombra
y el silencio.

En sudarios
medio envueltos,
descarnados
esqueletos
muy afables
y contentos,
mi visita
recibieron.

Indagaron
los sucesos
que pasaban
ese tiempo;
las maniobras
del ejército,
los discursos
del Congreso,
de la Bolsa
los manejos,
y reían
de todo eso.

Con sorpresa
supe de ellos
que gustaban
de los versos
que en mis dudas
y en los celos
a mi amada
siempre ofrezco.

¡Que sabían,
me dijeron,
ya la historia
de los besos…!
Y se hacían
muchos gestos
y ademanes
picarescos.
Y reían
con extremos
entre el ruido
de sus huesos.

En seguida
refirieron
que se siente
mucho hielo,
en las noches
del invierno,
en las fosas
de los muertos.

Despedíme.
¡Muy correctos
los saludos
que me hicieron!
Salí al campo.
Miré luego,
luna opaca,
cielo negro.

Muy ufano
dice el médico
que la causa
de estos sueños
se halla toda
por mis nervios
y en el fondo
del cerebro.

EL PRINCIPE

Autor: Niccolò Machiavelli
Traducción: Editorial Edaf, revisada por R.C. Piorno

1. Todos los Estados, todas las soberanías que tienen o que han tenido autoridad sobre los hombres, han sido y son, o repúblicas, o principados.

2. Los principados son, o hereditarios en una familia, cuyos antecesores han sido príncipes desde la Antigüedad, o bien, son nuevos sin estas condiciones.

3. Es preciso convenir desde luego en que es mucho menos difícil mantener los Estados hereditarios, acostumbrados a la familia de su príncipe, que los Estados nuevos.

4. Síguese, pues, que las dificultades más grandes se encuentran en el principado nuevo, al cual, podrá llamarse soberanía mixta, cuando no es nuevo absolutamente, sino como miembro incorporado a otra soberanía.

5. Todo nuevo príncipe se ve precisado a vejar más o menos a sus nuevos súbditos, ya sea con la permanencia de las tropas que necesita mantener en el país, ya con otra infinidad de incomodidades que acarrea siempre la nueva adquisición. Así es que este príncipe tiene por enemigos a todos aquellos que ha perjudicado con la ocupación del señorío, y no puede conservar en su amistad a los que lo han colocado en él; porque ni puede llenar las esperanzas que tenían concebidas, ni valerse abiertamente de medios violentos contra aquellos mismos a quienes debe estar reconocido.

6. Supongo desde luego que un soberano quiere reunir a sus antiguos dominios otro Estado nuevamente adquirido. Lo primero que se debe considerar es si este último confina con los otros, y se habla en ambos la misma lengua o no. En el primer caso, es muy fácil conservarlo, sobre todo si los habitantes no están acostumbrados a vivir libres; porque entonces, para asegurar la posesión, basta haberse extinguido la línea de sus antiguos príncipes y, por lo demás, conservar sin alteración sus usos y costumbres. De este modo se mantendrán tranquilos bajo el dominio de su nuevo señor, a no existir entre ellos y sus vecinos una antipatía nacional.

7. Las mayores dificultades se encuentran cuando en el país nuevamente adquirido, la lengua, las costumbres y las inclinaciones de los habitantes son diferentes de las de los súbditos antiguos: entonces, para conservarlo, se necesita tener tanta fortuna como habilidad y prudencia.

Uno de los arbitrios más eficaces y preferibles con que el nuevo soberano hará más durable y segura la posesión de semejantes Estados será fijar en ellos su residencia. De este medio se valió el turco respecto a Grecia; país que jamás hubiera podido mantener bajo su dominio, por más precauciones que hubiera tomado, si no se hubiese decidido a vivir en él.

8. Será otro modo excelente enviar colonias de súbditos antiguos a una o dos plazas, que serán como la llave del país conquistado.

9. Debe también el nuevo soberano de un Estado distante, y diferente al suyo, constituirse en defensor y jefe de los príncipes vecinos más endebles, y estudiar cómo ha de debilitar al Estado vecino que sea más poderoso; impidiendo sobre todo que ponga allí los pies cualquier extranjero que tenga tanto poder como él.

10. El príncipe que se hallase en este caso deberá atender únicamente a que sus nuevos amigos no tomen mucha fuerza, al paso que con sus tropas procurará debilitar y abatir a los fuertes y poderosos.

11. Con gran cuidado empleaban los romanos, en las provincias de que se hacían dueños, los medios que acabamos de apuntar. (…) Hicieron, pues, los romanos en esta ocasión lo que debe hacer todo príncipe prudente; el cual no solo acude al remedio de los males presentes, sino que también precave los que están por venir. Cuando los males se prevén anticipadamente, admiten remedio con facilidad; pero, si se espera a que estén encima para curarlos, no siempre se logra el remedio, haciéndose a veces incurable la enfermedad.

12. Por eso los romanos, que preveían los peligros antes que llegaran, se aplicaban a precaverlos con celeridad, sin dejarlos agravarse o empeorarse por evitar una guerra. Sabían muy bien que una guerra en amago, al fin no se evita, sino que se dilata, con gran ventaja siempre del enemigo. Ajustados a estos principios, decretaron prontamente la guerra contra Filipo y contra Antíoco en Grecia, por no tener que defenderse de estos mismos soberanos en Italia.

13. Es tan natural como común el deseo de adquirir, y los hombres más bien son alabados que reprendidos cuando pueden contentarlo; pero aquel que solo tiene deseos y carece de medios para adquirir, es un ignorante y digno de desprecio. Si el rey de Francia podía con sus propias fuerzas atacar al reino de Nápoles, debía hacerlo; pero si no podía, al menos no lo debía dividir; pues aunque el repartimiento de Lombardía con los venecianos merezca alguna excusa, porque estos le habían proporcionado el medio de entrar en Italia, el repartimiento de Nápoles solo merece censura, porque no había motivo que lo aconsejara.

14. Tres medios tiene el conquistador para conservar los Estados adquiridos (…) y que están acostumbrados a gobernarse por sus leyes particulares, bajo un gobierno liberal: el primero, es destruirlos; el segundo, fijar su residencia en ellos; y finalmente, dejarles sus leyes, exigirles un tributo y constituir un gobierno, compuesto por un corto número de personas de confianza que mantengan en paz el país.

15. Cualquiera, pues, que llegue a hacerse dueño de una ciudad acostumbrada a gozar de su libertad y no la destruya, debe temer que será destruido por ella. Le servirá de bandera en todas sus revoluciones el recuerdo de sus antiguos fueros y el grito de la libertad, que no se borra con el transcurso del tiempo ni por recientes beneficios; de manera que, por más precauciones que se tomen, no dividiendo o dispersando a los habitantes, nunca se desarraigará de su corazón, ni soltará su memoria el nombre de libertad, y la inclinación a sus antiguas instituciones; estando por lo mismo prontos todos a reunirse para recobrarla en la más propicia ocasión.

16. Pero cuando las ciudades o las provincias están acostumbradas a vivir sujetas a un príncipe, cuya dinastía se haya extinguido, como ya están acostumbradas a la obediencia, y por otra parte privadas de su soberano legítimo, no son capaces de avenirse para elegir otro nuevo, no tienen disposición para llegar a proclamarse libres; siendo, por consiguiente, más lentas y remisas en tomar las armas, y presentando al príncipe nuevo más medios de granjearse su amor, al paso que afianza la posesión del territorio.

En las repúblicas es, por el contrario, más fuerte y activo el aborrecimiento, y más vivo el deseo de venganza; y la memoria de su libertad antigua no les deja ni puede dejar un solo momento tranquilo, de suerte que los medios más seguros de conservarlas son o destruirlas o fijar en ellas su residencia.

17. Como mi objeto es escribir para aquellos que juzgan sin preocupación, hablaré de las cosas como son en realidad, y no como el vulgo se las pinta.

Se figura a veces la imaginación repúblicas y gobiernos que nunca han existido; pero hay una distancia tan grande del modo como se vive al como deberíamos vivir, que aquel que reputa por real y verdadero lo que sin duda debería serlo, y no lo es por desgracia, corre a una ruina segura e inevitable. Así que no temeré decir que el que quiera ser bueno absolutamente con los que no lo son, no podrá menos de perecer tarde o temprano. Por esto, el príncipe que desee serlo con seguridad, debe aprender a no ser siempre bueno, sino a ser lo que exijan las circunstancias y el interés de su conservación.

LA LUNA ERA MI TIERRA

Autor: Enrique Araya

1. Tengo cinco años. Mi cuerpo es flaco y la cabeza le queda grande. Mi delgado pescuezo apenas la resiste.

Mis grandes orejas, casi perpendiculares a los planos laterales, semejan aletas de pescado. Mis ojos pequeños tienen una mirada lánguida de animal enfermo. El pelo negro y crespo termina por diferenciarme totalmente de los ángeles de las estampas que me regalan los domingos en la iglesia.

2. Dormía en el cuarto de mis padres y, mientras ellos y mis hermanos comían, yo estaba en mi lecho, adormecido, mirando siempre un cuadro, con la imagen de una virgen azul pintada sobre seda.

¡Cuán placenteros sonaban en mi alma el ruido de los cubiertos y los platos en el comedor; el de algún cajón al cerrarse; el murmullo de las conversaciones o las campanadas del reloj mural!

Esos sonidos domésticos me hacían tener conciencia del abrigo y seguridad del hogar. En él estaba mi padre, fornido y valiente. En el cajón de su ropero, la niquelada pistola, cargada con ocho balas; la misma con que mató una mañana, en “Valle Fértil”, un gato montés, vaciándole ambos ojos de un solo disparo.

¿A quién o a qué temer? A nadie ni nada. Podía soñar. Plácidamente, mientras mi conciencia se iba hundiendo en sombras, mi imaginación tejía gratas historias. Algunas noches, sin embargo, ella se emboscaba en tétricos parajes, pletóricos de dragones, ánimas y brujas.

3. Viviríamos en casa de mis tíos Solar, mientras mi padre se restablecía en la capital. Ese mismo día viajamos varias horas en coche de caballos y en ferrocarril, hasta llegar a La Serena.

Mis tios Solar, como los denominamos hasta hoy, formaban una familia integrada por don Emiliano, doña Josefina y doña Isabel, todos solterones, de setenta, sesenta y ocho, y sesenta y cinco años, respectivamente. (…) Se pasaban la vida ordenando el inmenso caserón, remendando sus ropas interiores, bordando, visitando a sus relaciones y rezando. Vivía con ellas una sobrina, Julia Solar, de cuarenta años en esa época, soltera, de gruesos anteojos y pelirroja, que hacía del “pelambre” su profesión habitual.

(…) Una gran parte de las oraciones se elevaban al cielo (…) con el fin de solicitar un novio para Julia. Ésta, por su parte, rogaba a Dios, con insistente majadería, le concediera ese don.

Los ruegos fueron desoídos y ella permanece célibe hasta hoy. No podía Dios, para complacer a la familia Solar – por virtuosa que fuese-, sacrificar a otro cristiano en forma tan despiadada, entregándolo en brazos de Julia.

4. En las mañanas, en cuanto despertaban, mis hermanos se metían en el lecho de Julia, a conversar. Yo no disfrutaba de ese placer, porque no habiendo sido invitado, al principio, consideré prudente abstenerme después. Esta privación del lecho de Julia fue uno de los primeros sinsabores por desprecio que padecí en mi vida. No me interesaba su compañía; pero el hecho de ser excluido hirió mi vanidad, mi amor propio.

Con el transcurso de los años, he observado que las tristezas derivadas de la vanidad herida son tan absurdas e infundadas como aquellas de mi infancia por no participar del lecho de una solterona.

5. Ignoro si antes de llegar a La Serena padecía yo de estreñimiento; mas no recuerdo haber sentido molestias, ni haber sido fastidiado por nadie en relación con mi tubo digestivo. Sin embargo, mis tías Solar diagnosticaron que yo era “estítico” y me recetaron lavados intestinales de agua fría.

Día por medio, a eso de las cuatro de la tarde, estas abnegadas señoritas me llevaban al dormitorio, y en tanto que una sostenía el irrigador, la otra me introducía el bitoque envaselinado. Después, una levantaba lo más posible el recipiente con el agua y la otra cuidaba de retener el bitoque para impedir que se saliera. Entraba el líquido helado, produciéndome la sensación más desagradable.

No obstante, el respeto que me inspira la memoria de mis venerables tías, me he visto asaltado, a veces, por la duda innoble de si las impulsaría en este celo de limpieza intestinal, un reprimido y desviado ímpetu de sexualidad latente.

¿Por qué – me he preguntado- se preocupaban con tanto esmero en vaciar a menudo mis intestinos? ¿A qué se debía que una vez fuera la tía Josefina la que maniobraba en el bitoque, y la otra, mi tía Isabel? ¿Por qué no se especializaron en sus funciones, una en el irrigador y la otra en el bitoque?

Mal podría atribuir caracteres de certidumbre a esta hipótesis sobre los móviles que las impulsaban a preocuparse tanto de mi correcta evacuación. Sólo sé que desarreglaron mi función digestiva y padecí mucho tiempo de estreñimiento.

6. En cuanto estuvimos vestidos y cargados con nuestros bolsones estudiantiles, partimos al colegio por primera vez en la vida, tomados de la mano de nuestra madre.

7. Me veo sentado en una sala cuyo piso es un plano inclinado. En la cubierta del escritorio tengo mi estuche y el libro de Historia Sagrada.

La madera del estuche y los lápices exhalan un perfume nuevo para mí. El olor de la goma de borrar y su contextura blanduzca como un queso, me dan apetito, y la masco.

En las paredes hay varios grabados con escenas de la Historia Sagrada. Uno de ellos representa la tentación. Bajo el árbol del Bien y del Mal, Adán y Eva deliberan; en el tronco está enroscada una serpiente.

El profesor, un sacerdote blanco y con mejillas muy rojas, explica su primera lección. Dice:

-Y en el maravilloso Jardín del Edén puso Dios a Adán y le enseñoreó de todo, de los animales, de los árboles y sus frutos. Y Adán andaba desnudo y no sentía frío y las fieras no le dañaban.

Me parece encantadora la temperatura del Edén. Imagino que Adán no sería capaz de hacer esa gracia de andar desnudo y no sentir frío en nuestra sala de clases (…).

El profesor continúa:

-Pero Adán estaba muy solo y el Creador resolvió darle una compañera. Mientras dormía, de su costilla sacó a Eva.

Pienso que esta ascendencia de la mujer explica en cierto modo su debilidad física.

-Pero Dios le puso una sola prohibición: que no comieran del árbol del Bien y del Mal.

Esto me inquieta. Por experiencia propia, sé que las cosas prohibidas tiene una especial atracción.

-Y la serpiente dijo a Eva: “Comed el fruto del árbol del Bien y del Mal y seréis como Dios”.

Supongo que Eva no será tan torpe como para seguir los consejos de un animal.

-Y Eva dijo a su compañero: “Si comemos de este fruto, seremos como Dios”.

Estoy cierto que Adán no dará crédito a la gratuita afirmación de su mujer. He observado que mi padre desconfía, por principio, de los proyectos de mi madre, y, en todo caso, los analiza y refuta si así lo aconseja su sano criterio.

-Y Adán se dejó convencer por Eva y ambos comieron del fruto prohibido.

Siento desprecio por un individuo tan ingenuo y le deseo que se arruine por deschavetado.

El profesor continúa sus explicaciones, pero mi interés ha decaído y no escucho sus palabras. (…) A mi padre no lo habrían embaucado con una mentira tan burda. ¡Y todavía una serpiente! El ni siquiera le hubiera dado tiempo para articular una sílaba. Junto con verla, la habría atacado. Recuerdo que varias veces mi padre tropezó con culebras en el bosque cercano a la casa de “Valle Fértil”, y siempre las aniquiló a bastonazos o patadas.

8. Todas las clases, excepto las de Religión, eran hechas por monjas.

La enseñanza de la caligrafía estaba a cargo de Sor Angela, bellísima. Sus ojos celestes los pintó Dios con el mismo pomo con que coloreó el cielo. De esto no me cabe la menor duda, pues de otra manera no se explica la identidad de tonos.

(…) La madre recorre la sala, por entre las filas de los bancos, observando el trabajo de los niños. Se ha detenido a mi lado. Yo no me muevo y procuro seguir dibujando las letras; pero no puedo, porque ella está muy cerca y en la página de mi cuaderno hay un resplandor que me ciega: es la luz de su mirada.

-Eustaquio, escriba –dice suavemente.

Adopto actitudes que manifiestan mi propósito de obedecer.

Después de mucho, logro poner la punta del lápiz sobre la superficie del papel; pero el trazo es zigzagueante y nada tiene de semejante al de la pizarra, que trata de imitar.

Sor Angela se inclina, y, tomando mi mano, dice:

-Yo le ayudaré.

Al sentir la tibieza de su mano, mi corazón late veloz y el rostro está ardiente.

Ella guía mi lápiz, y la palabra está creada; pero yo no puedo leerla, porque he olvidado todo: mi nombre y el de todos los seres.

-Así se hace, Eustaquio.

Ella suelta mi diestra y me alegro. ¡Tanta emoción me dañaba!

9. Por esos años llegaron a nuestra casa dos tías abuelas de mi madre: Clorinda y Amelia.

Al llegar se nos explicó que eran las tías abuelas; yo no entendí el parentesco y ahora mismo tengo que deliberar para saber con precisión qué lazo sanguíneo es éste.

Ellas eran, para mí, dos sillones antiguos que pasaron de la casa de mi tío Victorino a la nuestra porque desentonaban en aquélla.

Don Victorino ya tenía hijas casaderas que empezaban a dar sus fiestecitas con jóvenes, y no era posible, sin grave riesgo de ahuyentar a los pretendientes, conservar estos desvencijados sillones-señoras en medio del moderno mobiliario (…).

Eran muy pequeñas, vestían siempre de negro, de pies a cabeza; una era alba como la luna; la otra, obscura como la noche.

A las cinco de la madrugada emergían de su dormitorio, sigilosas como dos sombras escapadas de la noche, que se lanzaban a luchar contra el día.

Jamás podré recordar la forma que tenían sus dos únicos vestidos. Sólo sé que carecían de adornos y no dejaban visibles a las miradas humanas más que las manos y el rostro. (…)

Al amanecer, cuando partían a la Iglesia a rogar por las ánimas del Purgatorio, eran aún más obscuras, pues llevaban, ante sus rostros, velos negros y espesos.

Volvían de la Iglesia cerca de las diez de la mañana; o sea, estaban trabajando, en ayunas, por las ánimas dolientes, alrededor de cinco horas.

LA LUNA ERA MI TIERRA

Autor: Enrique Araya
Nacionalidad: Chileno
Publicación: 1948

En La Luna era mi Tierra, el protagonista y narrador de la Obra, Eustaquio, se cría al alero de una familia de clase media, aburguesada y conservadora, cuya crianza acomodada atrofia su capacidad resolutiva para convertirse en adulto, debiendo lidiar con expectativas familiares y sociales que pondrán a Eustaquio a dudar de su capacidad para convertirse en un hombre y padre de familia.

La novela comienza con un Eustaquio adulto en apariencia, quien, con esposa e hijos, y tras varios años ya de haber abandonado sus estudios de Derecho en la Universidad, los retoma con la esperanza de que un título de Abogado lo ayudará a salir de las estrecheces económicas que enfrenta. Así las cosas, sin dinero para pagar la cuenta de electricidad, a la luz de una vela, Eustaquio se dispone a estudiar el libro “Sucesión por causa de muerte” como parte de su currículum académico; pero en vez de eso, procrastina, recordando pasajes de su vida y las circunstancias que lo han llevado al incierto punto en el que se encuentra.

Si bien la narración de la novela en un principio resulta graciosa y divertida, deja de serlo (al menos para mí) cuando el protagonista se aventura a tener una familia que depende de él, quedando de manifiesto su incapacidad para obrar con responsabilidad, en contraste con el referente paterno de su niñez.

Superado Eustaquio por la demoledora realidad que lo aprisiona, finalmente regresa al presente, a la habitación en penumbras en la que se encuentra, y su libro abierto …aún sin leer. Y es que el presente se le presenta tan abrumador a Eustaquio que no lo soporta, y su mente colapsa y divaga a un lugar lejano: la «Luna», un refugio donde no existen presiones, ni tiempo ni dinero.

Si el lector desea averiguar el desenlace de Eustaquio sugiero leer la trilogía completa publicada por la editorial Origo Ediciones (2012) titulada Las Tres Lunas, en la cual, La Luna era mi Tierra corresponde al primer libro escrito por el autor, al que posteriormente le siguieron dos secuelas: La otra cara de la Luna (1966) y Siempre en la Luna (1986).

VER FRAGMENTOS DE «LA LUNA ERA MI TIERRA»

UN MUNDO FELIZ

Autor: Aldous Huxley
Traductor: Ramón Hernández

1. Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Sobre la entrada principal se lee: “Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres”, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.

La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el norte. Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las ventanas buscando ávidamente alguna figura yacente amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que cristal, el níquel y la brillante porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a la invernada. Las batas de los trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las manos embutidas en guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era helada, muerta, fantasmal. Sólo de los amarillos tambores de los microscopios, lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos que seguían la larga perspectiva de las mesas de trabajo.

– Y ésta – dijo el director, abriendo la puerta – es la Sala de Fecundación.

Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos fecundadores se hallaban entregados a su trabajo, cuando el director de incubación y condicionamiento entró en la sala, sumidos en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el distraído canturreo o silbar solitario de quien se halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de estudiantes recién ingresados, muy jóvenes, rubicundos e imberbes, seguían con excitación, casi abyectamente, al director, pisándole los talones. Cada uno llevaba un bloc de notas, donde garrapateaban desesperadamente cada vez que el hombre decía algo. Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un raro privilegio. El DIC de la central de Londres tenía siempre un gran interés en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos departamentos.

– Sólo para darles una idea general – les explicaba.

Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si habían de llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si habían de ser buenos y felices miembros de la sociedad, a ser posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios. No son los filósofos sino los que se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos los que constituyen la columna vertebral de la sociedad.

– Mañana – añadió, sonriéndoles con campechanía un tanto amenazadora – empezarán ustedes a trabajar en serio. Y entonces no tendrán tiempo para generalidades. Mientras tanto…

Mientras tanto, era un privilegio. Directamente de los labios de la ciencia personificada al bloc de notas. Los muchachos garrapateaban como verdaderos locos.

Alto y más bien delgado, muy erguido, el director paseó por la sala. Tenía el mentón largo y saliente, y unos dientes grandes, apenas cubiertos por unos labios gruesos. ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Cincuenta y cinco? Hubiese sido difícil decirlo. En todo caso la cuestión no llegaba siquiera a plantearse; en aquel año de estabilidad, el 632 después de Ford, a nadie se le hubiera ocurrido preguntarlo.

– Empezaré por el principio – dijo el director.

Y los más celosos estudiantes anotaron la intención del director en sus blocs de notas: “Empieza por el principio”.

– Esto – siguió el director, con un movimiento de la mano – son las incubadoras.

Y abriendo una puerta aislante les enseñó hileras y más hileras de tubos de ensayo numerados.

– La provisión semanal de óvulos – explicó – conservados a la temperatura de la sangre; en tanto que los gametos masculinos – y al decir esto abrió otra puerta – deben ser conservados a treinta y cinco grados de temperatura en lugar de treinta y siete. La temperatura de la sangre esterilizada.

– Los moruecos envueltos en termógeno no engendran corderillos.

Sin dejar de apoyarse en las incubadoras, el director ofreció a los nuevos alumnos, mientras los lápices se deslizaban atropelladamente por las páginas, una breve descripción del moderno proceso de fecundación. Primero habló de sus prolegómenos quirúrgicos, “la operación voluntariamente sufrida para el bien de la sociedad, aparte el hecho de que entraña una prima equivalente al salario de seis meses”. Prosiguió con unos datos sobre la técnica de conservación de los ovarios extirpados; pasó a hacer algunas consideraciones sobre la temperatura, salinidad y viscosidad óptimas; prendidos y maduros. Después, acompañando a sus alumnos a las mesas de trabajo, les enseñó cómo se retiraba aquel “licor” de los tubos de ensayo; cómo se vertía, gota a gota, sobre placas de microscopio especialmente caldeadas; cómo los óvulos que contenían eran inspeccionados en busca de posibles anormalidades, contados y trasladados a un recipiente poroso; cómo (y para ello los llevó al lugar donde se realizaba la operación) este recipiente era sumergido en un líquido caliente que contenía espermatozoides en libertad, a una concentración mínima de cien mil por centímetro cúbico, según hizo constar con insistencia; y cómo, al cabo de diez minutos, el recipiente era extraído del líquido y su contenido volvía a ser examinado; cómo, si algunos de los óvulos seguían sin fertilizar, era sumergido de nuevo y, en caso necesario, una tercera vez; cómo los óvulos fecundados volvían a las incubadoras, donde los Alfas y los Betas permanecían hasta que eran definitivamente embotellados, en tanto que los Gammas, Deltas y Épsilones era retirados al cabo de sólo treinta y seis horas, para ser sometidos al método Bokanovsky.

– El método de Bokanovsky – repitió el director.

Y los estudiantes subrayaron estas palabras.

Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Pero un óvulo bokanovskificado prolifera, se subdivide. De ocho a noventa y seis brotes, y cada brote llegará a formar un embrión perfectamente constituido, y cada embrión se convertirá en un adulto normal. Una producción de noventa y seis seres humanos donde antes sólo se conseguía uno. Progreso.

2. “Guardería infantil. Sala de Condicionamiento NeoPavloviano”, anunciaba el rótulo de la entrada.

El director abrió una puerta y entraron en una vasta estancia vacía, muy brillante y soleada porque toda la pared orientada hacia el sur era un cristal de parte a parte. Media docena de enfermeras, con pantalones y chaquetas de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias también blancas, disponían jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables querubines, pero no exclusivamente rosados y arios bajo aquella luz brillante, sino también luminosamente chinos y mejicanos y hasta apopléjicos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la muerte, como la póstuma blancura del mármol.

Cuando el DIC (director) entró, las enfermeras se cuadraron rápidamente.

– Coloquen los libros – ordenó el director.

En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.

– Y ahora traigan a los niños.

Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela metálica y un crío de ocho meses cada uno. Todos eran exactamente iguales, como correspondía a un grupo Bokanovsky, y todos vestían de color caqui porque pertenecían a la casta Delta.

– Pónganlos en el suelo.

Los carritos fueron descargados.

– Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores y los libros.

Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.

El director se frotó las manos.

– ¡Estupendo! – exclamó -. Ni hecho a propósito.

Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas ilustradas de los libros. El director esperó hasta verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo:

– Fíjense bien.

La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos al otro extremo de la sala bajó una pequeña palanca.

Se produjo una violenta explosión. Cada vez más aguda, empezó a sonar una sirena. Los timbres de una alarma se dispararon ruidosamente.

Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron en chillidos; sus rostros aparecían convulsos de terror.

-Y ahora – gritó el director porque el estruendo era ensordecedor-, pasaremos a reforzar la lección con un pequeño electroshock.

Volvió a hacer una señal con la mano y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo casi demencial en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecitos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a un calambre.

– Podemos electrificar toda esta zona del suelo – gritó el director, como explicación -. Pero ya basta – e hizo otra señal a la enfermera.

Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron y el zumbido de la sirena disminuyó de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados volvió a convertirse en un llanto normal inspirado por el miedo.

– Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.

Las enfermeras obedecieron, pero ante la proximidad de las rosas, a la sola vista de las alegres y coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se apartaron con horror, y el volumen de sus llantos aumentó súbitamente.

– Observen – dijo el director, en tono triunfal -. Observen.

Libros y ruidos fuertes, flores y descargas eléctricas: en la mente de aquellos niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la naturaleza no puede separarlo.

– Crecerán con lo que los psicólogos solían llamar un odio “instintivo” hacia los libros y las flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y la botánica para toda su vida -.

El director se volvió a las enfermeras:

– Llévenselos.

Llorando todavía, los niños vestidos de caqui fueron cargados de nuevo en los carritos y retirados de la sala, dejando tras de sí un olor a leche agria y un agradable silencio.

UN MUNDO FELIZ

Autor: Aldous Huxley
Nacionalidad: Inglés
Título original: Brave New World

En el año ‘73 después de Henry Ford (ó año ’73 de la era Fordiana), el planeta Tierra, llamado Utopía, estrena un nuevo orden o Sistema imperante: el del progreso; este progreso se basa en la estabilidad social y la sustentabilidad, para lo cual, casi todas las actividades humanas productivas son controladas con tecnología avanzada y mediante procesos parametrizados y automatizados, en los cuales, el ser humano, es un peón más del engranaje sistémico-tecnológico, cumpliendo roles asignados antes de nacer. Y para que este Orden mundial se preserve, en pos del progreso y la tan “saludable” estabilidad social, un “selecto” grupo de seres humanos, fundadores y adeptos al nuevo Orden, ha determinado que los seres humanos sean producidos ya no más por medio de mujeres parturientas, sino in vitro, clasificándolos en letras (alfas, betas, gamas, deltas, épsilones) que indican el tipo de trabajo que efectúan dentro de la sociedad; para esto, y a través de un estricto control, tanto de la fecundación (in vitro) y de la natalidad (métodos anticonceptivos), los seres humanos antes y después de nacer son condicionados para amar sus trabajos y la vida que el Sistema les permite tener; incluso, desde niños, los seres humanos son erotizados para fomentar la libre expresión de la lívido, permitiéndoseles una vida sexual activa sin escatimar en promiscuidad, de esta forma se pretende que el ser humano satisfaga todas aquellas necesidades que, de ser reprimidas, ocasionarían un descontento que encausaría en desestabilización social. Pero, incluso en un mundo tan “perfecto” y controlado como Utopía, los seres humanos tienen un inherente riesgo de sentir disminuidas sus energías y tender a la depresión o a filosofaciones existenciales peligrosas para la estabilidad social y perfección que ésta busca; de modo que, para evitar pensamientos ociosos y disidentes, existe el Soma, un sucedáneo del alcohol y varias otras drogas juntas (pero sin los efectos indeseables de éstas, como mareos, dolor de cabeza, visión y sentidos disminuidos), y que al beberlo se siente euforia y plenitud, todos los problemas se relativizan y desvanecen para sentirse nuevamente muy cómodos y satisfechos en la perfección social que los gobierna.

¿Puede obtenerse una sociedad feliz a partir de un control casi absoluto de los factores que afectan directa e indirectamente el comportamiento humano, de manera que su ordenamiento sociopolítico, económico, territorial y demográfico, sean rentables y sustentables para todas las partes de la ecuación, en términos de felicidad, evolución y armonía entre mente, cuerpo y espíritu? La respuesta dependerá del concepto de felicidad que cada individuo tenga, de los estándares y umbrales de tolerancia al sufrimiento, del sentido de trascendencia que cada quien tenga y principalmente del concepto de felicidad que los líderes incógnitos, que gobiernan al mundo, tengan y quieran traspasar a sus gobernados. Huxley, en Un mundo Feliz, no ve con buenos ojos el rumbo hacia el cual el ser humano está siendo llevado en nombre de la «modernidad», y al igual que tantos escritores, filósofos y personas anónimas que se han detenido en el camino para observar hacia dónde van sus vidas y la sociedad que los arrastra, también se hace parte de la crítica profunda y argumentada.

Un Mundo Feliz es un clásico de la literatura moderna y una obra ampliamente analizada bajo la lupa histórica, política y psicosocial, con críticas y caricaturas de personajes histórico-políticos; es una obra compleja y de un humor negro para criticar a un Sistema que pretende controlar la estabilidad social anulando el valor del ser humano como individuo pensante.

Un extracto del prólogo de esta Obra, escrito por el mismo Huxley es, tal vez, la razón inspiradora de su creación y la idea madre, en la mente del autor, que da a luz a Un Mundo Feliz:

“…Si ahora tuviera que volver a escribir esta obra, ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópicos y primitivos de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del Mundo Feliz, que viviría en una especie de reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, al igual que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como sucede en la actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente e inteligente del fin último del hombre, el conocimiento unitivo del tao o logos inmanente, la trascendente divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de alto utilitarismo, en el cual el principio de la máxima felicidad sería supeditado al principio del fin último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida sería: “¿Hasta qué punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del mayor número posible de otros individuos, del fin último del hombre?”.»

 

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EL SIGNO DEL GATO

Autor: Ray Bradbury
Traductor: Marcial Souto

EL SIGNO DEL GATO

1. No todas las noches, al circular por Millpass, la ruta 9 californiana, esperas divisar un gato en el carril central. (…) Sin embargo, allí estaba la pequeña criatura, limpiándose con afán, cuando sucedieron dos cosas:

Un coche que viajaba hacia el este a gran velocidad se detuvo.

Al mismo tiempo, un descapotable mucho más rápido, que iba hacia el oeste, casi reventó los neumáticos al parar en seco.

Las puertas de ambos coches se abrieron al unísono.

El pequeño animal siguió allí tranquilo mientras de un lado llegaba el golpeteo de unos tacones altos y del otro el aporreo de unos zapatos de golf.

Casi chocando por encima de la criatura que se estaba lamiendo, un joven guapo y una joven más que guapa se inclinaron y alargaron el brazo.

Las dos manos tocaron el gato al mismo tiempo.

El gato era una bola caliente y redonda de terciopelo con bigotes entre los que miraban dos grandes ojos amarillos y asomaba una lengua pequeña y rosada.

El gato ensayó una tardía expresión de sorpresa mientras ambos viajeros miraban dónde habían puesto las manos sobre aquel cuerpo.

– ¡No, no hagas eso! –exclamó la joven.
– ¿Qué no haga qué? –exclamó el joven.
– ¡Suelta mi gato!
– ¿Desde cuando es tuyo?
– Yo he llegado primero.
– Hemos llegado al mismo tiempo.
– No.
– Sí.

2. – Mi gato murió.
– También el mío –respondió él

Eso hizo que aflojaran la presión sobre el animal.

– ¿Cuándo? –preguntó ella.
– El lunes – contestó él.
– El viernes pasado – dijo ella.
Reacomodaron las manos sobre la pequeña criatura; ahora más que apretarla, la tocaban.

3. – Por allá hay una cafetería. Veo las luces. ¿Por qué no vamos a tomar un café y a discutir el futuro?
– No hay futuro sin mi gato –dijo ella.
– Tampoco sin el mío. Vamos. Sígueme.

Ella retrocedió, subió al coche y lo siguió por la carretera.

4. Entraron en la cafetería vacía, se sentaron en un reservado y pusieron el gatito sobre la mesa entre ellos. (…)

– Bueno, aquí estamos –dijo el joven-. ¿Cuánto va a durar esto? ¿Vamos a hablar toda la noche?

La camarera seguía allí adelante.

– Lo siento, estamos a punto de cerrar –dijo. (…)
– ¿Existe por aquí algún otro sitio adonde podamos ir a hablar? –dijo el joven.

La camarera señaló con la cabeza hacia la ventana.
– Hay un hotel allá abajo. No les molestan las mascotas.

Eso hizo que los dos jóvenes casi saltaran de la silla.

Diez minutos más tarde entraban en el hotel. (…)

– Qué estúpido es todo esto –dijo ella-, dejarme traer aquí por la propiedad de mi gato.
– Todavía no es tuyo –dijo el joven.
– No falta mucho –dijo ella mirando hacia la recepción.

5. – Si necesitamos descansar mientras hablamos, dejemos que el gato ocupe el centro de la cama mientras nos quedamos acostados a los lados, vestidos, discutiendo el problema. El primero hacia el que se mueva el gato, eligiéndolo como futuro dueño, se lo lleva. ¿De acuerdo?
– Te guardas un as en la manga –dijo ella.
– No –dijo él. Aquel hacia el que vaya el gato será su dueño.

6. Se quedó un instante mirando el techo y después dijo:
– Qué rara relación tenemos con los gatos. Cuando era niño, mis abuelos nos ordenaron a mí y a mis hermanos que ahogáramos una camada de gatitos. Salimos y ellos obedecieron, pero yo no aguanté aquello y me escapé.

Hubo un largo silencio.

Ella miró el techo y dijo:
– Gracias a Dios.

7. Los dos se quedaron boca arriba, estudiando el techo.
– Necesito decirte algo –admitió ella un rato después-, algo que he estado posponiendo porque parece una petición especial.
– ¿Petición especial? –preguntó él.
– Bueno –dijo ella-, en casa, en este mismo momento, tengo un trozo de tela que he cortado y cosido para mi gatito que murió hace una semana.
– ¿Qué clase de tela es esa? –preguntó el joven.
– Es…-dijo ella-. Es un pijama para gato.
– Ay, Dios mío –exclamó él-. Has ganado. Este pequeño animal es tuyo.
– ¡No, claro que no! –exclamó ella-. No es justo.
– Cualquier persona –dijo el joven- que fabrique un pijama para ponérselo a un gato merece ser el ganador de la competición. Este individuo es tuyo.
– No puedo hacer eso –dijo la joven.
– Ha sido un placer –dijo él.

Se quedaron un largo rato en silencio.

– La verdad es que no eres tan malo –dijo ella al fin
– ¿Tan malo como qué?
– Como pensé cuando te vi por primera vez
– ¿Qué es ese sonido? –preguntó él.
– Me parece que estoy llorando –dijo ella.
– Durmamos un rato –sugirió él por último.

La luna bajó por el techo.

Salió el sol.

Él estaba acostado en su lado de la cama, sonriendo.

Ella estaba acostada en su lado de la cama, sonriendo.

El gatito descansaba sobre la almohada entre ellos.

Por fin, mirando la luz del sol en la ventana, la joven preguntó:
– ¿El gatito se ha movido hacia algún lado para señalar a cuál de los dos va a pertenecer?
– No –dijo el joven, sonriendo-. El gato no se ha movido. Pero sí.

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NOCHES BLANCAS

Autor: Fiódor Dostoyevski
Traducción: Rafael Cansinos Assens

1. “Era una noche prodigiosa, una noche de esas que quizás sólo vemos cuando somos jóvenes, lector querido. Hacía un cielo tan hondo y tan claro, que, al mirarlo, no tenía uno más remedio que preguntarse, sin querer, si era verdad que debajo de un cielo semejante pudiesen vivir criaturas malas y tétricas. Cuestión ésta que, a decir verdad, sólo se la puede uno plantear cuando es joven, muy joven, querido lector”.

2. Ya desde por la mañana habíase apoderado de mí una rara disposición de ánimo. Tenía la impresión de que yo, ya sin eso, tan solo, había de verme abandonado de todo el mundo, que todos habían de apartarse de mí. (…) Durante tres días hubo de torturarme una extraña inquietud, hasta que, finalmente, logré descubrir su causa. No me sentía bien en la calle, (…) y tampoco en casa me encontraba a gusto; así que apenas si me conocía a mí mismo. Dos tardes las invertí en indagar qué sería lo que me faltaba a mí entre las cuatro paredes de mi casa, pero inútilmente. ¿Por qué me sentía yo tan disgustado en ella?

3. Parecíanme que todo el mundo se levantaba, y formado en caravanas, salía de la ciudad, y que Petersburgo se transformaba en un desierto, de suerte que yo sentía un bochorno enorme y me daba por ofendido y, naturalmente, me ponía también de mal humor, pues yo era el único de todos sus habitantes que no tenía posibilidad, ni tampoco razón alguna, para salir a veranear. Y eso que yo estaba dispuesto a montar en cualquier carretilla y a acompañar a todo individuo que subía en un droschki, sólo que ninguno de ellos se dignaba invitarme.

4. Yo daba frecuentes y largos paseos por las calles, de suerte que, según mi costumbre, me llegaba a olvidar de adonde iba.

5. Regresé ya tarde a la ciudad, y daban ya las diez al aproximarme yo a mi casa. Mi camino seguía la dirección del canal, donde a esa hora no suele haber ya nadie. Verdaderamente vivo yo en un barrio muy tranquilo y remoto. Yo iba andando y cantando, pues cuando me siento feliz, no tengo más remedio que ponerme a tararear alguna tonadilla, como todo hombre dichoso que no tiene amigos ni conocidos ni ser alguno con quien compartir sus momentos de alegría. Pero he aquí que, de pronto,  en aquella noche hube de verme envuelto en una sorprendente aventura».

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NOCHES BLANCAS

Autor: Fiódor Dostoyevski
Nacionalidad: Ruso
Título original: Biélie nochi

Es una noche de verano en San Petersburgo (Rusia), y el protagonista principal, narrador anónimo de Noches Blancas, un hombre de unos treinta años, luego de su rutinario y solitario paseo por la ciudad, paseo que aquél día se extiende más allá de los límites urbanos y que, como es de costumbre, origina en él múltiples preguntas y reflexiones sobre su vida, camina de regreso a casa bordeando las aguas del río Fontanka tarareando alguna melodía en señal de felicidad por el agradable paseo vivido.

No obstante, en su camino de regreso, el protagonista ve su rutinario paseo nocturno interrumpido por un suceso nuevo y extraño: una joven llora, apoyada en la baranda que bordea el canal, concentrada en sus pensamientos y con la mirada puesta en el pasar de las aguas del río, quizás, piensa el protagonista, con la intención de poner fin a su pena lanzándose a la corriente. Aún cuando el protagonista que observa esta triste escena es un hombre extremadamente tímido, sensible y romántico, carente de experiencias en el trato con las mujeres (exceptuando su sirvienta, una señora de edad mayor), se decide por primera vez en su vida a tomar la iniciativa y a ofrecer a la acongojada joven su amistad y protección; en respuesta, la joven, quien al igual que él es soñadora e inexperta en lo que a hombres se refiere, acepta y agradece la compañía de su nuevo amigo y le narra la causa de su sufrimiento, cual es, un amor aparentemente no correspondido.

A partir de aquí Noches Blancas centra su trama en el protagonista anónimo, un personaje intelectual, solitario, soñador, tímido y reprimido socialmente, acostumbrado a pasar mucho tiempo de su mente en un mundo abstracto, anhelando la experiencia del contacto con otros pero sin la fortaleza suficiente como para tomar iniciativas, o bien, sin la suerte de rodearse de personas con quienes valga el esfuerzo tomar iniciativas, o quizás también sin la fortuna de haber conocido personas que apreciaran su valor humano y lo acogieran. Y he aquí que la vida le presenta un día una disyuntiva, la posibilidad cierta pero riesgosa de tener una experiencia tangible con un desconocido, una “aventura” como lo define Dostoyevski, para salir de la monotonía en medio de la fauna social que parece ignorar su existencia. Así, el protagonista logra descorrer por un breve tiempo el velo de su timidez y personificar a un héroe con la capacidad de ayudar y proteger a otro ser frágil como él desde la perspectiva del amor, aún con el riesgo y temor de ser rechazado; este acto heroico del protagonista será premiado con una amistad correspondida, aunque no así el amor de la joven protagonista, cuyo joven corazón ya pertenece a otro hombre.

Noches Blancas es una novela en la que, a pesar de su corta extensión, Dostoyevski desarrolla una trama y personajes recargados de romanticismo, y en la que, tengo la impresión, más que el triángulo amoroso y desamor vivido por el personaje, el autor busca destacar a través de estas experiencias amorosas el inicio de un proceso de cambios en el protagonista que le mostrarán una salida a su ostracismo social, experiencias que aunque resultan dolorosas para el protagonista son también memorables y valiosas para él, tal como el propio personaje reconoce abiertamente y agradece, no solo por la fugaz felicidad vivida sino por el autoconocimiento obtenido.

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CUENTOS DE NAVEGANTES

EL REGRESO

Autor: Guy de Maupassant
Traducción: Juan Bautista Duizeide

El mar azota la costa con su ola corta y monótona. Algunas pequeñas nubes pasan rápido a través del gran cielo azul, llevadas por el viento rápido, como pájaros; y el pueblo, en el pliegue del valle que baja hacia el océano, se entibia al sol.

Justo en la entrada, sola, al costado de la ruta, la casa de los Martin-Lévesque. Es una pequeña vivienda de pescadores, con muros de arcilla y techo de paja empenachada de iris azules. Un jardín del ancho de un pañuelo, donde crecen cebollas, algunos repollos, perejil, anthriscus, se cuadra frente a la puerta. Un cerco lo cierra a lo largo del camino.

El hombre de la casa anda en la pesca, y la mujer, delante de la puerta, repara las mallas de una gran red marrón, tendida contra la pared como una inmensa tela de araña. Una muchachita de catorce años, a la entrada del jardín, sobre una silla de paja inclinada hacia atrás y apoyada en el cerco, remienda la ropa, ropa de pobre, gastada, arreglada y vuelta a arreglar. Otra, un año más joven, hamaca en sus brazos a un niño sin gestos ni palabras todavía; y otros dos, de dos y tres años, sentados sobre la tierra, nariz contra nariz, juguetean con sus manos torpes y se tiran puñados de polvo en la cara.

Nadie habla. El bebé que tratan de dormir llora sin parar, con una pequeña voz agria y endeble. Un gato duerme en la ventana; y, al pie del muro, alhelíes abiertos forman una hermosa guirnalda de flores blancas alrededor de la cual zumba un enjambre de moscas.

De golpe, llama la muchachita que cose a la entrada del jardín:

-¡Mamá!

La madre responde:

-¿Qué te pasa?

-Ahí está de nuevo.

Están preocupadas desde la mañana porque un hombre ronda en torno de la casa: un viejo con aire de pobre. Lo vieron cuando acompañaban al padre a su barca, para zarpar. Estaba sentado en la cuneta, frente a la puerta. Luego, al volver de la playa, lo encontraron de nuevo ahí, miraba la casa.

Parecía enfermo y muy quebrantado. No se había movido durante más de una hora; luego, intuyendo que lo consideraban un malhechor, se había levantado y se había ido arrastrando una pierna.

Pero pronto lo habían visto volver con su paso lento y cansino; y de nuevo se había sentado, un poco más lejos esta vez, como para acecharlas.

La madre y las niñas tenían miedo. La madre, de carácter temeroso, se preocupaba sobre todo porque su hombre, Lévesque, volvería del mar recién en la noche.

Su marido se llamaba Lévesque; a ella la llamaban Martin, y los habían bautizado los Martin-Lévesque. La razón de hacerlo así es que ella se había casado en primeras nupcias con un marinero de apellido Martin, que iba todos los veranos a Terranova, a la pesca del bacalao.

Después de dos años de casada habían tenido una niñita, y ella estaba embarazada de seis meses cuando el barco en que navegaba su marido, el tres palos Deux Soeurs, de Dieppe, desapareció.

Nunca más se tuvieron noticias; ninguno de sus tripulantes volvió; entonces se lo consideró como perdido en cuerpos y bienes.

La Martín esperó a su hombre durante diez años, criando con grandes dificultades a sus dos hijas; luego, como era una mujer buena y valiosa, un pescador de la región, Lévesque, viudo con un hijo, la pidió en casamiento. Ella se casó con él y tuvo dos hijos más en tres años.

Vivían penosamente, trabajosamente. El pan era caro y la carne casi desconocida en su hogar. Se endeudaban a veces con el panadero, en el invierno, durante las borrascas. Sin embargo, los niños se portaban bien. Se decía:

-Buena gente, los Martin-Lévesque. La Martin es dura para las penas, y Lévesque no tiene igual en la pesca.

La muchachita sentada contra el cerco volvió a decir:

-Parece que nos conoce. Puede ser algún pobre de Épreville o de Auzebosc.

Pero la madre no se engañaba. No, no, seguro que no era alguien de la región.

Como no se movía y fijaba sus ojos con obstinación en la casa de los Martin-Lévesque, la Martin se puso furiosa, y envalentonada por el miedo agarró una pala y salió a la puerta.

-¿Qué hace acá?- le gritó al vagabundo.

Él respondió con voz enronquecida:

-Tomo aire. ¿Molesto?

Ella insistió:

-¿Por qué está así, como espiando mi casa?

El hombre contestó:

-No le hago mal a nadie. ¿No está permitido sentarse a un lado del camino?

Sin encontrar qué responderle, ella entró de nuevo a su casa.

La jornada transcurrió lentamente. Hacia el mediodía, el hombre desapareció. Pero volvió a pasar a eso de las cinco. Al atardecer no se lo vio más.

Entrada la noche, Lévesque regresó. Se le dijo lo que había sucedido. Él concluyó:

-Es algún fisgón o algún pícaro.

Y se acostó sin preocupación, mientras su compañera fantaseaba con el merodeador que la había mirado con esos ojos tan extraños.

Cuando el día llegó, había mucho viento, y el marinero, ya que no podría hacerse a la mar, se dedicó a ayudar a su mujer a remedar las redes.

Hacia las nueve, la hija mayor, una Martin, que había ido a buscar pan, volvió corriendo con la cara aterrorizada y gritó:

-¡Mamá! ¡Ahí está otra vez!

La madre se sobresaltó y, muy pálida, le dijo a su hombre:

-Háblale, Lévesque, para que no nos aceche más así, porque me enloquece.

Y Lévesque, un marinero alto de tez color ladrillo, barba tupida y roja, con ojos de un azul perforado por un punto negro, de cuello robusto, envuelto siempre en lana por miedo al viento y a la lluvia de alta mar, salió tranquilamente y se acercó al merodeador.

Y se pusieron a hablar.

La madre y los hijos los miraban de lejos, ansiosos y trémulos.

De golpe, el desconocido se levantó y vino con Lévesque hacia la casa.

La Martin, aterrorizada, retrocedió. Su hombre le dijo:

-Dale un poco de pan y un vaso de sidra. No ha comido nada desde antes de ayer.

Y entraron ambos a la casa, seguidos por la mujer y los hijos. El merodeador se sentó y se pudo a comer, la cabeza gacha bajo la mirada de todos.

La madre, de pie, lo observaba; sus dos hijas más grandes, las Martin, apoyadas contra la puerta, una cargando al menos de todos, plantaban en él sus ojos ávidos, y los dos pequeños, sentados sobre las cenizas de la chimenea, habían parado de jugar con la marmita negra como para contemplar también al extranjero.

Lévesque, tras ocupar una silla, le preguntó:

-¿Entonces viene de lejos?

-Vengo de Cette.

-¿Así, a pie?

-Sí, a pie. Cuando no se tienen otros medios, así hay que hacerlo.

-Entonces, ¿adónde va?

-Venía para acá.

-¿Conoce a alguien acá?

–Puede ser que sí.

Se callaron. El hombre comía lentamente, aunque bien que estaba hambriento, y bebía un trago de sidra después de cada pedazo de pan. Tenía un rostro gastado, arrugado, hundido por todas partes, y parecía haber sufrido mucho.

Lévesque le preguntó bruscamente:

-¿Cómo se llama usted?

Él respondió sin levantar la nariz:

-Me llamo Martin.

Un extraño estremecimiento sacudió a la mujer. Ella dio un paso, como para ver más de cerca al vagabundo, y permaneció en frente de él, los brazos colgando, la boca abierta. Nadie más hablaba. Hasta que Lévesque prosiguió:

-¿Usted es de acá?

Él respondió:

-Yo soy de acá.

Y como al fin levantó la cabeza, los ojos de la mujer y los suyos se reencontraron y permanecieron fijos, enredados, como si las miradas se hubieran enganchado.

Y ella dijo de golpe, con una voz cambiada, baja, temblorosa:

-¿Eres tú, mi hombre?

Él articuló lentamente:

-Sí, soy yo.

Él no se movió más, siguió masticando su pan.

Lévesque, más sorprendido que emocionado, balbuceó:

-¿Eres tú, Martin?

El otro simplemente dijo:

-Sí, soy yo.

Y el segundo marido preguntó:

-¿De dónde vienes entonces?

El primero contestó:

-De la costa de África. Varamos en un banco. Tres nos salvamos, Picard, Vatinel y yo. Luego fuimos atrapados por unos salvajes que nos tuvieron doce años. Picard y Vatinel murieron. Fue un viajero inglés el que me rescató al pasar y me trajo de vuelta a Cette. Y aquí estoy.

La Martin se había puesto a llorar con su rostro hundido en el delantal.

Lévesque preguntó:

-¿Y qué vamos a hacer ahora?

Martin preguntó:

-¿Eres tú su hombre?

Lévesque respondió:

-Sí, soy yo.

Ellos se miraron y callaron.

Entonces, Martin, mirando a los niños en círculo alrededor suyo, señaló con una inclinación de cabeza a las dos niñas.

-¿Son las mías?

Lévesque dijo:

-Son las tuyas.

Él no se levantó; no las besó, solamente constató:

-¡Dios mío, qué grandes están!

Lévesque repitió:

-¿Qué vamos a hacer?

CUENTOS DE NAVEGANTES

Autor: Juan Bautista Duizeide
Nacionalidad: Argentina
Primera publicación: 2008
Editorial: Alfaguara S.A., Ciudad de Buenos Aires, Argentina

Cuentos de navegantes es una recopilación de cuentos cuyos relatos tienen en común hechos ocurridos en el mar, en sus costas, puertos, islas y poblados, y que han dejado huellas imborrables en sus protagonistas o en quienes los han sobrevivido.

Juan Bautista Duizeide incorpora en su selección los siguientes cuentos, en el mismo orden en que los ubica en su libro:

LOS BUQUES SUICIDANTES de Horacio Quiroga
UNA VOZ EN LA NOCHE de William Hope Hodgson
MI CRISTINA de Mercè Rodoreda
LA CHUSMA de Pierre Mac Orlan
WALTER KENNEDY, PIRATA ILETRADO de Marcel Schwob
LA VIUDA CHING PIRATA de Jorge Luis Borges
LA PASAJERA DEL SAN CARLOS de Arturo Pérez-Reverte
RUMBO A PUERTO EDEN de Francisco Coloane
EL REGRESO de Guy de Maupassant
EL CRISTO DEL OCEANO de Anatole France
MANCUSO de Carlos María Domínguez
EL ULTIMO VIAJE DEL BUQUE FANTASMA de Gabriel García Márquez
CITA EN BERGEN de Álvaro Mutis
TODOS LOS VERANOS de Haroldo Conti
LUNA ROJA de Leopoldo Brizuela
LA CADENA DEL ANCLA de Roberto Arlt
LA BATALLA de Lobodón Garra
EL BARCO QUE SE HUNDE de Robert Louis Stevenson
EL BOTE ABIERTO de Stephen Crane
NAUFRAGIO de Hugo Foguet
JUVENTUD de Joseph Conrad

De ellos destaco algunos cuentos de mi personal predilección: Una voz en la noche de William Hope Hodgson y traducida al español por Elvio Gandolfo; La pasajera del San Carlos de Arturo Pérez-Reverte; Rumbo a Puerto Edén de Francisco Coloane; El regreso de Guy de Maupassant y traducida por Juan Bautista Duizeide; El Cristo del Océano de Anatole France y traducida por Juan Bautista Duizeide; Cita en Bergen de Álvaro Mutis, y Juventud de Joseph Conrad.

En Cuentos de Navegantes se narran historias que hablan de los puertos y las costumbres de quienes los frecuentan; son también historias de compañerismo y esfuerzo por una sobrevivencia que forja el carácter de un hombre y que lo convierte en un espíritu adicto a las dificultades en alta mar, como una necesidad de desafiarlo y llevar al extremo los propios límites sin perder la entereza mental.

Cuentos de Navegantes ilustra el lado B de la navegación, las asperezas, amarguras e incertidumbres de vivir, viajar y trabajar en torno al mar, y aunque se trata de cuentos, algunos evidentemente ficticios, no cabe duda que más de alguno ha estado inspirado en hechos reales vividos.

 

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EL MATEMATICO DEL REY

Autor: Juan Carlos Arce

1. En mitad de una noche sin luna, sobre la cama ajena de otras noches, Luis Obelar besaba a una mujer. Vestido todavía, enredado entre dos sábanas, oyó ruido de pasos sobre el balate de la escalera y deshizo el abrazo, se puso en pie, llegó a la ventana, apoyó una bota en el alféizar, lanzó un beso galante a la mujer y salió a la calle con los pies en vilo y las manos sujetas al relieve de la pared. Vio después a un hombre que asomaba la cabeza al aire de la noche por ese mismo ventanón, dando a la ronda aviso de que había visto una sombra en su balcón. Obelar, que no era más que bulto al pie de la casa, se sintió perdido al ver que en la calle entraba un alguacil con tropa. Comenzó a correr en otra dirección, dio un tropiezo, subió a un árbol y puso su vida a riesgo al saltar sobre un techado.

Miraba Obelar atrás para asegurar su huida, amparado en la fortuna de una medianoche sin luna y se detenía sólo para decidir en qué voladizo ajustar sus pies y con qué mano agarrarse a tapias y tejas. Perseguido por la ronda, recorría así las calles de Madrid por sus tejados librándose de la justicia a carreras y agarrado a las cimeras de los techos.

2. Se tanteó los huesos en la altura del tejado y comprobó que, aunque colgado de las tapias, estaba sano y había escapado de los alguaciles, que le buscaban por las calles sin mirar arriba y daban por perdidas todas sus señales, creyéndolo fantasma. Los oyó Obelar alejarse a rondar otras esquinas, confiados en hacer la cuenta de esa noche con tres o cuatro apresamientos de mayor fortuna y, entretanto, se quedó tumbado donde estaba, gustando gratamente del alivio de verse a salvo, mirando fijamente a las estrellas.

En mitad de aquel silencio, Obelar escuchó ruido de golpes y voces de amenaza. Volvió los ojos a una ventana y no pudo advertir más que un leve resplandor de velas, movidas a empujones, que caían de sus candeleros. Estuvo atento y distinguió el bulto de un hombre que tiraba de su cuerpo para sacarse a sí mismo por el estrecho agujero de una portilla con cristales. Con casi medio cuerpo afuera y en camisa, maldecía a sus caderas y al ventano agitando entre sus manos un talego.

“No escapará ese incauto del marido que le ha sorprendido”, pensó Obelar.

Y sonrió después, considerando que aquella noche de calores y sorpresas iba a llevar a dos hombres a un mismo tejado por la misma causa. Empezó a moverse en dirección contraria para no participar en la disputa y se dispuso a bajar del ático por donde más fácil se le hiciera.

– ¡Me matan! ¡Me matan aquí mismo! – chillaba el hombre, que al ver una sombra en movimiento en el tejado aumentó el grito, pidiendo ayuda.

Con su pie derecho asentado ya en una rampa que acababa en techo bajo, a salto corto de la calle, Luis Obelar miró de nuevo el trance de aquél hombre y fue entonces cuando decidió auxiliarle, viendo que otros dos le sujetaban por detrás y le golpeaban la cabeza contra el muro. Se acercó a la ventana y, antes de que pudiera intervenir para equilibrar la lucha, el hombre le dijo:

– Toma este saco y ponlo a salvo. Es cuanto te pido.

Le arrojó el talego que tenía entre sus manos y añadió:

– Por eso que te doy me matan.

Y dejó de agitarse, muerto a dos espadas.

Quitaron de la ventana el cuerpo sin vida y salieron por el hueco dos hombres armados que, según Luis Obelar adivinó, querían el saco, aún al precio de otra sangre.

3. Pensó entonces que dentro de la casa en que murió no había ni casada ni soltera ni otro delito sobre la cama que el haber estado dormido cuando los asesinos le atacaron.

Con esas conjeturas, Obelar estaba seguro de llevar dentro del saco algún tesoro sin peso o la manera de hallarlo. Llegó a su casa (…)

4. Abrió la puerta, prendió velas, tomó una silla, la acercó a una mesa y previno a su criado Nicolás (…). Nicolás, que había sido bergante menguado por no tener suerte y faltarle oficio, muchacho con fama de cobarde, tiritón y asustadizo, no había hecho más estudios que los que el hambre y la pobreza le habían dado hechos, remediaba su pasado echándolo al olvido y desde sus once años asistía a Obelar, lo que consideraba la mayor fortuna que tenía conocida, porque servía a un maestro que le aseguraba casa, pan y paga.

Con las voces de su amo retumbando por la casa, Nicolás bajó a media ropa de un altillo, donde tenía el jergón, con la seguridad de que avisaban fuego y vio a Obelar asomado a la ventana con precaución de no ser visto.

– ¿A qué la alarma? – preguntó el muchacho, que no contaba más de quince años.

– Arrima el cuerpo de esa ventana y echa cuenta de la gente que se acerque – le dijo Luis Obelar -. Vengo perseguido de asesinos.

A Nicolás se le encogió el perfil y le llegó a las manos un temblor medroso que Obelar miraba sorprendido y asombrado.

– Deje de mirarme así vuestra merced – dijo Nicolás -, que me va a sorber la suerte (…) Y os dije que os guardarais de malos pasos, que peor que bandidos son maridos.

– Calla la lengua y dame aviso si ves dos hombres con espadas.

– Aquí me quedaré. Pero sepa vuesa merced que en noches como ésta, tan negras y sin luna, son muy pocos dos ojos para ver algo – advirtió Nicolás.

– Presta oídos entonces, que en la noche las orejas son ojos.

5. Obelar dejó sobre la mesa el bulto que traía protegido con su capa y desató los nudos. Encontró dentro pocas cosas para un robo y nada que valiera la sangre de esa noche. Sacó del talego un compás provisto de una lámina de latón para medir ángulos y halló después seis bolas de madera, de distintos tamaños, perforadas por su centro. Sin entender qué aprecio podían tener por tales objetos los matadores del infortunado que se los había dado, Obelar siguió mirando dentro del saco.

Iba el maestro haciendo todo eso sin hablarle a Nicolás, que tenía su mirada atenta en la calle, y, cada vez más, distraída al interior para entender lo que Obelar hacía en la mesa. Del fondo del saco extrajo el matemático unos papeles atados y un cuaderno con tapas de cuero, donde supuso que estaría la clara explicación de aquel misterio. En una hoja suelta leyó:

… que ningún hombre de juicio puede oponerse a estas razones matemáticas por estar sujeta la verdad a la evidencia de la observación y al aparato de los números…

Fue entonces cuando intuyó que estaba ante las notas de un estudio de geometría, porque halló dibujos y cálculos dispersos que se interesaban por la medición del volumen de la esfera y fórmulas del álgebra. Pensó que, cuando llegara a la ciudad su amigo Juan Lezuza, le enseñaría aquel cuaderno por si él le hallaba alguna clave a ese misterio. Se entretuvo brevemente en comprobar la exactitud de aquellos números y no halló cifra que mudar ni error que corregir.

– ¿Vais a calmar el susto con estudios? – le preguntó Nicolás -. A nadie veo que se acerque ni hallo bulto que se mueva.

– Sigue atento a la ventana – le contestó Obelar.

Pero vio que el criado atendía más a lo que él hacía que a la calle y decidió calmarle la curiosidad.

– Te explicaré la causa de tanta precaución, porque ya veo que no habrá otra forma de que cumplas lo que digo.

– No es menester, señor, que ya tiemblo de los pies a la cabeza sin saber nada.

6. Obelar se asomó al ventano y mandó silencio a Nicolás. Escucharon ruido de pasos, tan recio y multiplicado que parecía de seis o siete hombres arriba calzados a bota de tacón. Obelar se echó atrás, sopló las llamas de las velas y atendió la calle a oscuras.

– Es la ronda – dijo Nicolás.

– ¡Baja la cabeza y éntrate aquí, que también ésa me busca!

– Maridos, asesinos y alguaciles, mucho halcón y poca presa para una noche sola – decía Nicolás.

Pasaron los guardias y pasó el peligro, pensaba Obelar, que prendió luces otra vez, se sentó a la mesa y le pidió a Nicolás que también lo hiciera.

– ¿Por qué os persiguen a la vez la ronda y unos asesinos en víspera de recibir a ese amigo Lezuza que espera vuesa merced?

– La ronda, Nicolás, me busca por darle gusto al marido chillón de una dama que me gusta a mí. Y los asesinos, por esta bolsa que aquí ves, que no contiene más que un compás, unas bolas y un cuaderno.

– Por poca cosa desalman hoy en Madrid – se asombraba Nicolás, los ojos muy abiertos y las manos sudorosas-. ¿Qué harán por una hogaza? ¿Sabe vuestro amigo Juan Lezuza que viene a una ciudad de perdición y que trae a su familia a un mal sitio?

– Yo huía de la ronda cuando vi a un hombre que intentaba sacarse a sí mismo de su casa por el agujero de una ventana estrecha. Me tiró la bolsa con el ruego de que la pusiera a salvo. Y no tuvo tiempo para hablar más, que le clavaron dos espadas y luego vinieron por mí los que le mataron.

– No tengo muchos estudios – dijo Nicolás -, pero veo claro que si un hombre ha muerto por tales cosas, no habrá sido por las bolas, que hay muchas de ellas en mil sitios. Y tampoco por un compás ya viejo – continuó-. El secreto está en el cuaderno.

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EL MATEMATICO DEL REY

Autor: Juan Carlos Arce
Nacionalidad: Español
Primera publicación: 2006
Editorial: Planeta S.A., Barcelona, España
Dónde adquirir un ejemplar: Editorial Planeta (no hay disponibilidad de ejemplares en librerías tradicionales chilenas)
Disponible para préstamo domicilio: Red Bibliometro de Chile

El Matemático del Rey desarrolla su trama en una época de España en la cual la educación aún se encuentra controlada por la Iglesia a través de la Corona, quien, en la persona del Santo Oficio de la Inquisición española, castiga duramente lo que juzga como herejía u ofensa en contra de la religión católica y su libro más preciado: la Biblia; esta situación perdura después de que el estado monárquico aboliera la Inquisición del Santo Oficio en 1813 con la Constitución de 1812, y perdura aún después de la separación definitiva de los poderes de la Iglesia Católica y la República española en 1930 a 1936, producto de revoluciones civiles que así lo exigieron (Casanova, J., en «España: de la Iglesia estatal a la separación de Iglesia y Estado«, 1999). Pues bien,  en este contexto convulsionado, específicamente durante el reinado de Felipe IV, aproximadamente en el año 1637 “de nuestro Señor”, se desarrolla la historia de El Matemático del Rey, personificado en Juan Lezuza, personaje central de esta tragicómica novela.

Juan Lezuza es un profesor de Matemáticas de la Universidad de Salamanca quien, tras varios años de efectuar cálculos y comprobar que, a su vez, los cálculos de Copérnico y otros están en lo cierto, concluye que efectivamente es la Tierra la que gira no sólo alrededor del Sol sino, además, sobre su propio eje; sin embargo, al ser este postulado considerado una herejía por la Iglesia católica por contravenir los dichos de algunos patriarcas que en la Biblia narran cómo el Sol se mueve por el cielo desde que amanece hasta que anochece, dando a entender con su literalidad que es entonces el Sol quien gira en torno a una Tierra inmóvil, Lezuza no haya nada mejor, para difundir sus descubrimientos, que pagarle a una imprenta clandestina la producción de cierta cantidad de folletos con sus demostraciones sobre la rotación de la Tierra, las que titula Machina coeleste. Tras haber consumado el acto herético recuerda Lezuza que no está solo en el mundo sino que tiene una esposa e hijo que proteger, y creyendo que sería perseguido y quemado por la Iglesia huye a Madrid, donde su buen amigo y también profesor de Matemáticas Luis Obelar le consigue un “importante” trabajo: dar lecciones de Matemáticas al mismísimo rey Felipe IV. Creyendo Lezuza que este cargo en la Corte del Rey le permitirá esconderse y evitarle a su familia los sufrimientos de ser considerado un hereje, y creyendo, de paso, que con la paga que recibirá siendo profesor del Rey logrará acuñar por primera vez la fortuna que tan esquiva le ha sido toda una vida ejerciendo como profesor en Salamanca, Lezuza no oculta a su familia el entusiasmo ante esta nueva vida y oportunidad de riquezas que se le presenta, dando por seguro que dará a su esposa las comodidades que no ha podido darle antes y que ella tanto le reprocha, dudando del amor que siente por él. Pero, en este intertanto, Lezuza no sabe que su tratado Machina coeleste ya ha llegado a oídos del Papa, quien envía emisarios del Santo Oficio a Madrid con el firme y santificado propósito de encontrarlo, apresarlo, juzgarlo y castigarlo.

No me atrevo a revelar más detalles sobre el desarrollo y desenlace de esta entretenida Obra para no quitar al lector la expectación sobre lo que ocurrirá a Juan Lezuza una vez que llegue a Madrid y el “caluroso” recibimiento que le brindarán en reconocimiento a su cargo como profesor del Rey.

El Matemático del Rey, es una entretenida comedia (así la considero Yo) que hará pasar un muy buen rato al lector, y de paso lo hará reflexionar sobre hasta qué punto la política, la Iglesia y las relaciones diplomáticas están dispuestas a amalgamarse en un absurdo baile coreográfico y de equilibrio entre poder y dinero, para atribuirse el derecho a determinar quién es dueño de la Verdad, aunque la verdad sea una mentira a voces, sabida incluso por jueces y verdugos.

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CUENTOS MARAVILLOSOS DE LA IRLANDA CELTICA

Autor: Ella Young
Traducción: Mónica Cumar
Editorial: Ediciones Columba, Chile

Agradecimiento especial a la editora y traductora Mónica Cumar, de Ediciones Columba, quien tuvo la gentileza de regalar una parte de su tiempo para reunirse con Fitzroya y, además, de acceder a la difusión, por medio de este blog, de esta preciosa recopilación de cuentos mitológicos sobre grandes héroes guerreros y forjadores de Irlanda cuyo territorio parece haber tenido un lugar preponderante en el nacimiento de una alianza humana y divina, y de la cual perduran leyendas que sobreviven hasta hoy para que no los olvidemos.

 

  • DE CÓMO EL HIJO DEL GOBHAUN SAOR ACORTÓ EL CAMINO

Al irse acercando a tierra, el Gobhaun Saor miró por entre la capa y cuando vio el lugar, quitó la capa de la cabeza de su hijo, y dijo:

―Mira el país al que estamos llegando.― Era una región oscura, espantosa y de mortal aspecto, sin hierba ni árboles, ni sol en el cielo. ―Creo que no ha de tomar mucho tiempo gastar la fortuna que vas a hacer aquí ―dijo Gobhaun Saor―, puesto que éste no es el País Bajo las Olas, sino la región de Balor del Ojo Maligno, el Rey de los fomorianos.― Se puso entonces de pie y dio voces al jefe de los remeros:
―Vosotros nos atrapasteis con mentiras y con las capas robadas del País Bajo las Olas, pero no habréis de atrapar a nadie más con estas capas ―dijo, y las arrojó al mar. Se hundieron de inmediato, como si unas manos las tirasen hacia abajo―. Que vuelvan a sus dueños ―dijo el Gobhaun Saor.
Los fomorianos rechinaron los dientes y maldijeron con rabia, pero tenían miedo de tocar a Gobhaun o a su hijo, porque Balor los requería; por eso se guardaron de ello cuidadosamente y los llevaron donde el Rey. Éste era una gigante grande y deforme, con un terrible ojo que todo lo aniquilaba; vivía en un gran dun hecho de vidrio tan liso y frío como el hielo.

  • LA VENIDA DE LUGH

Descansad aquí hasta la mañana ―dijo Lugh―. Yo iré al dun de Nuada a obtener noticias de mis parientes.
Se quitó la armadura refulgente, se envolvió en una capa oscura y se fue a pie a la fortaleza de Nuada. Golpeó la puerta de bronce, y el Guardián de la Puerta le habló desde adentro:
―¿Qué es lo que buscas?
―La forma de entrar al dun.
―Aquí no entra nadie que no tenga su oficio. ¿Qué es lo que puedes hacer?
―Tengo el oficio de Carpintero.
―Tenemos un carpintero aquí dentro; él es Luchtae, hijo de Luchaid.
―Tengo el oficio de Herrero.
―Tenemos un herrero aquí dentro: Colum, el de las tres formas novedosas de forjar.
―Tengo el oficio de Campeón.
―Tenemos un campeón aquí dentro; es el propio Ogma.
―Tengo el oficio de Arpista.
―Tenemos un arpista aquí dentro: el ecuánime Abhcan, hijo de Bicelmos; los Hombres de los Tres Dioses lo eligieron en las montañas encantadas.
―Tengo el oficio e Historiador y Poeta.
―Tenemos un historiador y poeta aquí dentro: el ecuánime En, hijo de Ethaman.
―Tengo el oficio de Hechicero.
―Tenemos muchos hechiceros y magos aquí dentro.

  • LA PENA COMPENSATORIA DE LUGH

―Oh Tierra de Irlanda, sacra y bienamada, ¿tienes tú la Lia Fail, la Piedra del Destino?
Una música dulce e imponente brotó de la tierra, y cada piedra, cada hoja y cada gota de agua fue relumbrando, hasta que toda Irlanda pareció un cristal inmenso, blanco y reluciente. La luz blanca se volvió de color rojo, como si fuera un rubí; y el rubí se volvió zafiro; y el zafiro, esmeralda; la esmeralda, ópalo; el ópalo se volvió amatista, y la amatista, diamante, blanco e irradiando con todos los colores,
―¡Es suficiente! –exclamó Lugh―. Se me ha respondido bien: la tierra de Irlanda ha guardado la Piedra.
―Jefes ―dijo―, alzad vuestras frentes. Aunque no tengáis las joyas, tenéis las cicatrices del combate, y habéis soportado aflicción y penurias, por saber lo que es estar exiliados en vuestro propio país. Ahora, juremos hermandad por la Espada y la Piedra para que podamos aniquilar por completo a los fomores y limpiar el mundo. Levantad vuestras manos y jurad, como juraremos yo y aquéllos que vinieron conmigo de Tir-nan-Oge, y como el Sagrado País jurará, para que podamos tener una sola mente, un solo corazón y un solo deseo entre todos nosotros.
Entonces, los De Danaan levantaron sus manos y prestaron un gran juramento de hermandad con la Tierra y con las huestes de los Seres Resplandecientes de Tir-nan-Oge (…). Juraron los montes, valles, planicies, ríos, lagos y bosques de Irlanda. Todos ellos ciñeron sobre sí el voto de hermandad.

  • LA GRAN BATALLA

La llegada de los fomores fue espantosa. Eran innumerables, como granos de arena; innumerables, como olas de una tormenta en el mar. Los precedía un viento de muerte y los cubría la oscuridad. Los Tuatha De Danaan trajeron luminosidad sobre sí y entraron en batalla. Pero Lugh no entró en batalla, porque sabía que Balor no lucharía hasta cerca del final.
Lugh aguardaba a Balor. Se sentó en un gran monte y bajo él contendían las huestes. Vio las lanzas de los Tuatha De Danaan volar como lluvia ardiente, y las de los fomores, como sibilante aguanieve; y en la lluvia de fuego y el aguanieve sibilante, chillaban y combatían los demonios del aire. Por momentos, los fomores hacían retroceder a los Tuatha De Danaan. Por momentos, los Tuatha De Danaan predominaban por sobre los fomores, y así fue hasta que llegó la noche y puso fin a la lucha.
En los Tuatha De Danaan ya no quedaba luminosidad alguna cuando se retiraron del conflicto: estaban heridos y fatigados. Diairmid, Diancecht y Miach circularon entre ellos con hierbas de curación. Contemplar los deplorable de sus heridas producía congoja en el espíritu.
Una música delicada y dulce sonó de pronto en el aire, y los Tuatha De Danaan vieron que Brigit venía hacia ellos. Se encumbraba ella hasta los cielos, y su manto rozaba el suelo como una niebla purpúrea.

  • INISFAIL

Fue un primero de mayo que los Milesios llegaron a Irlanda. Vinieron con sus mujeres y sus hijos y con todos sus tesoros. Eran muchos, y llegaron en barcos. Hay quien dice que venían de una tierra más allá del azul más distante del cielo, y que sus barcos dejaron una estela entre las estrellas, que aún puede verse en las noches de invierno.
Cuando hubieron llegado a Irlanda y detenido sus barcos, echando sobre ellos las amarras de un año y de un día, pusieron pie en el Sagrado País. Amergin fue el primero en poner pie en el País e hizo este rann en su honor. Él entonó el rann, pues era el poeta principal y druida entre los Milesios. (…)

  • LOS HIJOS DE LIR

Hace mucho tiempo, cuando los Tuatha De Danaan vivían en Irlanda, hubo un gran Rey llamado Lir que tenía cuatro hijos: Fionnuala, Aodh, Fiacra y Conn. Fionnuala, la mayor, era tan bella como la luz del sol en las ramas en flor; Aodh era como un águila joven en el azul del cielo, y sus dos hermanos, Fiacra y Conn, eran hermosos como el agua que corre.
En aquellos días no se conocía en Irlanda el pesar: las montañas estaban coronadas de luz, y los lagos y los ríos tenían extrañas flores semejantes a estrellas, que salpicaban una lluvia de polvo diamantino sobre los caballos blancos de los De Danaan, cuando bajaban a abrevar. Los caballos eran más veloces que cualesquiera otros caballos que existan hoy, y podían andar por encima de las olas del mar y hundirse bajo las profundas aguas de los lagos, sin sufrir daño alguno.
En el reino de Lir todos amaban a Fionnuala, y a Aodh, y a Fiacra, y a Conn, menos su madrastra, Aoifa. Ella los odiaba, y su odio les perseguía como un lobo persigue a un cervatillo herido, por lo que procuró hacerles daño con hechizos y brujería.

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CUENTOS MARAVILLOSOS DE LA IRLANDA CELTICA

Autor: Ella Young
Nacionalidad: Irlandesa
Título original: Celtic Wonder Tales
Primera publicación: 1910
Primera publicación exclusiva en Chile: 1998
; cuenta con apoyo financiero del Fondo para Traducciones del Intercambio Literario Irlandés (Ireland Literature Exchange – ILE)
Traductora: Mónica Cumar
Páginas: 183
Editorial: Ediciones Columba Limitada
Dónde adquirir un ejemplar: Ediciones Columba Limitada, Chile
; Teléfono: 22268702 

(Agradecimiento especial a la editora y traductora Mónica Cumar)

La cosmogonía de Irlanda y del mundo es lo que se aprecia en la recopilación de Cuentos Maravillosos de la Irlanda Céltica de Ella Young, donde encontramos sendos guerreros humanos que se mezclan con seres divinos para forjar una Irlanda que tuvo que conocer de luchas entre el bien y el mal para entregar paz y armonía a sus habitantes gracias a una alianza entre seres humanos y seres divinos.

Cuentos Maravillosos de la Irlanda Céltica parte narrando la existencia de seres en la Tierra anteriores a la Edad del ser humano, existiendo entre ellos dos bandos: los seres protectores de luz y los fomorianos, habitantes estos últimos de la región de Balor, del Ojo Maligno, un ser que al parecer sería un cíclope gigante (según describe el libro). Entre los seres de luz y los fomorianos se libran constantes luchas de poder sobre la creación, y una vez que estas batallas logran tocar la Tierra y sus mares, específicamente Irlanda, por medio de hechizos, los fomorianos intentan engañar a los humanos para apoderarse de diferentes objetos de valor y de poder, de propiedad de los seres de luz que en señal de protección y amistad entregan a los humanos distintos objetos con poderes especiales.

Cuentos Maravillosos avanza así por una línea cronológica de batallas hasta llegar al nacimiento de Lugh, un humano irlandés que, tras haber sido dado a luz, es llevado por Mananaun Mac Lir (una especie de deidad y Gobernante) a su lejano país, a las llamadas Tierras de Tir-nan Oge (un lugar ubicado aparentemente en otra dimensión espacio-temporal); es en este lugar donde Lugh es criado, entrenado como guerrero y enseñado por los divinos habitantes de esa Región. Pero pese a la inigualable belleza e intensos y variados colores que caracterizan los paisajes de Tir-nan Oge, Lugh deseará regresar a la belleza de la tierra, mar y ríos de Irlanda, lugar al que Mananaun le permite regresar, debiendo luchar contra los fomorianos, siempre con la ayuda de sus benefactores de luz de Tir-nan Oge con quienes instituirá una alianza para proteger por siempre Irlanda, su tierra natal.

Quienes creen que el ser humano en la Tierra no ha estado solo, teniendo contacto con seres que han traspasado los umbrales del tiempo y el espacio para influir sobre nosotros, seguramente encontrarán en Cuentos Maravillosos de la Irlanda Céltica buen material para sustentar sus teorías, encontrando en el contenido de estas leyendas y  la mitología céltica trazos de algún tipo de tecnología o dominio de la Física que quizás alguna vez existió pero que con el tiempo, por ignorancia o intencionalmente, se encubrió bajo el alero de la magia, la fantasía, la inventiva o la mitología.

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EL CABALLO RECUBIERTO DE MARAÑA

Autor: Ella Young
Traductora: Mónica Cumar

  • LA NOCHE DE LAS NOCHES

―Cuando sea un hombre grande ―dijo Fionn―, voy a recuperar lo que mi padre tuvo; va a ser un día difícil para Goll ese día. Voy a encender fuego en Aloon y pondré a los arpistas a tocar.
―El señorío de los Fianna de Irlanda, eso es lo que Uail tuvo, y la amistad del Rey Supremo. No vas a ganártelo con una que otra fanfarronada, Fionn, tesoro mío.
―No estés poniendo un corazón de liebre en el pecho del muchacho con tu hablar aciago ―dijo Liath―. Puede ser que el Salmón del Saber, que avienta el verdor hacia la Tierra y vida a toda criatura viviente, le envíe suerte a Fionn.
Liath -dijo Fionn-, Bovemall me ha dado su palabra de que me contará de ese Salmón cuando esté ablandado el cuero de venado. Y esta noche ya lo está. Bovemall, ¿me contarás acerca del Salmón?

  • LA VASIJA DE LA LUNA

Cuando se hubo ido, Bovemall dijo: (…) Pero algo peor está en ciernes: el clan Morna ha sabido de nosotros. Saben que el hijo de Uail vive y que un bosque lo cobija. (…) Es por las sendas del mundo que ahora habremos de viajar. Entre caminantes y en las chozas de gente rústica tendremos que ocultarnos, y tú debes separarte de nosotras y perderte entre la camaradería de pastores y muchachos que guardan sembradíos espantando a los pájaros ladrones.
―Seré mozo de un cazador ―dijo Fionn―, o iré tras hombres que luchen y aprenderé sus métodos.
―La desdicha es maestra rigurosa ―dijo Bovemall―, y una madrastra amarga; quién sabe si alguna vez volvamos a sentarnos juntos después de esta noche.
―¡Deja al destino esa conjetura! ―exclamó Liath―. ¡Tú, Bovemall, posees la sabiduría druídica y la vasija de la luna, que da a conocer la sabiduría! Tómala ahora para ver qué es lo que aguarda a Fionn.

  • EL ESTANQUE DE PLATA

Un hombre que vestía el atuendo de los pescadores se hallaba junto al estanque y recogía a tierra una pequeña red de pescar. Había en la red truchas de destellos plateados y pintas de color carmín, pero el hombre las tomaba una por una y las lanzaba de vuelta al estanque.
―Un saludo sea contigo ―dijo Fionn, mientras se acercaba―, y suerte en tu pescar.
―No tengo suerte alguna en mi pescar ―dijo el hombre―. (…) Hay un solo pez que estoy ansioso por que caiga en la red; ése es el salmón de aletas púrpura y franjas carmesí, que tiene el oro del sol y la plata de la luna en cada una de sus escamas: el Salmón del Saber.
(…) ―Podrías enseñarme poesía ―dijo Fionn―, y yo podría servirte: cortar juncos para tu cama, traerte huevos de pato silvestre, ciervos de la montaña y veloces liebres del valle. (…) El arte de la espada lo obtuve de un ladrón que me forzó a asociarme con él. Pastoreé vacas para un médico yerbatero y aprendí las virtudes de las hierbas. El comportamiento de los caballos lo aprendí entre caballerizos. El bosque me enseñó a orientarme en la vida silvestre, pero aquél que es ignorante de la poesía no es más que un patán.
(…) ―Tú vas a servirme ―dijo el hombre―. ¿Cómo te llamas? Yo soy, como estás bien enterado, Finnegas el Poeta.

  • EL SEÑORÍO DE LOS FIANNA

Los nobles de Tara, en las puertas del palacio, extendían sus mantos para que Fionn pisara sobre ellos, y clamaban:
―¡Que el salvador de Tara otorgue suerte para las batallas!
Y así fue que se presentó, altivo ante el Rey.
Conn de las cien batallas, hijo de Felimy, Rey Supremo de Irlanda ―le dijo―, te traigo la cabeza de Allyn, hijo de Midna. Otórgame el deseo de mi corazón y mi propia petición de recompensa. Es Fionn, hijo de Uail, hijo de Trenmor, hijo de Bassna, quien lo pide.
Corrió por la sala un estruendo y un rumor de voces, y los jefes se pusieron de pie. “¡Fionn, hijo de Uail, hijo de Trenmor!” susurraron algunos con consternación: dudosos unos; otros, con manifiesta alegría. “¡Hijo de Uail –ese nombre corrió a través de la asamblea-, el hijo del gran jefe muerto! ¡Fionn, el salvador de Tara!

  • SABA

Los días y las horas que Fionn pasó con Saba opacaron todos los demás días y horas, y los opacaron por el lapso de toda su larga vida. (…) Así, con todos los auspiciosos ritos y ceremonias, contrajeron matrimonio. (…) Saba no tenía deseos de cruzar el umbral que era santuario; tampoco Fionn tenía el deseo de cruzar el peldaño de aquel umbral. Profundo en su interior acechaba el temor de que no sería capaz de conservar a Saba; ella era la vida, era la buena fortuna, la estrella del saber, ¡tenía que perderla! Ningún hombre por la fuerza de sus manos o la sabiduría de su corazón conservaba algo así más que por un corto tiempo.
Y así ocurrió hasta que los hombres de Lochlann se dejaron caer, en sus barcos con espolones, sobre la hermosa costa oriental de Irlanda, devastándola a sangre y fuego. El fragor y los lamentos de aquel estrago llegaron a Aloon, y Fionn debía partir forzosamente. (…) Pero, más pesado que una piedra de catapulta –que un campeón apenas sí puede levantar– tenía Fionn el corazón dentro del pecho. De entre sus más valientes y nobles capitanes escogió una compañía para custodiar a Saba, y los puso bajo juramento. (…) Cuando hubieron transcurrido siete días, Fionn puso término a la lucha y partió con rumbo a Aloon (…). Cuando divisó el palacio, hizo sonar su llamado de regreso al hogar para que Saba pudiese asomarse a saludarlo. Pero las grandes puertas se abrieron de par en par, vacías: Saba no estaba ahí.

  • TRESCIENTOS AÑOS MAS TARDE

– “¿Encontró Fionn su muerte en la batalla?

– No se cuenta de que Fionn haya encontrado la muerte en parte alguna. Dicen que estaba emparentado con los dioses que solían adorar hace mucho, y que volvió a ellos. Y es así que algo extraño le sucedió a un muchacho, que era camarada mío cuando yo mismo era un joven que no tenía idea ni noción del Dios verdadero. Un día, en una ladera encontró una cueva. Entró en ella y se fue adentrando más y más hasta llegar a una gran sala con asientos y nichos de piedra. Barbados guerreros, de brazos y pies enormes, parecidos a los gigantes de que hablaban los antiguos, estaban sentados en los asientos, sumidos todos ellos en un sueño. En el sitial de honor, tallado con figuras del sol y la luna, con amuletos, barcos y antiguas cosas olvidadas, se sentaba alguien que tenía la apariencia de un rey, o de un noble e ilustre campeón a quien habrían ensalzado los cantores. Y si los demás eran membrudos, éste les sobrepasaba en estatura y dimensiones. Tenía barba al igual que ellos, y un mismo dormir lo mantenía atado a su lugar. Es probable que hubiese animado más de alguna batalla, puesto que su armadura, incrustada con sabuesos en carrera y dragones de oro, mostraba las abolladuras y marcas hechas por armas. El casco guerrero que tenía en la cabeza era de algún blanco y hermoso metal antiguo del que Mannus ni siquiera había nunca oído hablar. Una gran piedra verde, más verde que prado en primavera, proyectaba su destello en la frente de aquel casco, y debajo, los cabellos eran de colores: cada mechón era dorado, tan amarillo como las flores del lirio cárdeno, y plateado en las puntas como fuego de luna. Cruzada sobre las rodillas tenía una espada desnuda, con grandes tachones de oro en su extravagante empuñadura…

– ¡Ese era Fionn! – exclamó Usheen-. Él tuvo plata en cada mechón de cabello, desde el día en que la Mujer del Lago le impuso un encantamiento; su espada tenía por empuñadura el diente de un animal marino. ¡Cómo lamento no haber sido yo quien hallara esa cueva!

– Poco de bueno trajo para Mannus el hallarla. Antes de un año, un toro salvaje le dio muerte, uno de esos grandes toros blancos con cachos enrollados, que van haciendo destrozos por descampados y montañas boscosas, y no alcanzó su edad adulta (…).

– Atente a la historia de la cueva – dijo Patricio-. ¿Qué ocurrió ahí?

– Mannus se quedó de pie, mirando fijamente hasta hartarse, y los grandes reyes permanecían sentados sin emitir sonido ni moverse, y a no ser por su color y lozanía de vida, bien podrían haber sido hombres que estuvieran muertos desde hace mil años…¡o desde el principio del tiempo! Mannus se dio a palpar sus armaduras y a tocar las vainas de las espadas con relieves de sabuesos corriendo, en bronce blanco y rojo. Había un cuerno de bronce que había caído junto al apoyapiés del sitial de honor, y Mannus lo recogió. Era tan pesado que apenas podía sostenerlo con ambas manos; se lo llevó a los labios, y de él salió una nota baja y atronadora. Sobresaltados, los reyes salieron de su sueño, y preguntaron: “Fionn, Hijo de Uail, ¿ha llegado el tiempo?” El gran rey en el sitial de honor abrió los ojos, miró a Mannus, y dijo: “Todavía no es el tiempo”. Al oír eso, los demás hundieron las cabezas y se durmieron. Pero el gran rey siguió mirando a Mannus. Sus ojos eran como una llama azul. A Mannus le invadió un gran miedo, de manera que se cubrió el rostro con las manos y salió corriendo de la sala, dando tumbos, hasta que llegó a la entrada de la cueva.

Se fue a tropezones, hacia la luz del sol y cayó cuán largo era. Quedó tendido por largo tiempo – el miedo había succionado de él la fuerza- y cuando volvió en sí, buscó con la mirada la entrada de la cueva. Ya no estaba. ¡No había de ella ni la más leve grieta o hendidura! Rebuscó por toda la ladera del monte, y más de alguno, al escuchar el relato, la ha buscado desde entonces. Pero ni una sola de esas almas tuvo un vislumbre o indicios de la cueva.”

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EL CABALLO RECUBIERTO DE MARAÑA

Autor: Ella Young
Nacionalidad: Irlandesa
Título original: The Tangle Coated Horse
Primera publicación: 1929
Primera traducción y publicación exclusiva para Chile: 2002, que contó con apoyo financiero del Fondo para Traducciones del Intercambio Literario Irlandés (Ireland Literature Exchange – ILE)
Traductora: Mónica Cumar
Editorial: Ediciones Columba Limitada
¿Dónde adquirir un ejemplar?: Ediciones Columba Limitada, Chile

(Agradecimiento especial a la editora y traductora Mónica Cumar, de Ediciones Columba).

Ella Young cuenta que Irlanda estuvo habitada alguna vez por grandes héroes y guerreros favorecidos por Dioses y Diosas, magos que se relacionaban sólo con seres humanos privilegiados y escogidos para reinar y proteger a Irlanda de las fuerzas oscuras, y es sobre ellos y sus odiseas por Irlanda y el mundo lo que encontramos narrado en los cuentos mitológicos de El Caballo Recubierto De Maraña, perteneciente a los llamados ciclos gaélicos tradicionales.

Hubo una época en la Irlanda céltica en la cual habrían existido los llamados fianna (plural de “fian”), clanes de feroces y magníficos guerreros que vagaban sin territorio ni Dios ni Rey, pero fieles a su líder, y que en estado de guerra, los reyes los congregaban y solicitaban ayuda para defender sus reinos de los enemigos que amenazaban con invadir Irlanda; en El Caballo Recubierto De Maraña, Young narra la historia de uno de estos grandes héroes de la mitología irlandesa llamado Fionn McUail, padre de Usheen, hijo de Uail y esposo de Saba. Cuenta la mitología céltica que existió en el territorio de Irlanda un gran fianna o Señorío (grupo de clanes) llamado Bassna y liderado por Uail (padre de Fionn Mc Uail), de cuyos integrantes había uno, Lia de Luachra, que fingía amistad y lealtad hacia su líder pero en secreto anhelaba poseer el talego que portaba Uail en el cual guardaba una joya, un talismán que resplandecía y protegía a los clanes; sabiendo Lia que Goll, líder del clan o fian Morna, deseaba tener el poder sobre todos los clanes o fianna, lo ayuda a matar a Uail, conviertiéndose Goll en el nuevo líder del fianna Bassna y apoderándose Lia de su preciado tesoro; no obstante ello, la autoridad de Goll es rechazada por una gran mayoría de fieles guerreros y amigos de Uail quienes huyen con la esperanza de que la muerte de su verdadero líder y amigo sea algún día vengada, venganza que finalmente llegará de manos de su hijo, Fionn McUail. Es en este contexto que El Caballo Recubierto De Maraña inicia su saga de cuentos con un pequeño niño cuyo verdadero nombre es Demna, pero que será posteriormente conocido como Fionn, apodo que significa “el Hermoso» Mc Uail.

Demna (Fionn) ha sido intencionalmente separado de su madre y protegido por dos hadas o druidas, Bovemall y Liath, quienes en medio de bosques, rios y montañas, crian a este niño hasta su adolescencia, tiempo en el que ellas deben separarse de Demna para evitar que Goll y sus hombres los encuentren y maten; así las cosas, Demna, escondiendo por largos años su identidad como hijo y heredero de Uail, aprende diversos oficios y el arte de la guerra siendo humilde sirviente de distintos personajes, entre ellos un ladrón y un erudito poeta, adquiriendo además un conocimiento de la vida y de sí mismo que gracias a su inteligencia, nobleza, sabiduría y entrenamiento físico, lo ayuda a convertirse en el imponente Fionn McUail que venga a su padre y reunifica y recupera el poder y Señorío de los Fianna.

Sin embargo, no será fácil para Fionn ser reconocido como hijo y genuino heredero de su padre, para ello deberá enfrentarse a grandes peligros y enemigos, muchos de los cuales, no serán simples humanos mortales a quienes derrotar con tan sólo una lucha de espadas y superioridad física; no obstante, el favor de los Dioses y Diosas, según narra el libro, será un signo de la predestinación de Fionn para acometer finalmente con éxito sus objetivos.

El Caballo Recubierto De Maraña finaliza su historia con el hijo de Fionn, Usheen, quien, por motivos que el lector deberá descubrir leyendo el libro, regresa a la Tierra, específicamente al territorio de Irlanda, territorio que después de trescientos años ha sido cristianizada por un monje llamado Patricio, frente a quien Usheen es llevado por unos irlandeses que lo encuentran en el camino, y quienes, tras ver a Usheen convertirse en segundos de un fornido hombre a un anciano ciego y decrépito, temerosos de que este cambio físico se deba a la intervención del Demonio, lo apresan y llevan ante el monje para que obre sobre él. Pero Usheen, en su defensa, narra a Patricio y sus apresores el motivo de su regreso a Irlanda y el brusco cambio de su apariencia física; les cuenta también la historia de su abuelo, Uail, de su padre, Fionn, de su madre, Saba, de sus guerreros y fieles amigos, y de sus batallas y enemigos. Tras oir atentamente la narración de Usheen, Patricio y los demás oyentes juzgan verídicas sus palabras y las transcriben al papel, permitiendo así que estos increíbles personajes y sus hazañas perduren en el recuerdo de los Irlandeses, si no como hechos históricos, al menos, como mitos y pálidos bocetos de lo que alguna vez ocurrió en los territorios de la Irlanda céltica.

Sin duda que El Caballo Recubierto De Maraña es un libro interesantísimo, ya sea que sea leído como una saga de cuentos fantásticos para niños y adultos, o como vestigio de una realidad que se fue diluyendo y decorando con apéndices de fantasía. De cualquier forma,  conocer la mitología céltica permite encontrar puntos en común con otras mitologías, como la griega, nórdica y egipcia, para llegar finalmente a darnos cuenta que nuestros orígenes, sin importar dónde vivamos, se entrecruzan en un mismo y desconocido punto del espacio y tiempo, y pese a que existen más incógnitas que certezas, es por esas incógnitas que nuestro orígen sigue siendo tan atractivo de conocer, aunque para ello la verdad deba ser mezclada con un poco (ó mucho) de fantasía.

 

VER FRAGMENTOS DE «EL CABALLO RECUBIERTO DE MARAÑA»

EL VASO ROTO

 

Autor: Sully Prudhome (1839 – 1907)
Nacionalidad: Francés
(Traducción: 1. Leopoldo Diaz; 2. Eduardo de La Barra, poema original en blog La Comarca de los Poetas)
(Fusión entre ambas traducciones e ilustración: Fitzroya)

Ese vaso en que mueren las verbenas,  VasoRoto
a un golpe de abanico se trizó;
debió el golpe sutil rozarlo apenas,
pues ni el más leve ruido se sintió.

Mas, aquella ligera trizadura,
cundiendo día a día fue fatal;
su marcha imperceptible fue segura
y lentamente circundó el cristal.

Por allí filtró el agua gota a gota,
la savia de la flor se extingue ya;
pero, la oculta herida nadie nota:
¡El vaso no toquéis, que roto está!

Así suele la mano más querida,
con leve toque el corazón trizar,
y el corazón se parte…, y ya perdida
ve la verbena del amor pasar.

Júzgalo intacto el mundo, y él en tanto
la herida fina y honda, que no veis,
siente que cunde destilando llanto.
¡El vaso roto está, no lo toquéis!

 

LA JANGADA

por Julio Vernes (Fuente)

1. Abstraído en su pensamiento, el capitán del bosque seguía examinando el singular documento. Con la clave que poseía, concedía a cada letra el sentido real que tenía, leyendo aquellas palabras, incomprensibles para los demás. Precisamente en aquellos momentos sonreía con expresión maligna.

2. Volvió a mirar el documento con ojos ávidos y siguió monologando:

– A un conto de reis solamente por cada una de las palabras de esta última frase, ascendería a una buena suma. ¡Y esa frase resume todo el documento! Da su verdadero nombre a los personajes… Mas antes de probar a comprenderla, será bueno contar el número de palabras que contiene.

Y diciendo esto, Torres se puso a contar mentalmente.

– Suma cincuenta y ocho palabras – exclamó luego-, lo que hará cincuenta y ocho contos. ¡Nada! ¡Qué con esto se puede vivir en Brasil, en Norteamérica y en todas partes donde se quiera y vivir sin hacer nada! ¿Y a cuánto ascendería si todas las palabras del documento me fueran pagadas a este precio? ¡Podría calcular entonces por centenares de contos…! ¡Voto a diablos! ¡Ahí tengo una fortuna que realizar, o soy el mayor de los tontos!

Y ya le parecía que sus manos tocaban la enorme suma y que empuñaba los cartuchos de monedas de oro.

Bruscamente, su pensamiento tomó un nuevo giro.

– Como sea – murmuró- ya toco el fin de este viaje, que me ha traído desde las orillas del Atlántico a las márgenes del Alto Amazonas. Lo malo es que este hombre puede haber dejado América, puede estar al otro lado de los mares y entonces, ¿cómo haré yo para encontrarle…? Pero no, él está aquí y con sólo subirme a la cima de uno de estos árboles, podré descubrir el techo de la casa donde mora con su familia.

Después, agarrando el papel y agitándolo con un gesto febril, continuó:

– ¡Antes que pase mañana estaré en su presencia! Y ya sabrá que su honor y su vida están encerrados en estas líneas. Cuando quiera conocer la clave que le permita leerlas, de muy buena gana pagará esta clave, si yo quiero, con toda su fortuna, como la pagaría con toda su sangre. ¡Ah, diantre…! El compadre que me entregó este precioso documento, que me ha proporcionado el secreto, dicho dónde encontraría a su antiguo colega y el nombre bajo el que se oculta después de treinta años, no podía sospechar que labraba mi fortuna.

Torres miró por última vez el viejo papel y después de haberlo doblado cuidadosamente, lo guardó en una sólida cajita de cobre, que le servía también de portamonedas.

3. Mas, de pronto, advirtió su preciosa cajita entre las manos del mono, que se había detenido a veinte pasos y que le miraba haciéndole ademanes, como burlándose de él.

Entonces, soltando una imprecación, agregó Torres:

– ¡El bribón no me ha matado, pero ha hecho otra cosa casi peor…! ¡Me ha robado!

El pensamiento de que la cajita contenía todo su dinero, no fue, sin embargo, bastante a preocuparle por el momento. Lo que le hizo saltar de cólera fue la idea de que la caja encerraba aquel documento, cuya pérdida, irreparable para él, entrañaba la de todas sus esperanzas.

– ¡Maldito! – gritó.

Y esta vez, queriendo recobrar a toda costa su caja, se lanzó en pos del guariba.

4. Torres entonces comenzó a tirarle piedras, raíces y todo lo que podía servirle de proyectiles. ¿Tenía esperanza de herir gravemente al mono? No… ya ignoraba lo que hacía.

A decir verdad, la rabia que le causaba su impotencia le privaba de la razón. Quizá esperaba el instante en que, al hacer el guariba un movimiento para saltar de una rama a otra, arrojase la cajita y aun que, para imitar los ademanes del agresor, llegase a tirársela a la cabeza.

Pero no; el mono procuraba retenerla y aunque tenía ocupada una mano con ella, aun le quedaban tres para manejarse.

Torres, desesperado, iba ya a abandonar la partida y volverse hacia el Amazonas, cuando se dejó oír un rumor de voces… ¡No era ilusión, no! Se trataba de voces humanas. Se hablaba a unos veinte pasos del sitio en que se encontraba parado el aventurero.

El primer cuidado de Torres fue ocultarse entre un espeso ramaje. Como hombre prudente, no quería dejarse ver sin saber, al menos, ante quién podía hacerlo.

Palpitante, turbado, escuchaba con atento oído, cuando de repente se oyó la detonación de un arma de fuego.

Un grito la siguió y el mono, mortalmente herido, cayó pesadamente al suelo, teniendo siempre la cajita de Torres en la mano.

– ¡Diablo! – exclamó. He aquí una bala que llega a muy buen tiempo.

Y esta vez, no importándole que le vieran, salió de entre el ramaje a tiempo que dos jóvenes aparecían bajo los árboles.

5. – ¡Muchas gracias, señores! – les dijo alegremente, quitándose el sombrero. Me habéis hecho un gran servicio matando a este perverso animal.

Los cazadores se miraron, sin comprender, desde luego, por qué se les daba las gracias.

En pocas palabras, les puso Torres al corriente de lo que ocurría.

– Habéis creído matar a un mono – concluyó- y en realidad habéis matado a un ladrón.

– Si os hemos sido útil – respondió el más joven de los dos-, ha sido sin sospecharlo; mas no por esto nos consideramos menos dichosos por haberos prestado el servicio.

Y dando algunos pasos atrás, se inclinó sobre el guariba y le arrancó, no sin esfuerzo, la cajita de su mano.

– Ved lo que, sin duda, os pertenece, señor – agregó.

– Esto es – dijo Torres, que tomó apresuradamente la cajita, sin poder contener un gran suspiro de consuelo. ¿A quién debo agradecer, señores, el servicio que se me acaba de hacer?

– A mi amigo Manuel, ayudante mayor de médico en el ejército brasileño -informó el que hasta entonces hablara.

6. – Si yo he sido el que ha tirado al mono – replicó Manuel-, tú fuiste quien me lo hizo ver, querido Benito.

– En ese caso, señores -replicó Torres- a ambos me hallo obligado; tanto al señor Manuel como al señor…

– Benito Garral – hizo saber Manuel.

Mucha fuerza de ánimo necesitó el capitán del bosque, para no estremecerse al oír aquel nombre y sobre todo cuando el joven añadió con galantería:

– La granja de mi padre Juan Garral se halla a tres millas de aquí. Si os place, señor…

– Torres -manifestó el aventurero.

– Si os place, señor Torres, venir con nosotros, seréis bien recibido.

– Yo no sé si podré -contestó Torres, que, sorprendido por aquel encuentro inesperado, vacilaba en tomar una decisión. Temo, a la verdad, no poder admitir vuestra oferta. El incidente que me acaba de ocurrir me ha hecho perder tiempo… Tengo que volver prontamente hacia el Amazonas, porque cuento con bajar hasta Pará.

– Entonces, señor Torres – repuso Benito-, es muy probable que nos volvamos a ver, porque antes de un mes mi padre y toda su familia habrán tomado el mismo camino que vos.

– ¡Ah! -exclamó vivamente Torres. ¿Vuestro padre trata de cruzar la frontera brasileña?

– En efecto, en un viaje de varios meses -respondió Benito. Al menos, nosotros confiamos llegar a decidirle. ¿No es así, Manuel?

El aludido hizo un signo afirmativo.

– Entonces, señores – manifestó Torres-, es tal vez posible que volvamos a encontrarnos. En cambio ahora, aun cuando lo siento mucho, no puedo, en este instante, aceptar la oferta que me hacéis. Os lo agradezco, sin embargo y me considero doblemente obligado.

Y, tras de decir esto, saludó a los dos jóvenes, los que, después de corresponderle, tomaron el camino de su granja.

Torres los contempló alejarse. Cuando los hubo perdido de vista, comentó en voz alta y enronquecida:

– ¡Ah…! ¡De manera que va a cruzar la frontera! Mejor, que la pase y así se encontrará por completo a merced mía… ¡Buen viaje, Juan Garral!

Y dichas estas palabras, el capitán del bosque emprendió la marcha hacia el sur. Iba en busca de la orilla izquierda del río por el camino más corto. No tardó en desaparecer entre la espesa arboleda.

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DOS AÑOS DE VACACIONES

por Julio Verne (Fuente)

1. Durante la noche del 9 de marzo de 1860, las nubes, confundiéndose con el mar, no permitían a la vista extenderse más allá de algunas brazas en derredor.

En aquel mar furioso, cuyas olas se desplegaban dejando en pos de sí surcos lívidos y espumosos, un buque ligero huía casi sin velas.

Era un yate de cien toneladas, un schooner, como llaman a las goletas en Inglaterra y en América.

Este schooner se denominaba el Sloughi, nombre que se hubiera buscado en vano en el cuadro de popa, en atención a que había sido arrancado en parte por debajo del coronamiento, quizá por el huracán, tal vez por algún choque.

Eran las once de la noche. (…) Los primeros albores no se dejarían ver hasta las cinco de la madrugada. ¿Pero serían acaso menores los peligros que amenazaban al Sloughi cuando el sol alumbrase el espacio? Tan débil nave ¿no estaría sin cesar, hasta destruirse, a merced de las olas, cada vez más embravecidas?

2. En la popa del Sloughi, y al lado del timón, se hallaban tres muchachos, uno de catorce años, otros dos de trece y un grumete de raza negra, que contaba apenas doce. Los pobres niños reunían sus fuerzas para impedir que las olas cogieran al schooner por los costados, haciéndole perecer. Era un trabajo muy rudo, porque la rueda del gobernalle, dando vueltas a pesar de los esfuerzos que las pobres criaturas hacían para dominarla, podía de un momento a otro sobreponerse a ellos y lanzarlos al mar. (…) Los golpes de mar eran rudísimos, y uno de ellos, muy fuerte, derribó a nuestros pequeños marineros, si bien pudieron éstos levantarse casi en seguida.

3. -¿Sirve todavía el timón? preguntó uno de ellos.

-Sí, Gordon, respondió otro muchacho, llamado Briant, que, habiendo vuelto a ocupar su sitio, conservaba toda su sangre fría.

Luego, dirigiéndose al tercero, dijo:

-Agárrate fuerte, Doniphan, y procura no acobardarte. Tenemos que salvar a los demás.

Estas frases fueron dichas en inglés; mas por el acento de Briant dejábase conocer que era de origen francés.

Éste se volvió hacia el grumete, diciéndole:

-¿Estás herido, Mokó?

-No, señor Briant; pero procuremos mantener el buque dando la popa a las olas, si no queremos irnos a pique.

4. En este momento se abrió la escotilla que daba patio al salón del schooner, y dos cabecitas aparecieron al nivel del puente, oyéndose al mismo tiempo los ladridos de un perro, que no tardó en dejarse ver también.

-¡Briant!… ¡Briant!… exclamó un niño como de unos nueve años de edad: ¿qué sucede?

-Nada, Iverson, nada, replicó Briant. Bájate otra vez con Dole… ¡Pronto, muy pronto!…

5. -¡Es que tenemos mucho miedo! añadió el otro más pequeño.
-¿Y los demás?… preguntó Doniphan.
-¡Los demás también están asustados! replicó Dole.
-Vamos, volved abajo, dijo Briant; encerraos, tapaos la cabeza con la sábana, cerrad los ojos, y así no tendréis miedo. No hay peligro ninguno.
-¡Atención!… ¡Otra ola!… exclamó Mokó.
Y, en efecto, un violento choque se sintió en la popa; pero felizmente no embarco agua, porque si tal hubiera sucedido, la ruina sería completa, pues penetrando el agua en el interior por la puerta de la escotilla, el yate no hubiera podido levantarse más.
-¡Volveos adentro, con mil rayos! exclamó Gordon: ¡volveos, si no queréis que os castigue!
-Vamos, niños, marchaos, volvió a repetir Briant con más dulzura

Las dos cabecitas desaparecieron; mas en aquel momento, otro muchacho, que acababa de subir, preguntó:
-¿No nos necesitas, Briant?
-No: Baxter, Cross, Webb, Service, Wilcox y tú, quedaos con los pequeños. Bastamos aquí los cuatro.
Baxter volvió a cerrar por dentro.
-Los demás también tienen miedo, había dicho Dole, según recordarán nuestros lectores.

Pero ¿es que no había más que niños en aquel schooner llevado por el huracán? ¿Es que no existía ningún hombre a bordo, ni un capitán que mandara, ni un marino siquiera que ejecutara las maniobras, ni un timonel que gobernase en medio de aquella tormenta? ¡No, no había más que niños! ¿Y cuántos eran? Quince, contando a Gordon, Briant, Doniphan y el grumete que ya conocemos.

6. Lo cierto es que, dado tal personal, no es de extrañar que nadie a bordo pudiese decir la posición exacta del Sloughi en medio de aquel Océano… ¡Y qué Océano! El más grande de todos, el Pacífico, que tiene dos mil leguas de anchura desde Australia y Nueva Zelandia hasta el litoral suramericano. ¿Qué había sucedido? ¿La tripulación varonil del yate habla desaparecido por efecto de alguna catástrofe? ¿Piratas de la Malasia se habían apoderado quizás de los marineros, no dejando a bordo más que unos cuantos niños entregados a sí mismos, no pasando el mayor de catorce años? Un buque de cien toneladas necesita, por lo menos, un Capitán, un contramaestre, cinco o seis hombres; y de ese personal, indispensable para maniobrar, no quedaba más que un grumete. Pero, en fin, ¿de dónde venía ese schooner? ¿De qué paraje austrolasiano, o de qué archipiélagos de Oceanía? ¿Desde cuánto tiempo estaba en el mar, y cuál era su rumbo? Seguramente que aquellos pobres niños podrían contestar a todas aquellas preguntas si hubieran encontrado algún navío y el capitán les preguntara el motivo de su aislamiento; mas por desgracia no se divisaba ningún buque, ni siquiera de los transatlánticos, cuyos itinerarios se cruzan en los mares oceánicos, ni tampoco barcos del comercio, de vapor o veleros, que Europa y América mandan a centenares hacia los puertos del Pacífico.

7. Briant y sus compañeros procuraban, por todos los medios que estaban a su alcance, que el schooner no se tumbara por completo.

-¿Qué hacemos?… dijo Doniphan.
-¡Todo lo que sea posible para salvarnos, con la ayuda de Dios! respondió Briant con serenidad admirable, precisamente en momentos en que ciertamente aun el hombre de más energía hubiera conservado muy pocas esperanzas de salvación.

En efecto; la tempestad arreciaba y el huracán crecía en intensidad, amenazando a cada instante hundir la embarcación, privada hacía cuarenta y ocho horas de su palo mayor, que, roto a cuatro pies de altura por encima del puente, no permitía izar ninguna vela con que auxiliar el gobierno del buque.

8. Hasta entonces, ni una isla, ni un continente se había visto al Este. Chocar con una costa es una eventualidad terrible, sin embargo, esos niños lo hubieran temido menos que a los furores de aquel inmenso mar. Un litoral cualquiera, con sus escollos, sus rompientes, sus rocas incesantemente invadidas por la resaca, era preferible a ese Océano, pronto a abrirse bajo sus pies. Así es que los pobres chicos miraban siempre al horizonte, esperando ver alguna luz que los guiase. ¡Vana esperanza!

9. De repente, hacia la una de la madrugada, un ruido espantoso dominó el silbido del huracán.
-¡El palo de mesana se ha roto!… exclamó Doniphan.
-No, respondió el grumete. Es la vela, que se ha soltado de las relingas.
-Es menester arrancarla, dijo Briant. Gordon, ponte en el timón con Doniphan; y tú, Mokó, ven a ayudarme.

El negrito, siendo grumete, tenía algunas nociones de náutica, de las que no carecía tampoco Briant, por haber atravesado ya el Atlántico y el Pacífico cuando hizo el viaje de Europa a Oceanía, habiéndose familiarizado algún tanto con las maniobras. Esto explica el por qué los demás, que no sabían nada de eso, habían confiado a Briant y a Mokó el cuidado de dirigir el schooner.

10. Sería como la una de la mañana. En aquel momento la noche era cada vez más oscura por el espesor de las nubes; la borrasca se desencadenaba con atronadora violencia, y el yate navegaba con sin igual velocidad, saludado por las gaviotas con gritos agudos que rasgaban los aires. La presencia de estas aves ¿era señal de que la tierra se hallaba cerca? No, porque se las encuentra a veces a varios centenares de leguas de la costa. Además, impotentes para luchar contra la corriente aérea, esos pájaros, que sienten placer en medio de las tormentas, la seguían como el schooner, al que ninguna fuerza humana hubiera podido detener.

11. Una hora más tarde lo que quedaba de la mesana acabó de desgarrarse, esparciéndose por el espacio.

-¡Ya no tenemos velas!, exclamó Doniphan, y es imposible colocar ninguna otra.
-¡Qué importa!- respondió Briant; no por eso navegaremos con menos velocidad.
-¡Vaya una contestación! replicó Doniphan: ¡si éste es tu modo de maniobrar!…
-¡Cuidado con las olas, que amenazan por la popa! Es necesario atarnos, si no queremos que nos arrastren, dijo Mokó.

Apenas había concluido el grumete de pronunciar estas palabras, cuando un gran golpe de agua cayó encima del puente. Briant, Doniphan y Gordon fueron despedidos contra la toldilla a la que se agarraron; pero el pobre Mokó había desaparecido en aquella masa líquida, que barrió toda la cubierta del Sloughi, arrastrando parte de la obra muerta, dos canoas, una chalupa, algunos otros objetos y la cubierta de la brújula. Sin embargo como parte de la obra muerta había sido levantada por el golpe, el agua, saliendo por allí, salvó el yate del peligro de zozobrar bajo el peso de aquella enorme carga.

12. ¿Sería que el mar se había llevado a Mokó después de su último grito? En este caso el desgraciado niño debía estar ya muy lejos, hacia atrás, porque el viento no había podido empujarle con tanta velocidad como al schooner.

Si así era, estaba perdido sin remedio.

Mas no: un nuevo grito, si bien más débil, llegó hasta Briant, e hizo que éste se precipitase hacia el hueco del montante en que se empotraba el pie del bauprés. Allí, a tientas encontró un cuerpo quo se movía… Era el grumete, cogido en el ángulo que formaba el empavesado uniéndose en la proa.

Además, una driza que con sus esfuerzos apretaba cada vez más, le rodeaba la garganta, exponiéndose a morir estrangulado.

Viendo esto Briant, sacó su cuchillo y cortó, no sin mucho trabajo, la cuerda que molestaba al grumete.

Mokó fue llevado hacia la popa y cuando tuvo bastante fuerza para hablar, exclamó:

-¡Gracias, señor Briant, gracias!

Y volvió a colocarse en el timón, en donde los cuatro se amarraron para resistir a las enormes olas que amenazaban el Sloughi.

13. A eso de las cuatro y media, alguna luz se dejó ver efectivamente; mas por desgracia, las nieblas limitaban el alcance de la vista a menos de un cuarto de milla. Las nubes corrían con una velocidad espantosa.

El huracán no había perdido nada de su fuerza, y el mar desaparecía bajo la espuma de las olas al romperse. El schooner, tan pronto levantado en la cima de una ola como hundido, al parecer, en el fondo del abismo, hubiera zozobrado veinte veces si el viento le hubiese cogido por los costados.

Los cuatro muchachos miraban atónitos aquel caos, comprendiendo que si los furiosos elementos no se calmaban pronto, su situación era desesperada, pues materialmente imposible parecía que el Sloughi resistiera aun veinticuatro horas la violencia de las olas, que indudablemente acabarían por desbaratarle.

Pero ¡oh alegría! en este mismo instante Mokó gritó:

-¡Tierra!… ¡Tierra!…

14. La bruma, que empezaba a aclararse, remontándose a las zonas superiores, dejó que la vista se extendiera sobre el Océano en un espacio de varias millas delante del yate.

-¡Sí, es la tierra… la tierra!… exclamó Briant.
-¡Y una tierra muy baja! añadió Gordon, que acababa de observar con más atención el litoral.

Esta vez no había que dudarlo. Una tierra, continente o isla, se dibujaba a cinco o seis millas en una ancha parte del horizonte. Con la dirección que llevaba, y de la que la borrasca no le permitía apartarse, el Sloughi llegaría en menos de una hora; mas era de temer que se destrozara al llegar, sobre todo si las rompientes le detenían antes de abordar.

15. Delante de la playa se desarrollaba a la vista una fila de rocas cuyas cimas negruzcas salían del agua más o menos, según la ondulación de las olas, sacudidas sin cesar por la resaca. Allí, de seguro, al primer choque el Sloughi se haría pedazos.

Briant tuvo entonces el pensamiento de que más valía que todos sus compañeros estuvieran sobre el puente en el momento en que el buque encallara, y abriendo la puerta de la escotilla, gritó:

-¡Arriba todo el mundo! En seguida el perro se lanzó fuera, seguido de unos diez niños que se arrastraron hacia popa. Los más pequeños, viendo las olas, gritaban asustados.

16. Pero ¿qué tierra era aquella? ¿Pertenecía a alguna de las islas del Pacífico, o a un continente? Esta cuestión no podía resolverse, porque estando el Sloughi demasiado cerca del litoral, no era dable la observación en un perímetro suficiente. Su concavidad, formando ancha bahía, terminaba en dos promontorios; uno bastante elevado y liso hacia el Norte, y el otro afilado en punta hacia el Sur. Pero más allá de ambos cabos, ¿seguiría o no el mar los contornos de una isla? Briant procuró en vano asegurarse de ello con ayuda de los anteojos que encontró a bordo.

En el caso de que esa tierra fuera una isla, ¿cómo sería posible abandonarla si no se podía volver a poner el buque a flote, pues la marea alta no tardaría en desbaratarle, arrastrándole por los arrecifes? Y si esa isla no estuviese habitada, cual acontece en alguna del Pacífico, ¿cómo esos niños abandonados a sí mismos y no teniendo más víveres que los existentes en el barco, proveerían a las necesidades de la existencia?

17. Eran ya más de las doce. La marea alta había empezado, y la resaca crecía. La luna era nueva y por consiguiente las olas iban a ser más fuertes que la víspera; así es que, por poco que soplara el viento, la goleta corría el peligro de destrozarse si las aguas agitadas la levantaban y la dejaban caer sobre los arrecifes.

Nadie, seguramente, sobreviviría a tan funesto desenlace. ¡Y nada se podía hacer para impedirlo!

Agrupadas todas aquellas pequeñas criaturas, miraban cómo crecía el mar y cómo desaparecían las puntas de las rocas debajo del agua.

Para mayor desgracia, el viento sopló de nuevo del Oeste, como la noche anterior. Las olas más altas cubrían de espumas el Sloughi, y no tardarían en invadir el puente. Sólo Dios podía ayudar a los pobrecitos náufragos, que mezclaban sus oraciones a sus gritos de espanto.

Un poco antes de las dos el schooner, influido por la marea, no se apoyaba ya sobre la banda de babor; pero a consecuencia del vaivén, la proa chocaba con el fondo, mientras que la popa estaba aun sostenida entre dos rocas. Pronto los golpes redoblaron, y el Sloughi caía tan pronto hacia babor como hacia estribor, teniendo los niños que sostenerse unos con otros para no ser arrojados al mar.

En aquel instante, una montaña de agua espumosa, llegando con la furia de un torrente, se levantó a dos brazas del buque, y cubriendo por completo el banco de arrecifes, levantó el yate y lo arrastró por encima de las rocas, sin que ninguna tocara a su casco.

En menos de un minuto, y en medio de aquella masa enorme de agua, el Sloughi, llevado hasta la mitad de la playa, chocó contra un montón de arena a doscientos pasos de los primeros árboles, agrupados al pie del acantilado, y se quedó inmóvil, pero en tierra firme esta vez, mientras que el mar, retirándose, dejaba la playa enteramente enjuta.

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DOS AÑOS DE VACACIONES

Autor: Jules Verne
Nacionalidad: Francés
Título original: Deux ans de vacances
Primera Publicación: 1888

Es 15 de febrero de 1860, y quince niños de entre ocho y catorce años, alumnos del acomodado colegio Chairman, en Auckland, se disponen a disfrutar de seis semanas de vacaciones surcando las costas de Nueva Zelanda comandados por una tripulación de ocho hombres, un pequeño grumete de doce años llamado Mokó, y Turpin, un perro de caza. Pero la imprudencia de la tripulación cambia el rumbo de los felices planes, y en un instante en que los hombres se encuentran en tierra firme bebiendo antes de la partida, sin saberse cómo, el barco se desprende de su amarra y se hace a la mar con Mokó, Turpin y todos los niños embarcados; a partir de aquí su sobrevivencia será incierta e improbable para sus familias en Auckland, quienes tras buscar en vano rastros del buque, pierden toda esperanza de volver a ver a sus muchachos.

Más, una suma de factores que incluyen inteligencia, valentía, esfuerzo, capacidad de organización y liderazgo, mantendrá la unidad del grupo y les permitirá hacer frente a la odisea que vivirán durante dos años, primero en alta mar, contra vientos y mareas gigantes, y luego, tras encallar en una desconocida isla a la que bautizarán como isla “Chairman”.

En Dos años de vacaciones Verne destaca los defectos y virtudes de un grupo de adolescentes, de distintas nacionalidades, que al verse enfrentados a morir, sin nadie que los busque, deben ingeniárselas para mantener la cordura en las decisiones y viva la esperanza de regresar donde sus familias. La situación no será fácil de resolver, no obstante, las circunstancias que parecen ir de mal en peor se transforman al final en un boleto de salvación y regreso a Nueva Zelanda. Una especial mención tendrá Chile  a quien Verne utiliza como punto de referencia para que los niños extraviados sepan dónde y qué tan alejandos se encuentran de tierra firme.

Dos años de vacaciones es una novela de aventura, en la que Verne envuelve de suspenso y acción al lector desde la página número uno, dejandolo con ansiedad por averiguar pronto cuál será la suerte de sus jóvenes personajes.

 

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LA JANGADA

Autor: Jules Verne
Nacionalidad: Francés
Título original: La Jangada: 800 lieus sur l’Amazone
Primera publicación: 1881

La Jangada (traducida también como La balsa del Amazonas) es una novela que transcurre principalmente en el norte de Brasil, al borde del río Amazonas; aquí, Juan Garral, empleado de una compañía de diamantes de la ciudad de Tijuco, es acusado del crimen de los escoltas de un cargamento de diamantes y robo de las gemas, por lo que es sentenciado a pena de muerte. Garral, sin poder demostrar su inocencia, huye a Iquitos, Perú, donde cambia su identidad y comienza una nueva vida, logrando, luego de veintitrés años, formar una familia y convertirse en un respetado y honrado hacendado. No obstante, Torres, un “capitán de los bosques”, como se le conoce a los hombres de dudosa reputación encargados de capturar a los esclavos fugitivos, conoce el paradero de Garral y viaja hasta Iquitos para extorsionarlo a cambio de una evidencia que prueba su inocencia y que puede liberarlo de los cargos aún no prescritos en Brasil. Sin embargo, Garral no está dispuesto a pagar lo que Torres le pide, que es la mano de su hija, y aprovechándose de un viaje que hará con su familia a bordo de una gigantesca balsa por el río Amazonas en dirección a Brasil, Torres informa a las autoridades que Garral se encuentra en Brasil, quedando éste en prisión y a la espera de su ejecución.

Por su parte, la familia Garral, desconociendo el pasado y verdadero apellido del patriarca, convencidos de su inocencia se embarcan en una investigación y búsqueda de la evidencia que lo salve de la muerte, para lo cual será necesario encontrar a Torres y obligarlo a entregar a la justicia la evidencia que posee. Esta búsqueda terminará con Torres muerto y un criptograma que nadie sabe cómo descifrar, pero que esconde el apellido del verdadero criminal.

A partir de aquí, el criptograma se transforma en la pieza clave de la novela, dado que la muerte de Garral es irrevocable y puede ejecutarse de un momento a otro dependiendo de la demora en los papeleos judiciales de rigor. Sin embargo, el juez que lleva la causa, convencido de su inocencia, será también una pieza clave para intentar descifrar el contenido del criptograma antes que la sentencia de muerte sea ejecutada.

En La Jangada, Verne utiliza como elemento de transporte desde Perú al norte de Brasil una «jangada«, un tipo de balsa pequeña usada para pescar, que en este caso Verne caracteriza como un gigantesca balsa, de propiedad del hacendado Juan Garral, con la que éste se desplaza hacia Manaos junto a su familia y un cargamento de víveres y enceres. Sin embargo, esta monumental balsa, además de ser un ingenioso medio de transporte y testigo silencioso de la tragedia de su dueño, viene a dar cuenta de la gran fortuna que honrada y esforzadamente Juan Garral ha acuñado durante veintitrés años, fortuna que lo ha convertido en un respetado latifundista en Iquitos, hecho que hace aún mayor el drama que este respetado hombre debe vivir, viendo cómo todo lo que había logrado construir era arrebatado de sus manos.

En un sistema sociopolítico y económico como el que rige al mundo, en el que la justicia es tan esquiva y comprable con dinero e influencias, llama particularmente la atención el personaje del juez Jarríquez, a quien Verne caracteriza como un hombre bueno y a quien la sola idea de condenar a un inocente lo lleva a involucrarse tanto en su causa y resolución del criptograma, que sugiere a la familia de Garral cometer un ilícito y huir por segunda vez de vuelta a Iquitos. En esta obra, a diferencia de la calamitosa suerte del niño Jacob (Historia del niño bueno, 1875) con la cual el escritor Mark Twain busca ejemplificar que a las personas buenas le ocurren las peores desgracias, en este caso Verne premia con justicia y un final feliz la historia de este esforzado hombre, Juan Garral.

 

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FLOW GENTLY, SWEET AFTON

Autor: Robert Burns (1759 – 1796); poema extraído de «Poems of Robert Burns«, John Henderson, 1847

(Traducción e Ilustración: Fitzroya)

Flow gently, sweet Afton, among thy green braes,
Flow gently, I’ll sing thee a song in thy praise.
My Mary’s asleep by thy murmuring stream,
Flow gently, sweet Afton, disturb not her dream.

Thy crystal stream, Afton, how lovely it glides,
And winds by the cot where my Mary resides,
There daily I wander as noon rises high,
My flocks and my Mary’s sweet cot in my eye.

How pleasant thy banks and green valleys below,
Where wild in the woodlands the primroses blow,
There oft as mild ev’ning weeps o’er the lea,
The sweet-scented birk shades my Mary and me.

Flow Gently, sweet Afton, among thy green braes,
Flow gently, I’ll sing thee a song in thy praise.
My Mary’s asleep by thy murmuring stream
Flow gently, sweet Afton, disturb not her dream.


Ilustración inspirada en el poema:

SweetAfton

FLUYE SUAVEMENTE, DULCE AFTON

Fluye suavemente, dulce Afton, entre tus verdes faldeos,
fluye suavemente, te cantaré una canción en honor a ti.
Mi Mary se ha dormido con el arrullante sonido de tus aguas,
fluye suavemente, dulce Afton, no interrumpas su dormir.

Tu prístina corriente, Afton, qué hermosa fluye,
y se arremolina cerca de la cuna donde mi Mary está,
allí a diario paseo mientras el mediodía se empina en lo alto,
mis rebaños y la dulce cuna de mi Mary a mi vista están.

Qué placenteras son abajo tus vertientes y verdes valles,
donde silvestres, en los bosques, las prímulas florecen,
allí, a menudo, cual apacibles mantos de atardecer sobre las praderas,
el dulce-fragante abedul sombrea a mi Mary y a mí.

Fluye suavemente, dulce Afton, entre tus verdes faldeos,
fluye suavemente, te cantaré una canción en honor a ti.
Mi Mary se ha dormido con el arrullante sonido de tus aguas,
fluye suavemente, dulce Afton, no interrumpas su dormir.


Flow gently sweet Afton fue musicalizado por el compositor norteamericano Bill Douglas en su disco Deep Peace; para una experiencia de lectura diferente, sugiero al lector leer este poema al mismo tiempo que se escucha la musicalización de este brillante compositor.

EL CASTILLO DE LOS CARPATOS

por Julio Verne

1. “Esto no es una narración fantástica; es tan sólo una narración novelesca. ¿Es preciso deducir que, dada su inverosimilitud, no sea verdadera? Suponer esto sería un error”.

2. “Por otra parte, no se inventan leyendas a la terminación de este práctico y positivo siglo XIX; ni en Bretaña, la comarca de los montaraces korrigans, ni en Escocia, la tierra de los brownics y de los gnomos, ni en Noruega, la patria de los ases, de los elfos, de los silfos y de las valquirias, ni aún en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se presta por sí a todas las evocaciones fantásticas.”

3. “Frik-Frik, natural de Werst, es tan descuidado de su persona como las bestias (…). Echado sobre un mullido otero, dormía el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con la gran pipa en la boca, silbando de vez en cuando a sus perros si alguna oveja se alejaba del prado, o tocando el cuerno, cuyo sonido repercutía en los ecos de la montaña.

Eran las cuatro de la tarde. El sol declinaba en el horizonte. Hacia la parte Este divisábanse algunas cúspides, cuyas bases estaban como sumergidas en flotante bruma. Al S.O., dos gargantas de la cordillera dejaban pasar un oblicuo haz de luz solar, como el punto luminoso que se filtra por una puerta entornada.

Este sistema orográfico pertenece a la parte selvática de la Transilvania, comprendida bajo la denominación del distrito Klausenb Kurg u olosvar. La Transilvania es un curioso fragmento del imperio de Austria; dicha región se llama en lengua magyar “El Erdely”, o, lo que es igual, “el país de los bosques”.”

4. “En el momento en que penetraban los rayos del sol a través de las cortaduras del Oeste, Frik se volvió; puso su mano, medio cerrada, a guisa de catalejo – como si hubiese hecho de ella una bocina-, y estuvo mirando atentamente. En la claridad del horizonte, y como a una milla larga, muy empequeñecido por la distancia, se dibujaban los contornos de un antiguo castillo sobre una aislada cima de la garganta de Vulcano, la parte superior de una meseta, llamada “meseta de Orgall”.

5. “Aún en las regiones más adelantadas, no se pasa en el campo por delante de un pastor sin dirigirle alguna frase amistosa, algún saludo afectuoso, llamándole también “pastor”. Un saludo con el sombrero puede ser el medio de librarse de malignas influencias, y en los caminos de Transilvania no es donde menos sucede esto.
Frik era, pues, considerado como un mago, como un evocador de fantásticas apariciones. Según unos, obedecían a su voz vampiros y endriagos; según otros, se le solía encontrar al declinar de la luna, en las noches oscuras, como se ve en otras comarcas en el año bisiesto, montado sobre la compuerta de los molinos, hablando con los lobos o mirando las estrellas.

Frik dejaba decir, y no le iba mal. Vendía hechizos y contrahechizos. Pero ¡observación curiosa! él mismo era tan crédulo como su clientela, y si bien no creía en sus propios sortilegios, daba fe a las leyendas que corrían por la comarca.”

6. “A aquella hora la campiña estaba solitaria; hasta entrada la noche no volvían a sus hogares las gentes del campo; Frik no pudo cruzar su saludo tradicional con nadie. Ya abrevado su rebaño, iba a internarse entre los pliegues del valle, cuando en la revuelta del Sil apareció un hombre, como a unos cincuenta pasos río abajo:
– ¡Hola, amigo! Gritó el pastor.

Aquel hombre era uno de esos mercaderes que recorren el distrito. Se les encuentra en las ciudades, en los pueblos y hasta en las más humildes aldeas. No es obstáculo para ellos el hacerse comprender; hablan todas las lenguas. Aquel, ¿era italiano, sajón o valaco? Nadie hubiera podido decirlo. En realidad era judío polonés, alto y delgado, de afilada nariz y barba puntiaguda, frente abultada y ojos muy vivos. Era un vendedor ambulante de anteojos, termómetros, barómetros y relojes de bolsillo.

Lo que no guardaba en el morral que, sujeto con correas, llevaba a la espalda, lo colgaba del cuello o de la cintura; un verdadero buhonero, algo así como un escaparate semoviente.

Probablemente el judío participaba del respeto o del temor que los pastores inspiran. Así que saludó a Frik con la mano: (…)
– ¿Para qué sirve este tubo?
– No es tal tubo.
– Será pues, una pistola, dijo el pastor.
– No, dijo el judío: es un anteojo.

Era, en efecto, uno de esos anteojos comunes que agrandan cinco o seis veces los objetos, o que los aproximan otro tanto, lo que produce el mismo resultado. Frik había cogido aquel instrumento, y le contemplaba, dándole vueltas entre sus manos, haciendo salir y entrar los cilindros.

Después, moviendo la cabeza:
– ¡Un anteojo! Dijo.
– Sí, pastor; un magnífico anteojo, que os alargará mucho la vista (…)

El asombro de Frik al coger por primera vez un anteojo para mirar la aldea de Werst, indicaba lo atrasado que este pueblo se encontraba. Si esto era o no verdad, bien pronto lo veremos.

(…) Frik miraba entonces hacia la llanura de Orgall; siguió después contemplando la sombría masa de los bosques situados sobre vertientes del Plesa y enfocando el objetivo a la lejana silueta del castillo, exclamó (…):
– ¿Qué es aquella nube que sale del torreón? ¿Es bruma? No; parece humo… Pero no es posible… Desde hace siglos y siglos no echan humo las chimeneas del castillo…
– Si veis humo, es que lo hay pastor.

(…) Efectivamente, lo que salía del torreón era humo. Aquella columna subía recta, en el aire tranquilo, y su penacho se confundía con las nubes. Frik, inmóvil, no hablaba ya, concentrando su atención sobre el castillo, cuya sombra iba ascendiendo hasta llegar al nivel del llano de Orgall. De pronto bajó el aparato, y llevándose la mano a la alforja que bajo su sayo llevaba, preguntó:
– ¿Qué vale esto?
– – Florín y medio, respondió el buhonero.
(…) Bajo el influjo de una estupefacción tan grande como inexplicable, metió la mano en su alforja y sacó el dinero.
– ¿Es para vos el anteojo? preguntó el buhonero
– No, para mi amo.
– Entonces, él os reembolsará.
– Sí… Los dos florines que me cuesta
– ¡Cómo los dos florines!
– Sí… de ahí para arriba. Buenas tardes, amigo.
– Buenas tardes, pastor.

Y Frik, silbando a sus perros y reuniendo su rebaño, subió a buen paso en dirección a Werst. Mirándole marchar el judío, movió la cabeza, y murmuró:
– De haberlo sabido, le pido más por el anteojo.

Después de arreglar sobre sus hombros y cintura su mercancía, tomó la dirección de Karlsburg, volviendo a bajar por la margen derecha del Sil. ¿Dónde iba? Poco nos importa. Él no hace más que pasar en esta novela… No le volveremos a ver más.”

7. “Tal acontecía con la edificación antedicha, castillo otro tiempo de los Cárpatos. Reconocerle en su indecisa estructura en la meseta de Orgall, que corona a la izquierda la garganta de Vulcano, hubiera sido imposible. Ya no muestra su erguida silueta en las montañas. Lo que pudiera tomarse por torreón, no es acaso otra cosa que un informe montón de piedras. Allí donde la vista crea percibir los almenados muros, quizá no habrá sino rocosa cresta. Es un conjunto vago, flotante, incierto. Tanto es así, que si diéramos crédito a lo que dicen algunos turistas, el castillo de los Cárpatos sólo existe en la fantasía de las gentes del país.

Después de todo, el medio más sencillo para salir de dudas sería hacerse conducir por un guía del Vulcano o de Werst, y subir por el desfiladero, dar cima a la montaña, visitar aquellas construcciones. Pero hay el inconveniente de que se encuentra más fácilmente el camino del castillo que el guía. En el valle del Sil nadie consentiría en acompañar a un viajero al castillo de los Cárpatos, así fuese a peso de oro.

(…) En cuanto a lo que encerraba el consabido muro, por mil partes quebrado, bien fuese edificio habitable, accesible por puente levadizo o poterna, ignorábase de luengos años atrás. En realidad, si bien el castillo de los Cárpatos se hallaba en mejor estado de lo que parecía, estaba protegido ahora por el extendido terror supersticioso, con tanta eficacia como en pasados tiempos lo estuviera por basiliscos, bombardas, culebrinas y demás maquinas de artillería de otros siglos.”

8. “A mediados del siglo actual, el último representante de los señores de Gortz era el barón Rodolfo. Nacido en el castillo de los Cárpatos, había visto a su familia irse extinguiendo alrededor suyo durante su juventud, y a los veintidós años se encontró solo en el mundo. Todos los suyos habían ido cayendo, año tras año, cual las ramas del haya secular cuya existencia tan unida se hallaba, según la superstición pública, a la existencia misma del castillo. Sin parientes y casi sin amigos, ¿qué iba a hacer el barón Rodolfo para llenar aquel inmenso vacío que la muerte dejó en torno suyo? ¿Cuáles eran sus aficiones, sus inclinaciones y aptitudes? Nada de esto se sabía, como no fuese la pasión irresistible que sentía por la música, y muy especialmente por los grandes artistas líricos de su época. Así que, después de haber confiado la guarda del castillo, ya muy deteriorado, en manos de algunos viejos servidores, un día desapareció de allí.

Más tarde se supo que dedicaba su fortuna, bastante considerable, a recorrer los principales centros líricos de Europa, los teatros de Alemania, Francia e Italia, donde podía saciar su infatigable fantasía de diletante.”

9. “Castillo desierto, castillo fantástico… Las vivas y ardientes imaginaciones pobláronle pronto de fantasmas, de espíritus que se albergaban en aquél a las altas horas de la noche. Cosas son éstas que suceden frecuentemente en muchas comarcas de Europa, entre las que Transilvania debe ocupar el primer lugar. Además, ¿cómo aquella aldea de Werst hubiera podido romper con sus creencias en lo sobrenatural? El cura y el maestro enseñaban estas fábulas con tanto más empeño, cuanto que ellos mismos las creían a pies juntillos. (…) De aquí la reputación de que el castillo estaba encantado; reputación muy justificada, al decir de las gentes, y nadie hubiera osado aventurarse a visitarle. Esparcía en torno suyo una especie de espanto epidémico, como las emanaciones pestilentes de una laguna insalubre. Sólo con aproximarse un cuarto de milla, se arriesgaba la vida en este mundo y la salvación en el otro. (…) Sin embargo, tal estado de cosas debía tener fin, y esto sucedería cuando no quedase una sola piedra de la antigua fortaleza de los barones de Gortz (…). “

10. “El pastor se puso en camino para llevar la tremenda noticia de que queda hecha mención, después del accidente del anteojo.

En efecto: la noticia era tremenda. ¡En el torreón acababa de aparecer humo! (…) ¡Después de tanto tiempo que nadie había franqueado su cerrada poterna, ni levantado el puente levadizo! … Si el castillo estaba habitado, sólo podía estarlo por seres sobrenaturales… Pero ¿con qué objeto podían los espíritus encender fuego en uno de los departamentos del torreón? ¿Provenía el humo de alguna chimenea, de una habitación o de la cocina? He aquí un punto verdaderamente inexplicable.

(…) Algunos aldeanos que se habían retardado en sus faenas, le saludaron al pasar. Frik apenas les respondió. Esto era motivo de gran inquietud para los primeros, porque para evitar los maleficios no basta saludar al pastor, es preciso que éste responda al saludo. Pero Frik no se fijaba en esto, y caminaba con los ojos extraviados, actitud extraña y ademanes descompuestos. Aunque los lobos le quitaran la mitad de sus carneros, no hubiera recibido impresión más honda. ¿De qué mala nueva era nuncio el pastor?

El primero que lo supo fue el juez de Koltz. Así que le vio, gritóle Frik:
– ¡En el castillo hay fuego, amo!
– ¿Qué dices, Frik?
– Digo la verdad.
– ¿Te has vuelto loco?

(…) Y ambos se dirigieron hacia el centro de la calle Mayor de la aldea, al borde de un terraplén que dominaba los barrancos, y desde el cual se podía ver el castillo. Una vez allí, Frik dio el anteojo a su amo. Evidentemente el señor Koltz no era más práctico que el pastor en el manejo de tal instrumento.
– ¿Qué es esto? le preguntó.
– Una maquinaria para ver, que he comprado en dos florines, y que vale el doble.
– ¿A quién?
– A un buhonero
– ¿Y para qué?
– Aplicadlo a vuestro ojo; dirigidlo hacia el castillo; mirad y veréis.

El juez enfocó el anteojo en dirección al castillo, y miró atentamente. ¡Sí! Lo que salía de una de las chimeneas del torreón era humo, que desviado en aquel momento por la brisa, se arrastraba por la falta de la montaña.

(…) Colóquese el lector en una disposición de ánimo igual a la de las gentes de Werst, y no se asombrará de los hechos que van a ser referidos. No le pido que crea en lo sobrenatural, sino únicamente que se ponga en el caso de aquella población, y dé fe a este relato. A la desconfianza que inspiraba el castillo de los Cárpatos, que todo el mundo creía inhabitado, iba a unirse ahora el espanto, pues, que parecía estar habitado (…)”.

11. “Existía un lugar de reunión, frecuentado por bebedores y aun por otros que, sin beber, gustaban de ir allí para hablar de sus negocios después del trabajo. Estos últimos en número reducido, como se comprende. (…) La posada del Rey Matías, así se titulaba, estaba situada en uno de los ángulos del terraplén, en la calle Mayor de Werst (…). En esta posada hubo reunión de los notables de Werst la noche del 25 de mayo. Entre otros estaban el Sr. Koltz, el maestro Hermod, el guardabosque Nic Deck, una docena de los principales de la aldea, y el pastor Frik, que no era el menos importante (…).

12. – Yo iré (al castillo)

El que pronunció estas dos palabras era Nic Deck, el guardabosque que hasta ese entonces no había tomado parte de la conversación.
-¿Tú, Nic? Exclamó el juez.
– Yo, pero a condición de que Patak me acompañe.
Al oír esto, el doctor dio un salto para salir de aquel atolladero.
– ¿Acompañarte yo? replicó. ¡Vaya un paseo delicioso que nos íbamos a dar! Y, por fin, si eso tuviera utilidad podría uno aventurarse. Pero tú sabes muy bien Nic, que no hay camino para poder ir al castillo. No podríamos llegar.
– He dicho que voy al castillo, repuso Nic, y allí iré.
– ¡Sí, pero yo no lo he dicho! Gritó el doctor agitándose como si estuvieran apretándole el cuello.
– ¡Sí lo habéis dicho! Replicó Jonás
– ¡Sí, sí! Repitieron todos unánimes.
El antiguo enfermero no sabía cómo escaparse de unos y de otros.
– Bueno… puesto que así lo queréis – dijo – acompañaré a Nic Deck, por más que sea inútil.
– ¡Bien, doctor, bien! Exclamaron todos los parroquianos del Rey Matías.
– – ¿Y cuándo nos vamos? (…)
– Mañana por la mañana, respondió Nic Deck (…)
De pronto dejóse oír en medio del silencio general una voz muy clara, que decía lentamente:
“Nicolás Deck, no vayas mañana al castillo. ¡No vayas… o te pasará una desgracia!”

¿Quién se había expresado de esta suerte? ¿De dónde salía aquella voz desconocida que parecía surgir de una boca invisible?… Aquella voz era la de un aparecido, una voz sobrenatural, una voz de ultratumba…
Nadie se atrevía a mirar, ni hablar palabra. El espanto llegó al colmo…

El más valiente, Nic Deck, quiso averiguar de qué se trataba. Aquellas palabras habían sido pronunciadas allí dentro: en la sala. El guardabosque tuvo el arrojo de ir hacia el arcón y abrirle…
Nadie.

Fue a mirar a las habitaciones que daban a la sala.
Nadie.

Abrió la puerta de la posada, y saliendo, a la calle recorrió el terraplén, hasta la esquina de la calle…

De allí a poco, el juez Koltz, Hermod el maestro, el doctor Patak, el pastor Frik y todos los demás, fuéronse de la posada, dejando solo a Jonás, que se dio gran prisa a echar las dos vueltas a la llave de la puerta de la calle.

Aquella noche, como si estuviesen amenazados de una fantástica aparición, todos los vecinos de Werst atrancaban fuertemente sus puertas…

En la aldea reinaba el más espantoso terror.”

12. “Y, no obstante, el guardabosque se aprestaba a salir de Werst, y por su gusto, sin que nadie le obligase. (…) Ni los ruegos de sus amigos, ni el llanto de Miriota, pudieron torcer el ánimo del guardabosque; lo que no sorprendió a nadie, conociendo el carácter indomable del joven, su tenacidad o, por mejor decir, su terquedad. Había dicho que iría al castillo de los Cárpatos, y nada podría impedirlo, ni aún aquella amenaza que tan directamente se le había hecho. Sí… Iría al castillo, aunque no volviese.”

13. “Después de las naturales despedidas, Nic Deck, arrastrando consigo al doctor desapareció en la revuelta de la montaña. Iba el joven en traje de viaje, con gorra de galón de ancha visera, chaqueta con cinturón, y pendiente de éste el cuchillo, pantalón bombacho, botas herradas, cartuchera y la carabina al hombro (…).

El doctor, por su parte, creyó oportuno armarse con un viejo pistolón de chispa, que de cada cinco tiros erraba tres. También llevaba un hacha, que su compañero le había dado para el caso probable de tener que abrirse camino por entre los espesos matorrales del Plesa. Iba cubierto con el ancho sombrero propio de los campesinos, bien abotonado el fuerte capote de monte, y calzado con botas de recia suela; pero la verdad era que si se presentaba la ocasión, no obstante las dificultades de aquellos arreos, correría como un gamo en dirección a Werst.”

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EL CASTILLO DE LOS CARPATOS

Autor: Jules Verne
Nacionalidad: Francés
Título original: Le Château des Carpathes

En Transilvania (Rumania), en una meseta próxima a Valaquia, entre los faldeos oriental y meridional de los Montes Cárpatos, ubica Verne al misterioso Castillo de los Cárpatos, ancestral propiedad de la familia Gortz y de la cual su último descendiente, el barón Rodolfo de Gortz, es autor y víctima de los trágicos sucesos que acontecen más o menos en el año 1895.

En El Castillo de los Cárpatos, dos nobles solteros rumanos, el viejo barón Rodolfo de Gortz y el joven conde Franz de Télek, compiten por una hermosa y joven cantante lírica italiana llamada Stilla, decorando esta historia los supersticiosos habitantes del pequeño pueblo de Werst ubicado en las faldas del castillo de los Cárpatos.

El barón Rodolfo de Gortz, tras crecer viendo morir a sus familiares y parientes, queda solo a muy temprana edad en la inmensa fortaleza de piedra que es el castillo de los Cárpatos, convirtiéndose en un hombre solitario, poco acostumbrado a salir del castillo y al contacto con extraños. Pero una profunda afición y devoción por la música, en especial el canto lírico, es la única pasión que lo mantiene con algún sentido de aprecio por su vida, decidiendo por ello abandonar el amurallado hogar y emprender un viaje aparentemente sin retorno, para deleitarse con el más sublime canto de los artistas líricos que se presentan en los escenarios teatrales de Europa. En este viaje conoce Rodolfo a un menospreciado inventor a quien los sabios consideran un loco, pero cuya inventiva y compañía es y será de mucho aprecio para el barón quien lo apadrina con la condición de ser el único beneficiario de sus inventos. Posteriormente, en un famoso teatro de Italia, Rodolfo conoce a la bella cantante lírica Stilla, convirtiéndose en su más fiel admirador y ella en la pasión que motivará en adelante su solitaria existencia.

Importante destacar aquí que el barón Rodolfo, según explica Verne, no tiene interés en Stilla como mujer sino como cantante: es su interpretación vocal lo que arroba su alma y lo envuelve en un estado contemplativo; por esta razón, Rodolfo en adelante asiste a cada una de las presentaciones de Stilla durante los próximos seis años, aunque siempre oculto de la gente, enrejado en un palco preferencial de uso exclusivo.

Por otra parte, el personaje del conde Franz es un joven que crece en circunstancias muy similares a las del barón Rodolfo: huérfano, solo y sin muchas conexiones con el mundo exterior, al carecer de lazos afectivos que lo aten a su terruño, decide también abandonar el castillo en el que habita para conocer Europa, donde conoce a Stilla de quien se enamora perdidamente.

Pero la presencia cierta pero oculta del barón Rodolfo en cada una de sus presentaciones perturba la mente de Stilla, quien imagina al barón como un hombre violento y capaz de hacerle daño; estas fantasías se vuelven cada vez más intensas hasta que un día Stilla decide abandonar abruptamente su carrera musical para alejarse del barón Rodolfo, y para tales fines decide aceptar la petición de matrimonio del joven conde Franz.

El barón Rodolfo, ignorando el temor que, sin querer, ha infundido en Stilla, al saber que su musa abandona los escenarios, siente que su vida pierde sentido y toma la drástica decisión de suicidarse.

Así las cosas, Stilla resuelve que la última presentación y despedida de su carrera musical sea cantando bajo el papel de Angélica en la ópera de Händel Orlando. Pero cuando la función está próxima a finalizar, por primera vez en seis años, el barón Rodolfo decide abrir la rejilla de su palco y asomarse al balcón para contemplar por última vez a Stilla; su rostro cadavérico, producto de años de pensamientos antisociales y falta de sol en la piel de un hombre que ha vivido encerrado en un castillo y escondido de la gente, causa tal imprensión en Stilla que cae muerta infartada en pleno escenario (ó así lo parece).

Con la aparente muerte de Stilla, barón y conde, entristecidos, regresan a sus respectivos castillos a lamentar su infortunio.

No obstante, el conde Franz, quien de camino a su terruño debe atravesar un pequeño pueblito llamado Werst, descubre por casualidad y de boca de sus pintorescos y miedosos habitantes, que un misterioso castillo en los Cárpatos es objeto de terror para  ellos; y quiere la casualidad que dicho castillo sea de propiedad de su archi-enemigo Rodolfo de Gortz de quien el conde Franz tiene la sospecha que ha secuestrado en ese castillo a la bella Stilla para obligarla a cantar para él. Con este pensamiento en mente el conde Franz se aventura a rescatar a Stilla, aún si para ello debe perder la propia vida. Solo un curioso y valiente guardabosques, habitante de Werst, acepta enfrentarse a los «malignos espíritus» que supuestamente acechan la propiedad, para ingresar al castillo, desafiar al barón Rodolfo e ir en ayuda del valiente y enamorado conde Franz.

El Castillo de los Cárpatos, según algunos inspirada en el castillo de Devín, es una novela de suspenso y misterio, en la cual Verne caracteriza de manera graciosa y pintoresca a los miedosos habitantes del pueblo de Werst sin descuidar por ello el énfasis en la tragedia y soledad que arrastra a la locura a sus dos nobles protagonistas, a quienes Verne toma muy en serio pretendiendo dejar en el lector al menos una duda razonable respecto a la veracidad de su historia.

 

 VER FRAGMENTOS DE «EL CASTILLO DE LOS CARPATOS»

PARIS EN EL SIGLO XX

Autor: Julio Verne

1. «El 13 de octubre de 1960, una parte de la población de París se reunía en las numerosas estaciones del ferrocarril metropolitano, y se dirigía por los distintos ramales hacia el antiguo emplazamiento del Campo de Marte. Era el día de la distribución de premios en la Sociedad General de Crédito Instruccional, enorme establecimiento de educación pública. Su excelencia, el Ministro de Embellecimientos de París, debía presidir la ceremonia.»

2. «La Sociedad General de Crédito Instruccional reflejaba perfectamente las tendencias industriales del siglo. (…) A fuerza de multiplicar las sedes de la Universidad, los liceos, los colegios, las escuelas primarias, (…), los orfanatos, por lo menos alguna instrucción se había filtrado hasta los últimos estratos del orden social. Si bien ya casi nadie leía, por lo menos todo el mundo sabía leer e incluso escribir (…)».

3. «Ahora, construir e instruir era una y la misma cosa, lo era todo para los hombres de negocios. (…) Fue lo que pensó, en 1937, el barón de Vercampin, conocidísimo por sus vastas empresas financieras. Tuvo la idea de fundar un colegio inmenso en el cual el árbol del conocimiento pudiera desplegar todas sus ramas. Dejaría, por cierto, al Estado el cuidado de podarlas, dirigirlas y encadenarlas según sus fantasías.

El barón fusionó los liceos de París y de provincia, Sainte-Barbe et Rollin y las diversas instituciones particulares, en un solo establecimiento; allí centralizó la educación de toda Francia; los capitales respondieron a su llamado, pues presentó el negocio como una operación industrial. (…)

La idea del barón era buena y singularmente práctica. Y tuvo un éxito que superó todas las expectativas. En 1960, el Crédito Instruccional no tenía menos de 157.342 alumnos, a todos los cuales se les infundía la ciencia por medios mecánicos.

Debemos confesar que el estudio de las humanidades y de las lenguas muertas (incluído el francés) se había sacrificado bastante; el latín y el griego no sólo eran lenguas muertas, sino enterradas; existía aún, por mantener las formas, alguna clase de literatura, con pocos alumnos, de poca envergadura y muy mal considerada. Los diccionarios, los textos, las gramáticas, las antologías y las ediciones críticas, los autores clásicos, (…), se pudría tranquilamente en las estanterías de la antigua casa Hachette. Pero las nociones de matemáticas, los tratados descriptivos de mecánica, de física, de química, de astronomía, de comercio, de finanzas, de artes industriales, todo lo relacionado con las tendencias especulativas del momento, circulaba en miles de ejemplares.»

4. Hacia fines del siglo pasado, la Escuela Normal estaba en franca decadencia; se presentaban pocos jóvenes a quienes la vocación condujera a las letras; (…) pero un espectáculo tan molesto ya no se reproducía: hacía diez años que los estudios científicos se abarrotaban de candidatos a los exámenes de ingreso de la Escuela.

5. «La Sociedad de Crédito Instruccional poseía edificios inmensos, construidos en el antiguo emplazamiento del Campo de Marte (…). Era una ciudad completa, una verdadera ciudad, con barrios, plazas, calles, palacios, iglesias, cuarteles, algo así como Nantes o Burdeos; allí cabían hasta ciento ochenta mil personas, incluyendo los maestros.»

6. «Así pues, la multitud se precipitaba ávidamente a esta distribución de premios, solemnidad siempre curiosa y que, entre parientes, amigos y conocidos, interesaba a una quinientas mil personas.»

7. «No podríamos citar la infinita nomenclatura de las ciencias que se estudiaban en este cuartel de la instrucción (…) y estallaban las burlas cuando algún pobre diablo de la división de literatura, avergonzado apenas lo nombraban, recibía un premio en el tema de latín o una mención por traducción del griego.

Pero hubo un momento en que las chanzas se redoblaron, en que la ironía adquirió sus formas más desconcertantes. Ocurrió cuando Frappeloup hizo oír las siguientes palabras:

– Primer premio de versificación latina: Dufrénoy (Michel Jérôme), de Vannes (Morbihan).

La hilaridad fue general (…). Michel Jérôme Dufrénoy se presentó, sin embargo, y con gran aplomo por lo demás; desafió risas; era un joven rubio de aspecto encantador, de hermosa mirada, directa, franca. Los cabellos largos le daban un aire algo femenino. Le brillaba la frente.

Avanzó hasta el estrado. No recibió el premio; lo arrancó de las manos del director. El premio consistía en un solo volumen: el Manual del buen fabricante.

Michel miró despectivamente el libro. Lo lanzó a tierra y regresó tranquilamente a su lugar, con la corona en la frente, sin haber besado las mejillas oficiales de su excelencia. (…). Surgieron murmullos de todas partes; Michel los recibió con una sonrisa desdeñosa; volvió a su lugar en medio de las burlas de sus condiscípulos.

Esta gran ceremonia acabó sin más inconvenientes hacia las siete de la tarde; consumió quince mil premios y veintisiete mil menciones honrosas.

Los principales laureados de ciencias cenaron esa misma noche en la mesa del barón de Vercampín, rodeados por los miembros del directorio y por los grandes accionistas.»

8. «Michel Dufrénoy siguió a la multitud (…). El campeón de la poesía latina se volvía un joven tímido en medio de este alboroto gozoso; se sentía solo, extranjero, como aislado en el vacío. (…) Sin padre ni madre, estaba obligado a regresar donde una familia que no podía comprenderlo, seguro de ser mal acogido con su premio de versificación latina.»

9. «El joven Dufrénoy compró su boleto en la estación de Grenelle y diez minutos más tarde se detenía en la estación de la Madeleine. Bajó al bulevar y se encaminó hacia la calle Imperial (…). La multitud llenaba las calles; estaba por llegar la noche (…)».

10. «Qué habría dicho uno de nuestros antepasados al ver esos bulevares iluminados con un brillo comparable al del sol, esos miles de vehículos que circulaban sin hacer ruido por el sordo asfalto de las calles, esas tiendas ricas como palacios donde la luz se esparcía en blancas irradiaciones, esas vías de comunicación amplias como plazas, esas plazas vastas como llanuras, esos hoteles inmensos donde alojaban veinte mil viajeros, esos viaductos tan ligeros; esas largas galerías elegantes, esos puentes que cruzaban de una calle a otra, y en fin, esos trenes refulgentes que parecían atravesar el aire a velocidad fantástica…

Se habría sorprendido mucho, sin duda; pero los hombres de 1960 ya no admiraban estas maravillas; las disfrutaban tranquilamente, sin por ello ser más felices, pues su talante apresurado, su marcha ansiosa, su ímpetu americano, ponían de manifiesto que el demonio del dinero los empujaba sin descanso y sin piedad.»

11. «El joven llegó por fin donde su tío, monsieur Stanislas Boutardin, banquero, director de la Société des Catacombes de Paris.

Este importante personaje vivía en una magnífica residencia de la calle Imperial, una enorme construcción de un maravilloso mal gusto, rota por multitud de ventanas; un verdadero cuartel transformado en casa particular nada imponente sino pesada. Las oficinas ocupaban la planta baja y los anexos.

«¡Y aquí parece que va a transcurrir mi vida!», pensaba Michel mientras entraba. «¿Habrá que dejar toda esperanza en estas puertas?».

Se sintió invadido por un invencible deseo de escapar lejos; pero se contuvo, y apretó el botón eléctrico de la puerta de servicio.»

12. «Monsieur Boutardin, madame Boutardin y su hijo estaban comiendo; se produjo un silencio profundo al entrar el joven; la cena lo esperaba y comenzó de inmediato; a una señal del tío, Michel ocupó su lugar en el festín. Nadie le hablaba. Ya se sabía, evidentemente, de su desastre. No pudo comer.

La cena no podía parecer más fúnebre; los criados cumplían sus obligaciones sin hacer ruido; los platos subían en silencio por unos pozos realizados en el espesor de las paredes; eran opulentos con algún matiz de avaricia; parecían alimentar sin ganas a los comensales. En esta sala triste, ridículamente dorada, se comía rápido y sin convicción. No importaba, en efecto, alimentarse, sino ganar con qué alimentarse. Michel percibía el matiz; se sofocaba.»

13. «Monsieur Stanislas Boutardin era el producto natural de este siglo industrial; había surgido en la lucha diaria, sin alcanzar su tamaño natural al aire libre; hombre ante todo práctico, sólo hacía lo útil, convertía las menores ideas en lo útil, con un deseo desmesurado de ser útil que terminaba en egoísmo verdaderamente ideal; (…) la vanidad penetraba sus palabras más aún que sus ademanes y jamás habría permitido que su sombra lo adelantara; se expresaba en gramos y centímetros y todo el tiempo llevaba consigo un bastón métrico, lo que le concedía un gran conocimiento de las cosas de este mundo; despreciaba formalmente las artes y sobre todo a los artistas y así creía dar a entender que los conocía; para él la pintura terminaba en el diseño industrial, el diseño en el plano, la escultura en el molde, la música en el silbato de las locomotoras, la literatura en los boletines de la Bolsa. (…)

Hacía cuarenta años que había contraído matrimonio con mademoiselle Athénais Dufrénoy, tía de Michel; era ella, en verdad, la digna y desagradable compañera de un banquero, fea, espesa, con todo lo de una tenedora de libros y de una cajera y nada de mujer; se ocupaba de la contabilidad, manejaba la doble contabilidad y habría inventado una triple si hacía falta; una verdadera administradora, la hembra de un administrador.

En cuanto al hijo: multipliquen a la madre por el padre y el coeficiente será Athanase Boutardin, principal asociado de la banca Casmodage y Cía.; un muchacho muy amable, que consideraba a su padre un modelo de alegría y a su madre de elegancia.(…). Se había ganado el primer premio en bancos. Se puede decir que no sólo hacía trabajar el dinero; lo convertía en renta perpetua; se palpaba en él al usurero; pretendía casarse con una niña horrible cuya dote compensara enérgicamente su fealdad. A los veinte años ya llevaba anteojos de montura de aluminio. Su estrecha y rutinaria inteligencia lo llevaba a recurrir a la astucia y a las trampas casi sin advertirlo.

14. «Al día siguiente Michel bajó al despacho de su tío, una oficina grave cubierta por una alfombra no menos seria. Allí se encontraba el banquero, su mujer y el hijo. La cosa amenazaba solemnidad.

Monsieur Boutardin, de pie junto al hogar, con la mano en las solapas y el pecho protuberante, se expresó en estos términos:

«Caballero, usted va a escuchar palabras que le ruego retenga en la memoria. Su padre era un artista. La palabra lo dice todo. Me gustaría creer que usted no ha heredado esos lamentables instintos. Pero he advertido que hay en usted algunos gérmenes que conviene destruir. Nada usted de buen grado en las arenas del ideal, y hasta ahora el mejor resultado de sus esfuerzos ha sido este premio de versos latinos que ayer ha tenido la desvergüenza de aportarnos. Cuantifiquemos la situación. No tiene usted fortuna, lo que es una desgracia; y por poco carece usted de padres. Ahora bien, ¡no quiero poetas en la familia, escúchelo bien! No quiero nada de esos individuos que escupen rimas al rostro de la gente; su familia es rica; no la comprometa usted. Ahora bien, el artista no está lejos del bufón al que le doy unos cuantos pesos para que me divierta la digestión. Usted me entiende. Nada de talento. Capacidades. Pero como no he advertido en usted ninguna aptitud particular, he decidido que ingresará a la casa bancaria Casmodage y Cía., bajo la alta dirección de su primo; siga su ejemplo; ¡trabaje para convertirse en hombre práctico! Recuerde que una parte de sangre Boutardin corre por sus venas y, para que recuerde del mejor modo mis palabras, cuídese de no olvidarlas. (…)

– Sus vacaciones – continuó el banquero- comienzan esta mañana y terminan esta noche. Mañana deberá presentarse al jefe de la casa Casmodage y Cía. Puede marcharse.»

15. «¡Vacaciones, tío! Mañana por la mañana empiezo a trabajar en el banco de mi primo.

– ¡Tú! ¡En un banco! – exclamó el anciano-. ¡Metido en negocios! ¡El colmo! ¿En qué te vas a convertir? ¡Un pobre hombre como yo no te serviré de nada! (…)

– ¿Pero no me puedo negar? ¿Acaso no soy libre?

– ¡No! No eres libre. Monsieur Boutardin, desgraciadamente, es bastante más que tu tío; es tu tutor; no quiero y no debo empujarte por un camino funesto; no, eres joven; trabaja y logra independizarte, y entonces, si tus gustos no han cambiado, y si todavía estoy en este mundo, ven a buscarme. (…).

Y así continuó la conversación de tío y sobrino; el anciano sabio quería reforzar en el joven las hermosas inclinaciones que admiraba; estos deseos se manifestaban continuamente en sus palabras, que traicionaban sus emociones; sabía muy bien cuánto había de falso, desclasado e imposible en la situación de un artista. (…).

– (…) ¡No hablemos más de literatura! ¡Ni de arte! ¡Acepta la situación tal cual está! Dependes de monsieur Boutardin en primer lugar; sólo en segundo término eres sobrino del tío Huguenin.

-Permítame que lo acompañe – insistió el joven Dufrénoy.

-¡No! Nos podrían ver. Saldré solo.

-Hasta el próximo domingo, entonces, tío.

– Hasta el domingo, hijo querido. (…)

«En fin», se dijo, «ya no estoy solo en el mundo». Regresó a la residencia. La familia Boutardin, felizmente, cenaba en la ciudad. Michel pasó tranquilamente en su habitación su primera y última tarde de vacaciones.»

16. «La casa Casmodage fue una de las primeras que adoptó ese papel derivado de maderas y plantas análogas; cuando lo utilizaba para documentos oficiales, billetes o acciones, lo modificaba con ácido gálico de Lemfelder que lo volvía resistente a la acción de los agentes químicos de los falsificadores; crecía la cantidad de ladrones junto con la de negocios; había que cuidarse.

Así era esta casa donde se concretaban enormes negocios. El joven Dufrénoy iba a desempeñar allí un papel muy modesto; sería el primer servidor de su máquina de calcular; ese mismo día asumió sus funciones.

El trabajo mecánico le resultaba sumamente difícil; carecía del pertinente fuego sagrado, el artefacto funcionaba bastante mal bajo sus dedos; un mes después cometía los mismos errores que al principio; pero no enloqueció.

Lo controlaban severamente para terminar con sus veleidades de independencia y sus instintos artísticos; no contó con un solo domingo o tarde libre para visitar a su tío. Su único consuelo era escribirle a escondidas.»

17. «Llegó la primavera. Michel consiguió un día completo de libertad. Era un domingo y decidió consagrarlo por entero al tío Huguenin.(…).

Michel abrazó a su tío de todo corazón. Los dos se sentaron a la mesa.

Sin embargo, el joven no podía dejar de mirar sus alrededores; y había de más para picar su curiosidad de poeta.

La pequeña sala, que con el dormitorio formaba el conjunto del departamento, estaba tapizada de libros; las paredes no se veían tras los estantes; las viejas encuadernaciones ofrecían a la mirada el buen color que bruñe el tiempo. Los libros, que apenas cabían, estaban invadiendo la habitación contigua; se deslizaban por la puerta y se afirmaban en los dinteles de las ventanas; los había sobre los muebles, en la chimenea y hasta al fondo de los armarios entreabiertos; estos volúmenes preciosos no se parecían a esos libros de ricos alojados en bibliotecas tan opulentas como inútiles; tenían aspecto de sentirse en casa, ser dueños del lugar, de estar cómodos a pesar de apilados; por otra parte, no había el menor gramo de polvo, ningún doblez en sus páginas ni una mancha en sus cubiertas; era evidente que una mano amiga los cuidaba todas las mañanas.»

18. «- Candore notabilis albo (Admirable por el resplandor de su blancura) – murmuró Michel, para gran alegría de su profesor, que perdonó este cumplimiento en lengua extranjera.

El joven había sido exacto, por lo demás; todo el encanto de la joven quedaba descrito en ese delicioso hemistiquio de Ovidio. ¡Admirable por el resplandor de su blancura! Mademoiselle Lucy tenía quince años, largos cabellos rubios que le caían sueltos en la espalda según la moda de los tiempos; su frescura tenía algo de original, si esta palabra puede dar cuenta de lo que en ella había de reciente, de puro, de apenas naciendo; sus ojos llenos de miradas inocentes y profundamente azules, su coqueta nariz delicada y casi transparente, su boca húmeda y rosada, la gracia un tanto distante de su cuello, sus manos frescas y suaves, el elegante perfil de su talle, encantaron al joven y lo dejaron mudo de admiración. Esta joven era poesía viviente; él la sentía más que la veía; le tocaba el corazón antes que los ojos.

El éxtasis amenazaba prolongarse indefinidamente; el tío Huguenin lo advirtió, invitó a sentarse a sus visitantes, dejó ligeramente a cubierto a la muchacha de las miradas del poeta, y volvió a hablar. (…)

Mientras preparaban la cena, Miche se entregó a una conversación deliciosamente trivial con mademoiselle Lucy, una charla llena de esas encantadoras inepcias bajo las cuales yace a veces un pensamiento verdadero; a su edad, mademoiselle Lucy tenía derecho a ser mucho más madura que Michel a los diecinueve; pero no se aprovechaba de esto. Las preocupaciones por el futuro, sin embargo, le velaban el rostro puro y la tornaban seria. Miraba a su abuelo, en quien toda su vida se resumía, con evidente inquietud.»

19. «Al tercer día, Michel interrumpió súbitamente a Quinsonnas en medio de una soberbia mayúscula.

-Amigo mío- le preguntó, ruborizándose-. ¿Qué piensas de las mujeres? (…)

-Hijo mío- respondió muy serio, Quinsonnas, interrumpiendo el trabajo-, es muy variable la opinión que podemos tener nosotros, los hombres, de las mujeres. No creo por la mañana lo que creo por la tarde; la primavera agrega a este tema otros aspectos que el otoño; la lluvia o el buen tiempo pueden modificar en mucho mis doctrinas; mi digestión, en fin, puede tener una influencia indudable en lo que yo sienta al respecto. (…) No me refiero a esos seres más o menos femeninos cuya finalidad es contribuir a la propagación de la especie humana y que se va a terminar por reemplazar por máquinas de aire comprimido. (…) mi propuesta: ya no hay mujeres; se trata de una raza extinguida, como la del ornitorrinco y los megaterios. (…) creo que antaño hubo mujeres, hace muchísimo tiempo; los autores antiguos hablan de ellas en términos formales; incluso mencionan que la parisiense sería la más perfecta de todas. Era, según los viejos textos y retratos, una creatura encantadora y sin rival en el mundo; reunía en sí misma los más perfectos vicios y las perfecciones más viciosas; era una mujer en todo el sentido de la palabra. Pero poco a poco se empobreció la sangre, decayó la raza, y los fisiólogos pudieron notar esta deplorable decadencia en sus escritos. ¿Has visto cómo los gusanos se transforman en mariposas?

– Sí – dijo Michel

– Bien. Fue al contrario. la mariposa se transformó en gusano. El andar acariciante de la parisiense, su gracia bien torneada, su mirada espiritual y tierna a un tiempo, su amable sonrisa, su cuerpo a punto y firme, dieron paso a formas alargadas, flacas, áridas, descarnadas y sin gracia, y a una desenvoltura mecánica, metódica y puritana. El talle se aplanó, la mirada se volvió austera, las articulaciones se anquilosaron; una nariz dura y rígida descendió sobre los labios demasiado finos; el paso se alargó; el ángel de la geometría, antes tan pródigo en curvas atractivas, dejó a la mujer reducida al rigor de la línea norteamericana y de los ángulos agudos. La francesa se ha vuelto norteamericana; habla con seriedad de asuntos serios, encara la vida con frialdad, cabalga sobre el magro espinazo de las costumbres, se viste mal y sin gusto, si hasta lleva sostenes de tela galvanizada que pueden resistir las mayores presiones. Hijo mío, Francia ha perdido su verdadera superioridad; las mujeres del siglo encantador de Luis XIV habían afeminado a los hombres; pero después se pasaron al género masculino y ahora no valen ni para la mirada de un artista ni para las atenciones de un amante…

-Caramba – exclamó Michel

– Sí – replicó Quinsonnas, – observo que te ríes. ¡Crees tener algo bajo la manga que me va a confundir! ¡Ya me tienes preparada la pequeña excepción a la regla! ¡Bien! Verás que se confirma la regla, y punto. Mantengo lo que te he dicho. E iré más lejos: no hay mujer, de ninguna clase social, que no haya escapado a esta degradación de la raza. La coqueta humilde ha desaparecido; la cortesana, que era por lo menos tan tierna como audaz, ahora padece de grave inmoralidad; es falsa y tonta, pero gana fortunas en el orden y en la economía (…).

– ¿Me estás diciendo entonces que es imposible hallar una sola mujer en esta época?

-Por supuesto. No hay ninguna menor a noventa y cinco años. Las últimas murieron con nuestras abuelas. (…). Pero, hijo mío, si los grandes moralistas del sigo diecinueve ya presentían esta catástrofe. Balzac, que sabía mucho, se lo comentó a Stendhal en su famosa carta: la mujer, dice, es la Pasión y el hombre es la Acción, y por este motivo adora el hombre a la mujer. Pero ahora los dos son la acción y por eso no hay más mujeres en Francia. (…) Esto es lo que te puedo decir: el matrimonio me parece una heroicidad inútil en una época en que la familia propende a destruirse, en que el interés particular empuja a cada uno de sus miembros por caminos diversos, en que la necesidad de enriquecerse a cualquier precio mata los sentimientos del corazón (…). Por otra parte, hoy ha disminuido notablemente el número de hijos legítimos en beneficio de la multiplicación de hijos naturales; estos últimos ya son la mayoría; muy pronto serán los dueños de Francia y aplicarán la ley que impide la búsqueda de la paternidad. (…)

-La he encontrado, te dije que la encontré – insistió Michel, con fuerza.

-¿Una mujer?

– ¡Sí!

-¿Una joven?

-¡Sí!

-¿Un ángel?

-¡Sí!

-Muy bien, hijo mío, arráncale las plumas y ponla en una jaula, o se te volará.

-Escúchame, Quinsonnas, se trata de una joven dulce, buena, amante…

-¿Y rica?

– ¡Pobre! A punto de quedar en la miseria. Sólo la he visto una vez…

-¡Demasiado! Más valdría que la vieras a menudo…

– No te burles, amigo mío; es la niña de mi viejo profesor; ya perdí la cabeza, la amo; conversamos como si nos conociéramos hace veinte años; me va a amar, ¡es un ángel!

Las conversaciones sobre mujeres y el amor pueden resultar, sin duda, interminables, y ésta podría haber durado hasta la noche si no se hubiera producido un accidente terrible de consecuencias que serían incalculables.»

PARIS EN EL SIGLO XX

Autor: Julio Verne
Nacionalidad: Francés
Título original: Paris au XXe siècle

París en el siglo XX es la historia de un adolescente parisino, Michel Dufrénoy, huérfano de ambos padres, que tras heredar de ellos un genuino interés y sensibilidad por el arte, la poesía y la literatura, debe aprender a muy temprana edad a nadar en la incomprensión de una sociedad que subestima las virtudes más sublimes del humanismo, pero que sobrestima grandemente todo aquello que se rija por un método científico; esta sobrestimación, impulsada por los más grandes inversionistas y financistas de Francia, ha originado una sociedad altamente industrializada y tecnologizada, en la que la educación es monopolizada por un gran conglomerado de accionistas, quienes, a través de una administración estatal, bombardean Francia con ingenieros, constructores, matemáticos y en general, todo tipo de profesional que pueda hacerles acumular más dinero, elevando también el grado de industrialización, «progreso» y riqueza. Es en estas condiciones que Michel, personaje principal de la obra, deberá enfrentarse a sus tutores, parientes de clase alta que desprecian cualquier forma de arte, quienes lo obligarán a trabajar en un Banco y producir dinero para convertirse en un hombre responsable, aterrizado e independiente financieramente. Michel, en esta travesía existencial, inesperadamente conocerá el amor de la manera idílica como sólo un artista extremo y adolescente es capaz de sentir, pero que supondrá para él consecuencias mucho más graves de lo que él y el propio lector imaginan, debiendo elegir entre seguir sus ideales, a cualquier costo, ó traicionarse a sí mismo para abrazar a la sociedad, vil y despersonalizada, que le ofrece la posibilidad de solventar su necesidad de alimento, techo y vestido, concretar sus planes de matrimonio con Lucy, su joven amada, y ayudar económicamente al abuelo de ésta, un menospreciado profesor de literatura clásica.

París en el siglo XX es una obra cuyo lenguaje sumamente descriptivo y de tipo enciclopédico, hace dificultoso para un lector promedio seguirlo fluidamente en aquellas descripciones sin tener que recurrir a la ayuda de recursos literarios auxiliares para averiguar el significado y/o identidad de algunos escritores, lugares de Francia y términos técnico-industriales, que Verne cita con tanta devoción y detalle; lo anterior, pese a que el editor del libro, Véronique Bedin, incluye al final del libro notas explicativas útiles pero no suficientes. Por otra parte, el estilo narrativo de Verne, quien se detiene en descripciones y vuela por los aires, para luego aterrizar y proseguir con la historia del joven Michel, parece indicar, a mi juicio, una necesidad personal de Verne de desahogar sus pensamientos de rechazo a una sociedad francesa de aquella época (1863), superficial, carente de elegancia y valoración por nutrir el alma humana, sociedad que no valora ni difunde, a través de la herramienta de la educación, a sus escritores, historiadores, dramaturgos, poetas y filósofos más célebres de Francia, dejándolos morir en el olvido de la sociedad francesa ó sobrevivir en la memoria de alguna sociedad extranjera.

Un hecho interesante de esta obra, escrita en 1863 y ambientada en 1960 (es decir casi con 100 años de adelanto), es el que aporta el investigador italiano Pierre Gondolo Della Riva en el prefacio del libro, quien señala que el editor de Verne, Pierre-Jules Hetzel, recibió con un gran rechazo el manuscrito de esta obra, desincentivando a Verne de publicarla; al respecto, el investigador se pregunta: ¿cómo interpretar en la actualidad este rechazo del editor?.

Mi impresión es que Hetzel rechaza París en el siglo XX por ser una obra que se aleja del tipo de lector que el editor busca conquistar a través de la pluma de Verne. Según Della Riva, Hetzel cosidera que lo que Verne plantea en su libro, los tipos de conflictos y personajes, la crítica social a una sociedad francesa materialista y despersonalizada, no son nada nuevo ni dinámico ni vanguardista para el mercado literario, como sí lo era Cinco semanas en globo, obra ya publicada con éxito; por esto, me inclino a pensar que Hetzel, protegiendo la promisoria carrera literaria de Verne, no quiere imprimirle una imagen de escritor «depresivo y aburrido» que desmotive a los lectores a adquirir futuras obras. Más aún, pienso que Hetzel no se equivocó al rechazar esta obra, puesto que si Verne no hubiera tenido la fama que actualmente tiene, pocos lectores estarian dispuestos a abrazar con tanta indulgencia París en el siglo XX, soslayando un estilo narrativo puntillista y complejidades propias de escritores más densos y existencialistas, una etiqueta que, al parecer, Hetzel tampoco pretendía adosar a Verne dada la existencia de exitosos exponentes de este género filosófico.

París en el siglo XX es una obra desafiante para el lector novato, principalmente por la cantidad de información que decora la trama central, lo que requiere del lector la capacidad y el hábito de la concentración y paciencia, para no aburrirse ni perder el hilo conductor; no obstante, es también una obra tierna y graciosa (si se tiene buen sentido del humor), lo que ayuda a que el lector no se olvide de la existencia de Michel Dufrénoy y empatice con su drama existencial, sin por ello dejar el lector de tener su opinión y/o reprobación respecto a lo que debiera o no hacer el protagonista de la obra, quizás ayudándolo a ver la vida en matices y no sólo en dos únicas tonalidades, blanco ó negro.

París en el siglo XX definitivamente será un descubrimiento para aquellos que siguen a Verne por sus obras de aventura y fantasía, permitiéndoles conocer otro matiz del joven escritor, un matiz más humano, más real.

VER FRAGMENTOS DE «PARIS EN EL SIGLO XX»

WHERE MY BOOKS GO

por W.B. Yeats (1865 – 1939)
Traducción: Fitzroya (ver fuente)

All the words that I utter,
And all the words that I write,
Must spread out their wings untiring,
And never rest in their flight,
Till they come where your sad, sad heart is,
And sing to you in the night,
Beyond where the waters are moving,
Storm-darken’d or starry bright.


A DONDE VAN MIS LIBROS

Todas las palabras que digo,
y todas las palabras que escribo,
deben desplegar sus alas infinitas,
y nunca descansar en su vuelo,
hasta llegar donde tu corazón triste, triste está,
para cantarte en la noche,
más allá de donde los mares se agitan,
bajo la penumbra de la tormenta o el fulgor de las estrellas.

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DEFENSA DEL ARBOL

por Nicanor Parra

Por qué te entregas a esa piedra
niño de ojos almendrados
con el impuro pensamiento
de derramarla contra el árbol.
Quien no hace nunca daño a nadie
no se merece tan mal trato.
Ya sea sauce pensativo
ya melancólico naranjo
debe ser siempre por el hombre
bien distinguido y respetado:
niño perverso que lo hiera
hiere a su padre y a su hermano.
Yo no comprendo, francamente,
cómo es posible que un muchacho
tenga este gesto tan indigno
siendo tan rubio y delicado.
Seguramente que tu madre
no sabe el cuervo que ha criado,
te cree un hombre verdadero,
yo pienso todo lo contrario:
creo que no hay en todo Chile
niño tan mal intencionado.
¡Por qué te entregas a esa piedra
como a un puñal envenenado,
tú que comprendes claramente
la gran persona que es el árbol!
El de la fruta deleitosa
más que la leche, más que el nardo;
leña de oro en el invierno,
sombra de plata en el verano.
Y, lo que es más que todo junto,
crea los vientos y los pájaros.
Piénsalo bien y reconoce
que no hay amigo como el árbol,
adonde quiera que te vuelvas
siempre lo encuentras a tu lado,
vayas pisando tierra firme,
o móvil mar alborotado,
estés meciéndote en la cuna
o bien un día agonizando,
más fiel que el vidrio del espejo
y más sumiso que un esclavo.
Medita un poco lo que haces
mira que Dios te está mirando,
ruega al señor que te perdone
de tan gravísimo pecado
y nunca más la piedra ingrata
salga silbando de tu mano.

Fuente: Poemas y Antipoemas, 1954, Editorial Nascimento.

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ANTECEDENTES SOBRE LAS RESEÑAS DE FITZROYA

Por lo general no suelo fiarme mucho de las críticas literarias porque, en mi experiencia, tras leer un libro, mis impresiones han sido muy divergentes. Un ejemplo de lo nefasta y dispar que puede ser la opinión de un crítico literario con respecto a la del lector, es lo sucedido al ilustre poeta chileno, oriundo de La Serena, Manuel Magallanes Moure (1878-1924), quien experimentó la amargura de que sus obras fueran menoscabadas por algunos académicos y críticos literarios, quienes, de acuerdo al escritor chileno Jorge Flores, «nunca están de acuerdo con los gustos del lector, que es, a fin de cuentas,  el fin último de cualquier obra literaria, aunque ellos crean, en su soberbia e intolerancia,  que su preeminencia debiera ser lo óptimo y concluyente». Según Flores, estos académicos y críticos de la época del poeta «no encontraron nada más loable que desmejorar su labor, aduciendo que su poemática poseía imágenes gastadas, era anémica, vago el objeto poético, había torpeza para entrar en el campo metafísico, se tropezaba con un romanticismo de segundo plano y existían influencias mal asimiladas (…)» (puedes leer  aquí un poema del poeta). Los dichos del escritor se apoyan en la opinión de la poetiza chilena Gabriela Mistral quien dijo: «Es una pena que tengamos tan desacreditado el elogio en América, que no significa nada decir que la poesía de Magallanes fue la más pura, porque se ha dicho eso precisamente de muchos. Pura, por la ausencia de didactismo, por un desinterés total de doctrina; pura por escrupulosa en la técnica y por ceñidamente sincera» (Fuente: Semblanzas Literarias).

Sin ir más lejos, mi propia madre fue testigo y víctima de las consecuencias que este exceso de didactismo, doctrina y técnica de la que habla Gabriela Mistral, provocan en las obras literarias al momento de apreciar (analizar objetivamente para criticar subjetivamente) una obra. Profesora de Estado en Castellano del entonces Instituto Pedagógico Universidad de Chile, mi madre suele recordar con mucho afecto a su querido profesor Fotios Malleros, su profesor de Griego, con quien ella entabló una profunda amistad y a quien le debe gran parte de la metodología utilizada en su posterior desempeño profesional con sus alumnos para enseñar la lectura apreciativa por medio del análisis literario. Malleros, en palabras de mi madre, le enseñó a analizar en profundidad textos de alta complejidad utilizando una metodología personal de enseñanza dócil y amigable, apostando a la comprensión de los textos por medio de una compenetración emocional con ellos, lograda primero a través de una lectura y explicación conjunta (profesor-alumno) de la bibliografía necesaria, para asimilar después, autovalentemente, los textos clásicos. Sin embargo, muy distinta fue su experiencia en los ramos de Estética, Literatura Española y Literatura Hispanoamericana, en los cuales, tanto ayudantes como profesor titular, no contribuyeron a que la lectura de los textos pudiera al fin de cuentas apreciarse: la consigna enseñada era que la obra literaria debía ser vista como un hijo del autor, que una vez publicado ya no le pertenece a él sino al lector, por tanto, es él quien re-crea la obra de acuerdo a sus propios cánones creativos; pero «es el exceso de análisis lo que mata e impide que esa creatividad se exprese de la manera buscada» dice ella, y continúa: «el exceso de bibliografía (pequeñas montañas de ensayos y hojas bibliográficas y enfoques) que a uno lo obligan a estudiar sólo para comprender un texto, una página o fragmento de un libro, forzándote a desmenuzar y analizar los múltiples ángulos de interpretación, cada posible intención del autor bajo la lupa de las distintas escuelas, te hace ver ya no la obra de arte, sino una malla cuadriculada en la que cada pequeño cuadrado tiene una numeración seriada que remite a su vez a interpretaciones ajenas, que distorsionan y disgregan más y más la obra, ó lo que queda de ella a esas alturas».

Con todo lo anterior no quiero decir que los conocimientos técnicos o «doctrina», al momento de analizar y criticar una obra, no sirvan para nada; lo que digo es que, quien los estudia, enseña y/ó aplica, debe tener un criterio formado para saber cuándo es necesario aplicar didactismo ó cuándo es mejor prescindir de él para que no entorpezca la comprensión y permita disfrutar la «pureza» en bruto de la que habla Gabriela Mistral.

Si se quita protagonismo a una obra para entregárselo a la metodología, no es de extrañar que las personas tengan una imagen tan negativa y errónea de la lectura y los libros, incluso marcada a fuego en la etapa escolar por profesores sin vocación para enseñar y estimular la apreciación literaria; es mi parecer que la dificultad que supone la natural evolución a la que debe tender todo lector para pulir sus gustos y criterios literarios, debe ser también (o permitírsele al lector que así sea) una dificultad espontáneamente buscada a medida que se perfecciona como tal.

Es por esto que opto por compartir mi apreciación (reseñas) de manera marginal o tangencial, esperando que el lector persiga obtener su propia experiencia literaria.

EL PRINCIPITO

Autor: Antoine De Saint-Exupéry
Nacionalidad: Francés
Título original: Le petit prince
Publicación: 1943

(Advierto al lector que mi interpretación de este libro difiere de la más tradicional y divulgada.)

El Principito es una historia narrada por un personaje ya adulto, quien inicia la novela relatando al lector cómo, a la edad de seis años, se da cuenta de la incapacidad de los adultos para usar su imaginación, lo que lo convierte en un hombre práctico, que se limita a imitar las frivolidades de los adultos con el fin de parecer un hombre razonable. Transcurridos los años, habiendo aprendido el oficio de piloto de aviación, se embarca en múltiples travesías por el mundo que lo llevarán a tener una experiencia única y que marcará su vida para siempre: nace así la historia de El Principito.

En El Principito, el protagonista cuenta al lector que, habiendo iniciado una de sus tantas aventuras, falla su motor en pleno vuelo, debiendo aterrizar de emergencia en medio del desierto del Sahara. Reparar el motor es un asunto de vital importancia para este piloto pues para sobrevivir sólo tiene agua para ocho días. Acechado por la muerte y por el calor sofocante del desierto, su mente comienza a delirar imaginando a un niño al que apoda «Principito». El Principito aparece de la nada en medio del desierto, sin embargo no parece perdido sino más bien en búsqueda de un amigo.

Como el protagonista de esta historia ya se ha convertido en un hombre adulto, práctico y razonable, ya ha olvidado la la naturaleza amigable, gentil e ingenua de los niños, habiendo sido él mismo un niño decepcionado de los adultos. Por su parte, el Principito ve en el piloto a un adulto perdido en la vida, en búsqueda de algo significativo, y se propone salvarlo.

Durante los ocho días en que el Principito acompaña al piloto accidentado, el escritor desarrolla profundos diálogos entre ambos personajes, mezclados con narraciones fantásticas sobre viajes interplanetarios y plantas y animales que hablan, manteniendo así vivo y «lúcido» al piloto, y gatillándo en él un proceso de autosanación que cimenta una relación afectiva con el Principito (o este niño que aún vive dentro de él), una relación de domesticación y amistad indisoluble.

En El Principito el autor juega con la realidad y la fantasía para crear una historia sublime, llena de simbolismos, invitando al lector a reflexionar y conectarse con su fragilidad; pareciera ser también que el autor pretende advertirnos que, ante una experiencia o etapa compleja de la vida, como la sería metafóricamente «perderse» en medio del desierto, podría aparecérsenos también el Principito para salvarnos (o nuestros niños internos que se encuentran adormecidos por nuestra adultez); si esto ocurre, el autor nos pide que seamos amables con él, que estemos dispuestos a acogerlo, comprenderlo y a dejarnos domesticar por él para no sucumbir ante las amenazas de la adultez.

Si bien El Principito es un libro aparentemente dirigido a un público infantil (de hecho, en la dedicatoria, el mismo autor dice textual, «Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor.«), es mi parecer que el autor usa el término «niño» para referirse tanto al grupo etario como a los adultos que conservan aún un espíritu amable y domesticable, y por ser éstas características propias de la niñez, me inclino a pensar que el autor usa intencionalmente la figura de un niño para personificarlas en este tierno personaje que es el Principito.

 

VER FRAGMENTOS DE «EL PRINCIPITO»

EL PRINCIPITO

por Antoine De Saint-Exupéry (Fuente)

1. «(…) Mostré mi obra maestra a las personas mayores y les pregunté si mi dibujo los asustaba. Me respondieron; «Por qué un sombrero habría de asustar?». Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa que digería un elefante.»

2. «Los mayores me aconsejaron que dejara a un lado los dibujos. (…) Así fue como, a la edad de seis años, abandoné una magnífica carrera de pintor. (…) Debí, pues, elegir otro oficio y aprendí a pilotar aviones. Volé un poco por todo el mundo.»

3. (…) Tuve así, a lo largo de mi vida, muchísimas vinculaciones con muchísima gente seria. (…) Cuando encontré alguna que me pareció un poco lúcida, hice la experiencia de mi dibujo número 1, que siempre he conservado. Pero siempre la misma respuesta: «Es un sombrero». Entonces no le hablaba ni de serpientes boas, ni de bosques vírgenes, ni de estrellas. Me colocaba a su alcance. Le hablaba de bridge, de golf, de política y de corbatas. Y la persona mayor se quedaba muy satisfecha de haber conocido a un hombre tan razonable».

4. «Así viví, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente, hasta qué, hace seis años, tuve una avería en el desierto del Sahara. Algo se había roto en mi motor. Y como no tenía conmigo ni mecánico ni pasajeros, me dispuse a realizar, solo, una reparación difícil. Era, para mí, cuestión de vida o muerte. Tenía agua de beber apenas para ocho días.

(…) Estaba más aislado que un náufrago sobre una balsa en medio del océano. Imaginan, entonces, mi sorpresa cuando, al romper el día, me despertó una extraña vocecita que decía: ¡Por favor…; ¡dibújame un cordero!.»

5. «(…) el hombrecito no parecía ni extraviado, ni muerto de fatiga, ni muerto de sed, ni muerto de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en medio del desierto, a mil millas de todo lugar habitado.»

6. «Por absurdo que me pareciese, a mil millas de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué del bolsillo una hoja de papel y una lapicera. (…) Como jamás había dibujado un cordero, rehice uno de los dos únicos dibujos que era capaz de hacer. El de la boa cerrada. Quedé estupefacto cuando oí al hombrecito que me respondía: – ¡No! ¡No! No quiero un elefante dentro de una boa. Una boa es muy peligrosa y un elefante muy embarazoso. En mi casa todo es pequeño. Necesito un cordero dibújame un cordero.»

7. «Entonces, impaciente, como tenía prisa por comenzar a desmontar mi motor, garabatee este dibujo: (…) Y le largué: -Esta es la caja. El cordero que quieres está adentro.

Quedé verdaderamente sorprendido al ver iluminarse el rostro de mi joven juez:

-¡Es exactamente como lo quería! ¿Crees que necesitará mucha hierba este cordero?

– ¿Por qué?

– Porque en mi casa todo es pequeño

(…) Y fue así como conocí al principito.»

8. «Así supe una segunda cosa muy importante, ¡su planeta de orígen era apenas más grande que una casa!. (…) Tengo serias razones para creer que el planeta de donde venía el principito es el asteroide B 611. Este asteroide sólo ha sido visto una vez con el telescopio, en 1909, por un astrónomo turco. (…) Pero nadie le creyó por culpa de su vestido. Los mayores son así. Felizmente para la reputación del asteroide B 612 (…) el astrónomo repitió una demostración en 1920, con un traje muy elegante. Y esta vez todo el mundo compartió su opinión.

Si les he referido estos detalles acerca del asteroide B 612 y les he confiado su número es por las personas mayores. Ellas aman las cifras. Cuando les hablas de un nuevo amigo, no te interrogan jamás de lo esencial. Jamás te dicen: ¿Cómo es el timbre de su voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas?. En cambio, te preguntan: «¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos son? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?». Sólo entonces creen conocerlo. Si dices a las personas mayores: «He visto una hermosa casa de ladrillos rojos con geranios en las ventanas y palomas en el techo…», no acertarán a imaginarse la casa. Es necesario decirles: «He visto una casa de cien mil francos». Entonces exclaman: ¡Qué hermosa es!».

9. «Pero, claro está, nosotros que comprendemos la vida, nos burlamos de los números. Hubiera deseado comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Hubiera deseado decir: «Había una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…». Para quienes comprenden la vida habría parecido mucho más cierto.»

10. «Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Si intento evocarlo aquí es para no olvidarlo. Es triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y puedo transformarme como las personas mayores que no se interesan más que en las cifras. Por eso he comprado una caja de colores y de lápices.

Es penoso tomar nuevamente el dibujo a mi edad (…). Trataré, por cierto, de hacer los retratos lo más parecido posible. Pero no estoy enteramente seguro de tener éxito. (…) Me equivocaré, en fin, sobre ciertos detalles más importantes. Pero tendrán que perdonarme. Mi amigo jamás daba explicaciones. Quizás no me creía semejante a él. Pero yo, desgraciadamente no sé ver corderos a través de las cajas. Soy quizá un poco como las personas mayores. Debo haber envejecido.»

11. «En el planeta del principito siempre había habido flores muy simples, adornadas con una sola hilera de pétalos, que apenas ocupaban lugar y que no molestaban a nadie. Aparecían una mañana entre la hierba y luego se extinguían por la noche. Pero aquella había germinado un día de una semilla traída no se sabe de dónde y el principito había vigilado, muy de cerca, a esa brizna que no se parecía a las otras briznas. Podía ser un nuevo género de baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a elaborar una flor.»

12. «La mañana de la partida puso bien en orden su planeta. Deshollinó cuidadosamente los volcanes en actividad. Poseía dos volcanes en actividad. (…) Tenia también un volcán apagado. Pero, como decía el principito, «¡no se sabe nunca!». Si se deshollinan bien los volcanes, arden suave y regularmente, sin erupciones. (…) El principito arrancó también, con un poco de melancolía, los últimos brotes de baobabs. Creía que no iba a volver jamás. Pero todos estos trabajos cotidianos le parecieron extremadamente agradables esa mañana. Y cuando regó por última vez la flor, y se dispuso a ponerla al abrigo en su globo, descubrió que tenía deseos de llorar.

– Adiós – dijo a la flor» (…)

– No te detengas más, es molesto. Has decidido partir. Vete.

Pues no quería que la viese llorar. Era una flor tan orgullosa…

13. «Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Comenzó, entonces, a visitarlos para buscar un trabajo y para instruirse.»

14. «El sexto planeta era un planeta más vasto. Estaba habitado por un Anciano que escribía enormes libros.

– ¡Tóma! ¡He aquí un explorador!- exclamó cuando vio al principito. (…)

– ¿Qué es este grueso libro? preguntó el principito-. ¿Qué haces aquí?

– Soy geógrafo – dijo el Anciano.

– ¿Qué es un geógrafo?

– Es un sabio que conoce donde se encuentran los mares, los ríos, las ciudades, las montañas y los desiertos. (…) Pero tú, ¡tú vienes de lejos! ¡Eres explorador! ¡Vas a describirme tu planeta!.

– (…) ¡Oh!, Mi planeta – dijo el principito- no es muy interesante, es muy pequeño. Tengo tres volcanes. Dos volcanes en actividad y un volcán apagado. Pero no se sabe nunca.

– No se sabe nunca – dijo el geógrafo.

– Tengo también una flor.

– No anotamos las flores – dijo el geógrafo.

– ¿Por qué? ¡Es lo más lindo!

– Porque las flores son efímeras.

– ¿Qué significa «efímera»?

– (…) Significa «que está amenazada por una próxima desaparición».

(…) Mi flor es efímera, se dijo el principito, ¡y sólo tiene cuatro espinas para defenderse contra el mundo! ¡Y la he dejado totalmente sola en mi casa!

Esa fue su primera sensación de nostalgia. Pero tomó coraje:

– ¿Qué me aconsejas que vaya a visitar? – preguntó.

– El planeta Tierra – le respondió el geógrafo. Tiene buena reputación…

Y el principito partió, pensando en su flor.

15. «El séptimo planeta fue, pues, la Tierra. La Tierra no es un planeta cualquiera. Se cuentan allí ciento once reyes (sin olvidar, sin duda, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de ebrios, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.»

¿RECUERDAS?

por Manuel Magallanes Moure
Fuente: Luis E. Aguilera – Desde el andén de los sueños

¿Recuerdas? Una linda mañana de verano.
La playa sola. El vuelo de alas grandes y lerdas.
Sol y viento. Florida… el mar azul. ¿Recuerdas?
Mi mano suavemente oprimía tu mano.

Después, a un tiempo mismo, nuestras lentas miradas
posáronse en la sombra de un barco que surgía
sobre el cansado límite de la azul lejanía,
recortando en el cielo sus velas desplegadas.

Cierro ahora los ojos; la realidad se aleja,
y la visión de aquella mañana luminosa
en el cristal oscuro de mi alma se refleja.

Veo la playa, el mar, el velero lejano,
y es tan viva, tan viva la ilusión prodigiosa,
que a tientas, como un ciego, vuelvo a buscar tu mano.

LA COMUNICACION DE LAS EXISTENCIAS

Autor: Ignace Lepp
Nacionalidad: Francés
Título Original: La Communication des Existences
Editorial: Ediciones Carlos Lohlé, Argentina, 1964
Traducción al español: Manuel Mercader

Cuando tuve por primera vez en mis manos este libro, y tras leer su reseña (contraportada) y buscar infructuosamente en Internet (de aquél entonces) más información sobre Ignace Lepp que la que me aportaba el dueño del ejemplar, me quedé por unos minutos evaluando qué tipo de experiencia podría obtener de este libro: Lepp, hombre ateo, hijo de padres comunistas, había llegado a ser un influyente líder del partido comunista, quien luego abandona su militancia en búsqueda de algo que le dé significado a su existencia y por lo que valga la pena comprometerse y morir (Lepp, 1961 en Escándalo y Consuelo); así, luego de buscar en varias religiones y pese a las también múltiples imperfecciones e inconsecuencias de sus miembros, Lepp descubre en la doctrina cristiana una ideología con coherencia y trascendencia que va más allá de este mundo y sus imperfecciones, doctrina que se le presenta como respuesta a su búsqueda (Lepp, 1961 en Escándalo y Consuelo) y que lo cautiva tan profundamente que dedicará su restante vida al servicio de Dios, covirtiéndose primero al cristianismo y posteriormente ordenándose sacerdote. La Comunicación de las Existencias se me presentaba entonces como un libro de corte mas bien teológico, en el que este sacerdote francés buscaría evangelizar al lector, tal era mi prejuicio; pero mi curiosidad por saber qué tenía que decir un sacerdote, psicólogo y psiquiatra, en su condición de ex líder comunista, acerca de la soledad, la comunicación y el amor, me atrajo lo suficiente como para embarcarme en su lectura. Para mi sorpresa, lo que encontré fue de una riqueza ideológica inapreciable para quienes valoramos el aporte del existencialismo como corriente filosófica, y lamenté que su autor y planteamientos no fueran más conocidos de lo que eran hasta ese momento, al menos en Internet; por lo cual, me complazco en poder compartir aquí una parte de su valioso trabajo.

En La Comunicación de las Existencias, Lepp psicoanaliza de manera profunda conceptos como la soledad, el amor, la amistad y la colectividad; a través de un enfoque existencialista, Lepp analiza las posturas de Nietzsche, Sartre, Schopenhauer, entre otros, para exponer con habilidad explicativa pero concisa el conflicto que supone para el hombre la soledad en esta búsqueda por encontrar significado a su existencia. Para Lepp, la soledad debe ser el inicio de una transición hacia lo colectivo, donde la comunicación es un puente que no es posible construir si cada individuo primero no ha conquistado su propia soledad en búsqueda de quien es; es en la soledad que el ser humano logra encontrar a su verdadero Yo y descubrir qué es lo que tiene para ofrecer a la sociedad o colectividad de individuos, para lo cual, y para no correr el peligro de ser absorbido por la masa, necesita estar en permanente contacto con la soledad, sabiendo cómo entrar y salir de ella.

Lo que Lepp plantea en este libro se podría decir que es la solución a los problemas del ser humano, incluyendo a los existencialistas más pesimistas y desesperanzados, y la sería si no fuera porque es un desafío, aunque no imposible, muy difícil de lograr para el hombre «moderno»; Lepp sabe que en una sociedad moderna, como lo fue su época y también la que vio nacer a las primeras formas de existencialismo, no es fácil vivir en la soledad o salir de ella, mucho menos lograr extender un puente de comunicación hacia quienes no se han hecho conscientes aún de su soledad ni la buscan, por temor o ignorancia. A diferencia de aquellos para quienes la decadencia humana es una realidad imposible de revertir, Lepp es esperanzador y comparte con el lector un camino alternativo desde la soledad a la trascendencia.

La Comunicación de las Existencias es un libro profundo, complejo y cautivante al mismo tiempo, gracias a la habilidad del autor para expresar sus ideas que sumerjen al lector en una atmósfera de reflexión e introspección, compartiendo sugerencias útiles que favorecen la comprensión de un libro tan complejo y conceptual, mérito y evidencia de una mente privilegiada como Ignace Lepp (y mérito también del traductor quien hizo un trabajo de joyería).

VER FRAGMENTOS DE «LA COMUNICACIÓN DE LAS EXISTENCIAS»

A MARGARITA DEBAYLE

por Rubén Darío (1867-1916)

(Iustración inspirada en el poema: Fitzroya)

Margarita, está linda la mar,    Margarita
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.

Este era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes.

Un kiosco de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita como tú.

Una tarde la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.

La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla,
una pluma y una flor.

Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti.
Cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.

Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.

Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
mas lo malo es que ella iba
sin permiso del papá.

Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.

Y el rey dijo: «¿Qué te has hecho?
Te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho,
que encendido se te ve?»

La princesa no mentía,
y así, dijo la verdad:
«Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad.»

Y el rey clama: «¿No te he dicho
que el azul no hay que tocar?
¡Qué locura! ¡Qué capricho!
El Señor se va a enojar.»

Y dice ella: «No hubo intento:
yo me fui no sé por qué;
por las olas y en el viento
fui a la estrella y la corté.»

Y el papá dice enojado:
«Un castigo has de tener:
vuelve al cielo, y lo robado
vas ahora a devolver.»

La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el buen Jesús.

Y así dice: «En mis campiñas
esa rosa le ofrecí:
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí.»

Viste el rey ropas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.

La princesa está bella,
pues ya tiene el prendedor,
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento

Ya que lejos de mí vas a estar
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.

(extraído de «Obras completas«, Ediciones Anaconda)

LA COMUNICACION DE LAS EXISTENCIAS

Autor: Ignace Lepp
Traducción al español: Manuel Mercader
Editorial: Ediciones Carlos Lohlé, Argentina, 1964

1. «El hombre se siente solo, abandonado, cuando para nadie es sujeto, centro de iniciativa y de libertad, cuando se siente un simple objeto entre objetos innumerables más o menos anónimos. Por tal razón se puede estar terriblemente solo en medio de la multitud, y no hay lugar donde el hombre esté más solo que la muchedumbre.»

2. «Muchos hombres nunca han sido para alguien un sujeto, un ser único, no intercambiable; son únicamente miembros de una ciudad, de una empresa, de una agrupación, de una familia. (…) Ahora bien, lograr una comunicación directa, personal, con una o varias personas, es el anhelo más profundo del corazón humano. Si este anhelo no se cumple, el resultado es tristeza, melancolía, angustia, neurosis. (…) Pero cuántos son los que nunca se supieron amados por alguien. La misma familia es, con suma frecuencia, un lugar de soledad, una experiencia nueva que se abre ante el hombre trágicamente solo.»

3. «Y sin embargo, la soledad no es algo puramente negativo. Es indispensable a quien quiera salir de la trivialidad cotidiana. (…) Para que el ser humano pueda captarse como único, tener conciencia de su realidad como personal, elevarse a una existencia auténtica, hay que pasar por la prueba de la soledad y romper momentáneamente los lazos que unen a la sociedad y al mundo. No habrá existencia auténtica para quien no haya atravesado la angustia, y la angustia existencial nace de la toma de conciencia, de la experiencia de la soledad.»

4. «Negar al hombre los beneficios de la soledad y ahogarlo en la masa anónima es el crimen imperdonable de algunas formas de colectivismo. Los grandes filósofos que han tenido una conciencia clara y elevada del valor y destino personal del hombre, se han convertido en propagandistas de la soledad. Schopenhauer invita a los humanos a conquistar la propia soledad en una lucha feroz contra el instinto de sociabilidad que todos experimentamos en nosotros. No ignora los tormentos de la soledad; pero, según él, los hombres superiores no deben hesitar en preferirlos como un mal menor, a las agitaciones superficiales de la vida en sociedad.»

5. «Sin embargo, es Nietzsche quien, más que nadie, ha exaltado el valor de la soledad, que es para él el valor supremo (…) Y para conquistar la soledad absoluta, no le arredra sumergirse en un aislamiento espantoso. En la época en que pidió la mano de Lou Salomé, Nietzsche parece haber querido escapar a las pesadillas de la soledad; con todo, las cartas del período de los esponsales prueban que lo que Nietzsche amaba en su prometida era no tanto a la joven en sí misma cuanto a la discípula fiel que habría de proteger la soledad del maestro contra las solicitaciones del mundo exterior. Y al romperse los esponsales, el filósofo se encierra en una soledad más feroz que nunca.»

6. «(…) Evidentemente el amor de la soledad absoluta, tal como aparece en Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche, es excesivo, porque la soledad es sólo camino que ha de conducir a la comunicación con los demás».

7. «La gran tentación del hombre que ha conocido los beneficios de la soledad, sobre todo después de una vida social decepcionante, consiste en no considerarla como medio para llegar a comunicaciones más profundas y más auténticas y en hacer de ella un valor en sí. La soledad total y prolongada le es al hombre insoportable, y el mismo Nietzsche ha clamado un día confesando la propia impotencia para soportar por más tiempo su terrible aislamiento.»

8. «Si el solitario sabe sacar provecho de esta experiencia para comunicarse con los demás, la soledad se le convertirá en fuente de enriquecimiento grande; de lo contrario, lo llevará por el camino recto a la neurosis y a la locura.»

9. «Los dos elementos constitutivos del sentimiento de soledad son la incomprensión y el sufrimiento. Porque se siente incomprendido por los demás, el hombre puede encontrarse terriblemente solo en medio de la multitud, aún hallándose rodeado del éxito y la admiración; y se puede encontrar todavía más solo en el seno de la familia, aun siendo ésta una familia muy unida. (…) No es raro, en efecto, que se deba a nuestro propio narcisismo, al culto excesivo de nuestro Yo, el que los demás se alejen de nosotros y se nos tornen incomprensibles».

10. «La soledad ha revelado al hombre su Yo, pero le enseña además, en la experiencia decepcionante del narcisismo, que el Yo ni tiene vida ni crecimiento si permanece solo. Para escapar al estado de angustia y abandono que engendra la soledad, el hombre ansía restablecer la comunicación con los demás seres. Mas no rara vez su afán precipitado lo arroja en brazos de seres con los que sólo es posible una comunicación superficial y efímera. (…) En tal situación, puede el hombre romper completamente con los demás y encerrarse en un aislamiento total; o quizás resignarse a comunicaciones superficiales sin esperanza alguna de llegar un día a una auténtica comunión existencial: en uno u otro caso, la soledad se le presentará como una carga pesada que no cesará de apabullarlo».

11. «El hombre debe saber servirse de la soledad, considerarla como una etapa en el devenir personal, etapa que habrá de conducirlo nuevamente a los otros, no para restaurar las comunicaciones superficiales de antes sino para lograr la comunicación profunda y auténtica de que lo ha hecho capaz la soledad.»

12. «Rara vez se quiere la soledad por sí misma. Si el hombre rompe los lazos que lo unían a los otros hombres y se retira al desierto (que este «desierto» sea físico, geográfico o solamente moral, poco importa), lo hace porque sus relaciones con los otros sólo eran superficiales, pertenecían al dominio de las apariencias; y lo hace también porque el hombre no se había conquistado suficientemente a sí mismo como para aportar algo esencial a los demás. La soledad revela al hombre el propio Yo, y por el mismo hecho, renace la nostalgia de comunión con el otro».

13. «El hombre moderno, en cambio, se siente desgraciado y abandonado en la soledad porque nadie le ha enseñado a desearla, porque su género de vida le ha infundido un verdadero miedo frente a la soledad. No la ha elegido para conocerse mejor; se la ha impuesto desde afuera el mecanismo implacable de la vida moderna. (…) Toda la moderna civilización materialista se funda sobre la negación de la interioridad del hombre. (…) Es necesario que la interioridad, el Yo, tenga raíces verdaderamente profundas en el corazón del hombre para que su voz se deje oír a pesar de todo lo que se hace para ahogarla. (…) La experiencia, pues, parece demostrar que es imposible ahogar al Yo más allá de cierto límite. Cuando se llega a ese punto, el hombre no puede soportar su condición de miembro del rebaño; toma conciencia de su soledad dolorosa en medio de un mundo objetivado. Por desgracia, nadie, en ese mundo demasiado socializado, le ha enseñado el modo de usar de la soledad. Se atasca entonces y experimenta sucesivamente el narcisismo, el esteticismo, «el egoísmo superior». Pero en cada una de estas experiencias lo único que consigue es descubrir más la propia indigencia y aumentar así el malestar de la conciencia. La soledad del hombre moderno es trágica porque el hombre ni sabe superarla ni vencerla. El descorazonamiento que de esto resulta hace que el mundo parezca un recinto tenebroso y sin salida, cargado de tristeza. Tenemos, pues, que averiguar si la soledad puede ser superada o si es el infierno sin puerta ni ventanas que conciben Heidegger, Sartre, Malraux… Intentar tal estudio es lo que harán los capítulos siguientes».

14. «A una existencia que ha descubierto el propio ser en la soledad y que al mismo tiempo ha tomado conciencia de la absoluta insuficiencia de la soledad y ha decidido salir de ella, no pueden ya satisfacerla los lazos puramente objetivos que constituyen habitualmente la relación social de los hombres modernos. (…) no basta multiplicar las relaciones objetivas con los demás hombres, con el mundo, con el cosmos. Es necesario descubrir al otro en cuanto Tú, es decir: como un ser que ha pasado, como uno, por la prueba de la soledad y ha realizado su Yo. Mientras el Yo no encuentre un Tú con quien pueda acometer la creación de esta nueva realidad existencial que se llama NOSOTROS, la conciencia permanecerá encerrada en el malestar, porque, como dice Louis Lavelle, «si se experimenta la soledad como soledad, ello se debe a que la soledad es al mismo tiempo un llamado dirigido a soledades, semejantes en todo a la nuestra, con las cuales sentimos la necesidad de entrar en comunicación».

15. «La alternancia entre soledad y comunicación con el otro debe ser el ritmo normal de una existencia auténtica. Para no perder nada del Yo, descubierto en la soledad, debemos sumergirnos en ella periódicamente».

16. «La superioridad espiritual de los orientales sobre Occidente se debe, en gran parte, al hecho de que el amor a la soledad continúa viviendo en el corazón del hindú, mientras que el occidental se dispersa en la agitación. Pero la noción hindú de la vida espiritual implica una rotura total con el mundo, de donde resulta el estancamiento de la vida social.»

17. «En la soledad el hombre puede ejercitar la introspección y adquirir una lucidez grande sobre sí mismo. Sin embargo la mirada del Otro puede siempre descubrir en él y manifestarle aspectos verdaderamente esenciales de su ser que ninguna introspección podría descubrir jamás. Es ciertamente un exceso ver más por los ojos de los demás que por los propios. Pero el hombre tiene toda la razón del mundo al no confiar en la visión que tiene de su Yo, si no la ve confirmada por la mirada del Otro (…) aún el genio experimenta la necesidad de encontrar en otro el reconocimiento de su genio.»

18. «No puedo realizarme como no sea por obra del Otro; pero como lo ha dicho profúndamente Jaspers, el Otro sólo hará de mí lo que yo soy ya por mí mismo, en mi soledad. (…) es necesario también poseer la capacidad de emitir un juicio de valor de sí mismo. (…) El juicio propio sólo es posible si el Yo, que sabe que es sujeto, puede contemplarse con alguna objetividad. (…) Sin duda alguna, es necesario que logre juzgarme con una independencia relativa frente a los juicios que sobre mí formula el Otro, para que mi personalidad no se diluya delante de la del Otro, para que mi voluntad no renuncie a su autonomía».

19. «Con frecuencia sólo después de haber comprobado el error de los juicios ajenos, empezamos a juzgarnos por nosotros mismos. Aún entonces será necesario confrontar sin cesar nuestro propio juicio con el de los demás».

20. «(…) mi comportamiento con respecto al Otro será siempre y necesariamente algo ambiguo. Lo busco; no puedo pasar sin él; más también le huyo. Le pido ayuda, pero también le desconfío, y con frecuencia me creo obligado a combatirlo.»

21. «Para encontrar al Otro en el terreno espiritual, es necesario que salga de mí en alguna medida, que renuncie a algunos de los aspectos más atrayentes y a placeres determinados (…) de mi existencia solitaria. ¿Hacerlo implicará pura pérdida? ¿Me aportará el Otro una compensación de lo que sacrifico? La experiencia me enseña que en todo encuentro con otro hombre hay un peligro, un riesgo.»

22. «Schopenhauer y Nietzsche piensan que nada de lo que pueda aportar el Otro compensa las pérdidas a que obliga todo contacto con la sociedad, y que por lo tanto, el aislamiento es lo mejor. Heidegger y Sartre encuentran, en el deseo natural de comunicación con los demás, proyectos absurdos e irrealizables que elabora la conciencia humana enferma.

Nadie, según estos filósofos, puede comprenderme, y a mi vez, yo no puedo comprender a nadie. (…) Si bien es cierto que el encuentro con el Otro, la comunicación auténtica con él, no es cosa fácil, es sin embargo posible».

23. » La palabra Otro no implica, en filosofía, el no-Yo, lo que no es Yo, sino aquel que por su propia naturaleza es susceptible de acogerme para que los dos formemos juntos una nueva realidad existencial, el Nosotros.»

24. «Con frecuencia nos forjamos la ilusión de que la realización de ese Nosotros con el ser que hemos encontrado, no ha de ofrecer dificultades, y al advertir que la comunicación no se establece, corremos el riesgo de descorazonarnos y creemos que es imposible. Es que la formación de un Nosotros importa una actividad creadora, la que no se realiza sin esfuerzo.»

25. «Muchos filósofos contemporáneos, más o menos influidos por Hegel, conciben las relaciones entre los hombres como si fuesen fundamentalmente, relaciones de lucha. (…) Hasta un pensador tan profundamente espiritualista como Karl Jaspers, no encuentra otro medio para que el hombre entre en comunicación con el Otro que el combate o la competición.»

26. «La mayoría de los hombres de nuestro tiempo está convencida, más o menos explícitamente, que no debe esperar beneficio alguno de los demás, y por tal razón la indiferencia es la actitud que más frecuentemente se demuestra frente a los otros.»

27. » El odio es la modalidad más violenta del rechazo al Otro. (…) En el odio se admite y se reconoce la existencia del Otro, pero el individuo se propone suprimirla. (…) El Odio elige con preferencia por objeto a los seres superiores, aquellos cuya simple existencia parece a los mediocres un insulto. La superioridad del Otro se les presenta a éstos como una especie de atentado a su libertad e independencia. (…) Hay por lo tanto en el odio, casi siempre, una buena dosis de celos; es como un reconocimiento de la impotencia propia o de la propia mediocridad. No nos equivocaríamos si afirmáramos que cuanto más superior es un hombre con relación al medio ambiente, mayor es el odio que encuentra. El hombre superior rara vez recoge indiferencia: se lo ama o se lo odia.

28. «La experiencia demuestra con mucha frecuencia que provocan más el odio de los mediocres nuestros beneficios que nuestras malas acciones. El hombre mediocre experimenta, en efecto, el sentimiento de que el beneficio recibido del otro, sobre todo si es un beneficio no merecido, lo ata al otro con un lazo de reconocimiento. El reconocimiento implica la confesión de la libertad e independencia del Otro, y una confesión tal sobrepasa las fuerzas morales de los celosos y envidiosos. Cuando más desinteresado parece el comportamiento del Otro, cuanto son más puros sus motivos de hacer el bien, tanto es mayor el odio que provoca. Quienes no comparten los bajos intereses del mundo, son siempre para él un escándalo.»

29. «El poder destructor del odio es evidentemente grande. Pero el odio no es capaz de crear algo ni consolidar o intensificar la existencia personal. (…) En el plano metafísico el odio posee incontestablemente una superioridad sobre las demás formas de rechazar al Otro (…) implica un verdadero reconocimiento del Yo del Otro. (…) Por otra parte, quien me odia se interesa en mi vida. En alguna manera se siente depender de mí; para él no soy una simple cosa entre las demás cosas».

30. «Gracias a la soledad, gracias además a las relaciones con otros, el hombre adquiere conciencia de ser más de lo que es. (…) Desgraciadamente, no nos conocemos plenamente, y sólo adivinamos a través de oscuridades lo que somos, lo que podemos y lo que en verdad queremos. Sabemos que el vacío abierto en nosotros sólo se llenará por el don total de nosotros mismos a un ideal elevado, mas al mismo tiempo no estamos muy seguros de cuál pueda ser nuestro ideal.»

31. «El estado de duda y de búsqueda cuadra perfectamente a la adolescencia, pero no es raro que también lo conozcan hombres maduros. Durante años el hombre ha vivido contento con la cotidianidad gris y trivial y sólo a los treinta o cuarenta años descubre el llamado a una existencia auténtica e intensa.»

32. «Pocos son efectivamente los hombres que han logrado éxito en darse un ideal y vivir este ideal por sus solas fuerzas. Casi siempre otro hombre ha venido en su ayuda, y tal afirmación es válida aun para las existencias extraordinarias. (…) Uno de los elementos capitales de nuestra existencia es, por lo tanto, el encuentro con un ser más fuerte que nosotros (…). No se trata evidentemente de una superioridad objetiva, en el sentido absoluto del término (…). Es claro que quien no siente disposiciones para el atletismo o la música, el encuentro con atletas célebres o con grandes músicos no le aporta nada esencial (…). Sólo es decisivo el encuentro con un Otro que aparentemente encarna y ha realizado ya aquello hacia lo que el hombre tendía confusamente. Quizás uno no tenía una conciencia clara de las propias aspiraciones y el encuentro con el Otro obra precisamente haciéndolas pasar al estado de subconciencia al estado consciente. Si este Otro me descubre lo que estoy llamado a ser, lo que soy capaz de pensar y de hacer, es legítimo y normal que lo siga, que suspenda mi existencia de la suya, que acepte su influencia».

33. «Hay seres brillantes que tienen plena conciencia de la influencia que ejercen sobre los demás. Ejercerla es para ellos, con frecuencia, una verdadera vocación».

34. «Sin embargo es también cierto que el poder de influír de algunos hombres encierra peligros terribles tanto para el sujeto poseedor del poder, como para quienes se convierten en víctimas. Para que una influencia demasiado imperiosa no termine en la destrucción y violación de la personalidad, se requieren grandes cualidades de corazón y de inteligencia en quienes están investidos de ese poder».

35. «Si hay influencias que se imponen con violencia, hay otras que penetran en nuestro Yo dulcemente, gota a gota. Quien sufre una influencia así no se da cuenta a veces de ello y cree, mirando hacia atrás, en una evolución personal absolutamente independiente de toda influencia exterior».

36. «No carece de sentido que cuanto más débil es un ser y poco seguro de su personalidad más tema a los demás. La influencia parece, en efecto, disminuir su independencia, la autonomía de su Yo, y bien sabido es que nadie es tan celoso de la independencia como el débil. El complejo de inferioridad que sufren hace que teman todo contacto con los otros un poco íntimo porque saben que no podrán resistir su influencia y perderán lo que consideran el bien más preciado: la independencia. (…) Limitan por lo tanto voluntariamente el contacto con el prójimo a relaciones superficiales y sólo hacen migas con los mediocres, de quienes creen no tener nada que temer. Ahora bien, los mediocres no pueden aportarles nada, y así se encuentran a la postre sumidos en la decepción en lo que respecta a comunicarse con el Otro.»

38. «El hombre fuerte y valiente elige con plena conciencia y libertad las influencias que quiere aceptar, mientras que el débil experimenta pasivamente y sin saberlo influencias que se convierten en un obstáculo a la expansión de su personalidad. Por miedo a experimentar la influencia de hombres superiores, el débil busca la compañía de los mediocres y experimenta en consecuencia su influencia con lo que le será imposible no convertirse a su vez en un mediocre. Si hubiese aceptado deliberadamente seguir a un hombre superior, habría tenido mayores posibilidades de elevarse por sobre la trivialidad cotidiana».

39. «Son pocos, en verdad, los hombres que tienen derecho de presentarse como sol o fuente de vida espiritual. Si mi influencia sobre los demás es poderosa, se debe casi siempre a que antes he experimentado a mi vez potentes influencias».

40. «Algunos seres (…) desean, a toda costa, someter su persona a otra, a un jefe, a un director, a un amigo. Aceptan con gozo, a veces hasta con entusiasmo, hacer lo que éstos les digan; no hablan ni piensan con la propia cabeza. Tales hombres y mujeres constituyen, en lo político, el rebaño por excelencia (…). Para estos seres débiles, la influencia del Otro les sirve de seguridad contra los riesgos de la existencia.»

41. «La influencia liberadora, en lugar de obligar a quien la experimenta a abdicar su libertad y desaparecer frente a un ser más fuerte, le enseña a descubrirse y a ser verdaderamente él mismo. (…) Si el Otro ejerce sobre nosotros una influencia liberadora, que nos eleve, no significa esto que hayamos encontrado en él una réplica perfecta de lo que nosotros queremos ser, sino que obra más bien como el ser que nos anima a terminar el esbozo, el germen de personalidad que existía ya en nosotros antes de encontrarlo. Con su manera de vivir nos dice: «mira lo que he realizado con los dones y materiales de que disponía; a ti te toca hacer otro tanto con los dones y materiales que están en tus manos».

PIPING DOWN THE VALLEYS WILD

by William Blake (1757-1827)

(Spanish click here)

Piping down the valleys wild,
piping songs of pleasant glee,
on a cloud I saw a child,
and he laughing said to me:

“Pipe a song about a lamb!”
So I piped with merry cheer.
“Piper, pipe that song again;»
so I piped: he wept to hear.

“Drop thy pipe, thy happy pipe;
sing thy songs of happy cheer!”
So I sung the same again,
while he wept with joy to hear.

“Piper, sit thee down and write
in a book, that all may read;”
so he vanished from my sight;
and I plucked a hollow reed.

and I made a rural pen,
and I stained the water clear,
and I wrote my happy songs
every child may joy to hear.


Illustrations (by Fitzroya)

Piping1

Piping2

Piping3

Piping4

Piping5

Piping Down The Valleys Wild is the first verse of the poem Introduction, written by William Blake in 1789 for his work «Songs of Innocence«; Piping Down The Valleys Wild was later the name of a track musicalized by North American composer Bill Douglas for his album Deep Peace (1996).