Autor: Platón
Traductor: Editorial EDAF S.A.
1. CÉFALO: Sócrates, muy pocas veces vienes al Pireo, a pesar de que nos darías mucho gusto en ello. (…)
SÓCRATES: Yo, Céfalo – le dije-, me complazco infinito en conversar con los ancianos. Como se hallan al término de una carrera, que quizá habremos de recorrer nosotros un día, me parece natural que averigüemos de ellos si el camino es penoso o fácil, y puesto que tú estás ahora en esa edad, que los poetas llaman el umbral de la vejez, me complacerías mucho si consideras semejante situación como la más cruel de la vida. (…)
CÉFALO: Me sucede muchas veces, según el antiguo proverbio, que me encuentro con muchos hombres de mi edad, y toda la conversación por su parte se reduce a quejas y lamentaciones; recuerdan con sentimiento los placeres del amor, de la mesa, y todos los demás de esta naturaleza, que disfrutaban en su juventud. Se afligen de esta pérdida, como si fuera la pérdida de los más grandes bienes. (…)
Algunos se quejan además de los ultrajes a que les expone la vejez de parte de los demás. En fin, hablan sólo de ella para acusarla, considerándola causa de mil males. Tengo para mí, Sócrates, que no dan en la verdadera causa de esos males, porque si fuese sólo la vejez, debería producir indudablemente sobre mí y sobre los demás ancianos los mismos efectos. Porque he conocido a algunos de un carácter bien diferente, y recuerdo que, encontrándome en cierta ocasión con el poeta Sófocles, como le preguntaran en mi presencia si la edad le permitía aún gozar de los placeres del amor: “El dios me libre – respondió-, ha largo tiempo que he sacudido el yugo de ese furioso y brutal tirano.” La vejez, en efecto, es un estado de reposo y de libertad respecto de los sentidos. Cuando la violencia de las pasiones se ha relajado y se ha amortiguado su fuego, se ve uno libre, como decía Sófocles, de una multitud de furiosos tiranos. (…)
Con costumbres suaves y convenientes, la vejez es soportable; pero con un carácter opuesto, lo mismo la vejez que la juventud son desgraciadas. (…)
SÓCRATES: Estoy persuadido, Céfalo, de que al hablar tú de esta manera, los más no estimarán tus razones, porque se imaginan que contra las incomodidades de la vejez encuentras recursos, más que en tu carácter, en tus cuantiosos bienes, porque los ricos, dicen ellos, pueden procurarse grande alivio. (…)
CÉFALO: la pobreza haría quizá la vejez insoportable al sabio mismo, pero que sin la sabiduría nunca las riquezas la harían más dulce.
SÓCRATES: Pero – repliqué yo – , esos grandes bienes que tú posees, Céfalo, ¿te han venido de tus antepasados o los has adquirido tú en su mayor parte?
CÉFALO: ¿Que qué he adquirido yo, Sócrates? En este punto ocupo un término medio entre mi abuelo y mi padre, porque aquél, cuyo nombre llevo, habiendo heredado un patrimonio poco más o menos igual al que yo poseo ahora, hizo adquisiciones, que excedieron en mucho a los bienes que había recibido; y mi padre Lisanias me ha dejado menos fortuna que la que me ves ahora. Yo me daré por contento, si mis hijos encuentran, después de mi muerte, una herencia, que no sea ni inferior ni muy superior a la que yo encontré a la muerte de mi padre.
SÓCRATES: Lo que me ha obligado a hacerte esta pregunta – le dije – , es que me parece que no tienes mucho apego a las riquezas, cosa muy ordinaria en los que no han creado su propia fortuna, mientras que los que la deben a su industria, están doblemente apegados a ella (…). Pero dime ahora, ¿cuál es, a tu parecer, la mayor ventaja que las riquezas procuran?
CÉFALO: No espero convencer a muchos de la verdad de lo que voy a decir. Ya sabrás, Sócrates, que cuando se aproxima el hombre al término de la vida, tiene temores e inquietudes sobre cosas que antes no le daban ningún cuidado; entonces se presenta al espíritu lo que se cuenta de los infiernos y de los suplicios, que están allí preparados para los malos. Se comienza por temer que estos discursos, hasta entonces tenidos por fábulas, sean otras tantas verdades (…).
El que, al examinar su conducta, la encuentra llena de injusticias, tiembla y se deja llevar de la desesperación, y algunas veces, durante la noche, el terror le despierta despavorido como a los niños. Pero el que no tiene ningún remordimiento, ve sin cesar en pos de sí una dulce esperanza, que sirve de nodriza a su ancianidad, como dice Píndaro, que se vale de esta graciosa imagen al hablar del hombre que ha vivido justa y santamente:
La esperanza le acompaña, meciendo dulcemente su corazón
y amamantando su ancianidad;
la esperanza, que gobierna a su gusto
el espíritu fluctuante de los mortales. (…)
Y porque las riquezas preparan tal porvenir y son a este fin un gran auxilio, es por lo que, a mis ojos, son tan preciosas, no para todo el mundo, sino sólo para el sabio. Porque a ellas debe en gran parte el no haberse visto expuesto a hacer daño a tercero, ni aun sin voluntad ni a usar de mentiras. (…)
SÓCRATES: Pero ¿está bien definida la justicia haciéndola consistir simplemente en decir la verdad, y en dar a cada uno lo que de él se ha recibido? ¿O más bien, son estas cosas justas o injustas según las circunstancias? (…)
CÉFALO: Pues bien, continuad la conversación (…). Yo os cedo mi puesto; tanto más cuanto que voy a concluir mi sacrificio. (…)
SÓCRATES: Dime, pues, Polemarco, puesto que ocupas el lugar de tu padre, lo que dice Simónides de la justicia y dime también en qué compartes su opinión.
POLEMARCO: Dice que el atributo propio de la justicia es dar a cada uno lo que se le debe, y en esto encuentro que tiene razón.
SÓCRATES (narrando): Durante nuestra conversación, Trasímaco había abierto muchas veces la boca, para interrumpirnos. Los que estaban sentados cerca de él se lo impedían, porque querían oírnos hasta la conclusión; pero cuando nosotros cesamos de hablar, no pudo contenerse, y volviéndose de repente, se vino a nosotros como una bestia feroz, para devorarnos. Polemarco y yo nos sentimos como aterrados. En seguida tomándola conmigo dijo:
TRASÍMACO: Sócrates, ¿a qué viene toda esta palabrería? ¿A qué ese pueril cambio de mutuas concesiones? ¿Quieres saber sencillamente lo que es la justicia? No te limites a interrogar y a procurarte la necia gloria de refutar las respuestas de los demás. No ignoras que es más fácil interrogar que responder. Respóndeme ahora tú. ¿Qué es la justicia? Y no me digas que es lo que conviene, lo que es útil, lo que es ventajoso, lo que es lucrativo, lo que es provechoso; responde neta y precisamente; porque yo no soy un hombre que admita necedades como buenas respuestas. (…)
SÓCRATES: Trasímaco, no te irrites contra nosotros. Si Polemarco y yo hemos errado en nuestra conversación, vive persuadido de que ha sido contra nuestra intención. Si buscáramos oro, no nos cuidaríamos de engañarnos uno a otro, haciendo así imposible el descubrimiento; y ahora que nuestras indagaciones tienen un fin mucho más precioso que el oro, esto es, la justicia, ¿nos crees tan insensatos, que gastemos el tiempo en engañarnos, en lugar de consagrarnos seriamente a descubrirla?. (…)
TRASÍMACO: ¡Por hércules! (…) he aquí la ironía acostumbrada de Sócrates. Sabía bien que no responderías, y ya había prevenido a todos a que apelarías a tus conocidas mañas y que harías cualquier cosa menos responder. (…) Tal es el gran secreto de Sócrates; no quiere enseñar nada a los demás, mientras que va por todas partes mendigando la ciencia, sin tener que agradecerlo a nadie. (…)
SÓCRATES: Tienes razón, Trasímaco, en decir que yo aprendo de los demás, pero no la tienes en añadir que no les esté agradecido. Les manifiesto mi reconocimiento en cuanto de mí depende, y les aplaudo. Que es todo lo que puedo hacer, careciendo como carezco de dinero. Verás cómo te aplaudo con gusto en el momento que respondas, si lo que dices me parece bien dicho, porque estoy convencido de que tu respuesta será excelente.
TRASÍMACO: Pues bien, escucha. Digo que la justicia no es otra cosa que lo que es provechoso al más fuerte. ¡Y bien! ¿por qué no aplaudes? Ya sabía yo que no lo habías de hacer.
SÓCRATES: Espera, por lo menos, a que haya comprendido tu pensamiento, porque aún no lo entiendo. La justicia dices, que es lo que es útil al más fuerte. ¿Qué entiendes por esto, Trasímaco? ¿Quieres decir que, porque el atleta Polidamos es más fuerte que nosotros, y es ventajoso para el sostenimiento de sus fuerzas comer carne de buey, sea igualmente provechoso para nosotros comer la misma carne?
TRASÍMACO: Eres un burlón, Sócrates, y sólo te propones dar un giro torcido a lo que se dice.
SÓCRATES: ¡Yo!, nada de eso; pero, por favor, explícate más claramente.
TRASÍMACO: ¿No sabes que los diferentes estados son monárquicos o aristocráticos o populares?
SÓCRATES: Lo sé
TRASÍMACO: El que gobierna en cada estado, ¿no es el más fuerte?
SÓCRATES: Seguramente
TRASÍMACO: ¿No hace leyes cada uno de ellos en ventaja suya, el pueblo leyes populares, el monarca leyes monárquica, y así los demás? Una vez hechas estas leyes, ¿no declaran que la justicia para los gobernados consiste en la observancia de las mismas? ¿No se castiga a los que traspasan, como culpables de una acción injusta? Aquí tienes mi pensamiento. En cada estado, la justicia no es más que la utilidad del que tiene la autoridad en sus manos, y, por consiguiente, del más fuerte. (…)
SÓCRATES: Comprendo ahora lo que quieres decir; pero ¿eso es cierto? Examinémoslo. (…)
TRASÍMACO: Estás tan distante de conocer la naturaleza de lo justo y de lo injusto, que ignoras que la justicia es un bien para todos, menos para el justo; que es útil al más fuerte, que manda, y dañosa al más débil, que obedece; que la injusticia, por el contrario, ejerce su imperio sobre las personas justas, que por sencillez ceden en todo ante el interés del más fuerte, y sólo se ocupan en cuidar los intereses de éste abandonando los suyos. He aquí, hombre inocente, cómo es preciso tomar las cosas. El hombre justo siempre lleva la peor parte cuando se encuentra con el hombre injusto. Por lo pronto, en las transacciones y negocios particulares hallarás siempre que el injusto gana en el trato, y que el hombre justo pierde. En los negocios públicos, si las necesidades del estado exigen algunas contribuciones, el justo con fortuna igual suministrará más que el injusto. Si, por el contrario, hay algo en que se gane, el provecho todo es para el hombre injusto. En la administración del estado, el primero, porque es justo, en lugar de enriquecerse a expensas del estado, dejará que se pierdan sus negocios domésticos a causa del abandono en que los tendrá. Y aún se dará por contento, si no le sucede algo peor. Además, se hará odioso a sus amigos y parientes, porque no querrá hacer por ellos nada que no sea justo. El injusto alcanzará una suerte enteramente contraria, porque teniendo, como se ha dicho, un gran poder, se vale de él para dominar constantemente a los demás. Es preciso fijarse en un hombre de estas condiciones, para comprender cuánto más ventajosa es la injusticia que la justicia. Conocerás mejor esto, si consideras la injusticia en su más alto grado, cuanto tiene por resultado hacer muy dichoso al que la comete y muy desgraciados a los que son sus víctimas, que no quieren volver injusticia por injusticia. Hablo de la tiranía, que se vale del fraude y de la violencia con ánimo de apoderarse, no poco a poco y como en detalle de los bienes de otro, sino echándose de un solo golpe y sin respetar lo sagrado ni lo profano sobre las fortunas particulares y las del estado. Los ladrones comunes, cuando son cogidos in fraganti, son castigados con el último suplicio, y se les denuesta con las calificaciones más odiosas. Según la naturaleza de la injusticia que han cometido, se los llama sacrílegos, bandidos, pícaros, salteadores; pero si se trata de un tirano que se ha hecho dueño de los bienes y de las personas de sus conciudadanos, en lugar de darle estos epítetos detestables, se le mira como el hombre más feliz, lo mismo por los que él ha reducido a la esclavitud, que por los que tienen conocimiento de su crimen; porque si se habla mal de la injusticia, no es porque se tema cometerla, sino porque se teme ser víctima de ella. Tan cierto es, Sócrates, que la injusticia, cuando se la lleva hasta cierto punto, es más fuerte, más libre, más poderosa que la justicia; y que, como dije al principio, la injusticia es el interés del más fuerte, y la injusticia es por sí misma útil y provechosa.
2. SÓCRATES: Los sabios no quieren tomar parte en los negocios con ánimo de enriquecerse, porque temerían que se los mirara como mercenarios, si exigían manifiestamente algún salario por el mando, o como ladrones si convertían los fondos públicos en su provecho. Tampoco tienen en cuenta los honores, porque no son ambiciosos. Es preciso, pues, que algún motivo muy poderoso los obligue a tomar parte en el gobierno, como el temor de algún castigo. Y por esta razón se mira como cosa poco delicada el encargarse voluntariamente de la administración pública, sin verse comprometido a ello. Porque el mayor castigo para el hombre de bien, cuando rehusa gobernar a los demás, es el verse gobernado por otros menos digno; y este temor es el que obliga a los sabios a encargarse del gobierno, no por su interés ni por su gusto, sino por verse precisados a ello a falta de otros, tanto o más dignos de gobernar; de suerte que, si se encontrase un estado compuesto únicamente de hombres de bien, se solicitaría el alejamiento de los cargos públicos con el mismo calor con que hoy se solicitan éstos; se vería claramente en un estado de este género que el verdadero magistrado no mira su propio interés sino el de sus administrados; y cada ciudadano, convencido de esta verdad, preferiría ser feliz mediante los cuidados de otro, que trabajar por la felicidad de los demás. No concedo, pues, a Trasímaco que la justicia sea el interés del más fuerte; pero ya examinaremos este punto en otra ocasión. Lo que ha añadido tocante a la condición del hombre malo, la cual, según él, es más dichosa que la del hombre justo, es punto de mayor importancia aún. (…) Pues bien, respóndeme Trasímaco. Pretendes que la completa injusticia es más ventajosa que la justicia perfecta.
TRASÍMACO: Sí (…) y ya he dado mis razones. (…)
SÓCRATES: ¿Das probablemente el nombre de virtud a la justicia, y el de vicio a la injusticia?
TRASÍMACO: Se supone, puesto que yo pretendo que la injusticia es útil, y que la justicia no lo es.
SÓCRATES: ¿Qué es lo que dices?
TRASÍMACO: Todo lo contrario
SÓCRATES: ¡Qué! ¿La justicia es un vicio?
TRASÍMACO: No; es una insensatez generosa.
SÓCRATES: ¿Luego la injusticia es una maldad?
TRASÍMACO: No; es sabiduría
SÓCRATES: ¿Luego los hombres injustos son buenos y sabios a tu parecer?
TRASÍMACO: Sí, los que lo son en sumo grado, y que son bastante fuertes para apoderarse de las ciudades y de los imperios. No es porque este oficio no tenga también sus ventajas, mientras cuenta con la impunidad; pero estas ventajas no son nada cotejadas con las que acabo de mencionar.
SÓCRATES: Concibo muy bien tu pensamiento; pero lo que me sorprende es que das a la injusticia los nombres de virtud y de sabiduría, y a la justicia nombres contrarios.
TRASÍMACO: Pues eso es lo que pretendo.
SÓCRATES: Eso es bien duro, y ya no sé qué camino tomar para refutarte. Si dijeses sencillamente, como otros, que la injusticia, aunque útil, es una cosa vergonzosa y mala en sí, podría responderte lo que de ordinario se responde. Pero, toda vez que llegas hasta el punto de llamarla virtud y sabiduría, no dudarás en atribuirle fuerza, la belleza y todos los demás títulos que se atribuyen comúnmente a la justicia.
TRASÍMACO: No es posible adivinar mejor. (…)
SÓCRATES: Pero permíteme hacerte aún otra pregunta. ¿El hombre justo querría tener en algo ventaja sobre otro hombre justo?
TRASÍMACO: No, verdaderamente; de otra manera no sería ni tan complaciente ni tan simple como yo le supongo.
SÓCRATES: Pero qué, ¿ni siquiera con respecto a una acción justa?
TRASÍMACO. Ni con respecto a ella.
SÓCRATES: ¿No querría, por lo menos, sobrepujar al hombre injusto, y no creería poderlo hacer justamente?
TRASÍMACO. Lo creería y lo querría, pero sus esfuerzos serían inútiles.
SÓCRATES: No es eso lo que quiero saber. Yo te pregunto solamente esto: si el justo no tendrá la pretensión y la voluntad de tener ventaja sobre otro justo, sino solamente sobre el hombre injusto.
TRASÍMACO: Sí, tiene esta última pretensión. (…)
SÓCRATES: Por consiguiente, decimos que el justo no quiere tener ventaja sobre su semejante, sino sobre su contrario, mientras que el hombre injusto quiere tenerla sobre uno y sobre otro.
TRASÍMACO: Eso está muy bien dicho.
SÓCRATES (narrando): En el momento Glaucón y los demás me conjuraron a que emplease todas mis fuerzas en su defensa, y para que en vez de dejar la discusión, indagara con ellos la naturaleza de la justicia y de la injusticia, y lo que hay de real en las ventajas que se les atribuye. Les dije que me parecía que la indagación, en que querían empeñarme, era muy espinosa y exigía un entendimiento muy claro; pero añadí:
SÓCRATES: Puesto que ni vosotros ni yo nos preciamos de tener luces suficientes para conseguir nuestro objeto, he aquí de qué manera pienso proceder en esta indagación. Si se diese a leer a personas de vista corta letras en pequeños caracteres, y ellos supiesen que estas mismas letras se encontraban escritas en otro punto en caracteres gruesos, indudablemente sería para ellos una ventaja ir a leer las grandes letras y confrontarlas en seguida con las pequeñas, para ver si eran las mismas. (…)
¿No se encuentra la justicia en un hombre y en una sociedad de hombres? (…)
Pero la sociedad es más grande que el simple particular. (…)
Por consiguiente, la justicia se mostrará en ella con caracteres mayores y más fáciles de discernir. Y así indagaremos primero, si te parece, cuál es la naturaleza de la justicia en las sociedades; en seguida; la estudiaremos en cada particular; y comparando estas dos especies de justicia, veremos la semejanza de la pequeña con la grande. (…)
Construyamos, pues, un estado con el pensamiento. Nuestras necesidades serán evidentemente su base. Ahora bien, la primera y la mayor de nuestras necesidades ¿no es el alimento, del cual depende la conservación de nuestro ser y de nuestra vida? (…)
La segunda necesidad es la de la habitación: la tercera, la del vestido. (…)
¿Y cómo podrá nuestro estado proveer a sus necesidades? Será necesario para esto que uno sea labrador, otro arquitecto y otro tejedor?. ¿Añadiremos también un zapatero o cualquier otro artesano semejante? (…)
Todo estado se compone esencialmente de cuatro o cinco personas. (…)
Pero necesitamos más de cuatro ciudadanos para las necesidades de que acabamos de hablar. Si queremos, en efecto, que todo marche bien, el labrador no debe hacer por sí mismo su arado, su azadón, ni las demás herramientas aratorias. Lo mismo sucede con el arquitecto, el cual necesita muchos instrumentos; y lo mismo con el zapatero y con el tejedor. (…)
He aquí que tenemos ya necesidad de carpinteros, herreros y otros obreros de esta clase, que tienen que entrar en nuestro pequeño estado, que de este modo se agranda.
ADIMANTO: Un estado en que se encuentran tantas gentes, no es ya un estado pequeño.
SOCRATES: Por tanto, no basta que cada uno trabaje para el estado, porque tendrá que trabajar también para las necesidades de los extranjeros. (…)
Por consiguiente, nuestro estado tendrá necesidad de un número mayor de labradores y de otros obreros. (…)
Habrá necesidades de gentes que se encarguen de la importación y exportación de los diversos objetos que se cambian. Los que tal hacen se llaman comerciantes; ¿no es así? (…)
Y si este comercio se hace por mar, se necesitará una infinidad de personas para la navegación. (…)
Pero si el labrador o cualquiera otro artesano, al llevar al mercado lo que pretende vender, no acude precisamente en el momento en que los demás tienen necesidad de su mercancía, su trabajo quedará interrumpido durante este tiempo, y permanecerá ocioso en el mercado esperando compradores.
ADIMANTO: Nada de eso. Hay gentes que se encargan de salvar este inconveniente, y en las ciudades bien administradas son de ordinario las personas débiles de cuerpo y que no pueden dedicarse a otros oficios. El suyo consiste en permanecer en el mercado y comprar a unos lo que llevan a vender, para volver a vender a los otros.
SÓCRATES: Es decir, que nuestra ciudad no puede pasar sin mercaderes. ¿No es éste el nombre que se da a los que, permaneciendo en la plaza pública, no hacen más que comprar y vender, reservando el nombre de comerciantes para los que viajan y van de un estado a otro?
ADIMANTO: Sí
SÓCRATES: Hay también, a mi parecer, algunos, que no prestan un gran servicio a la sociedad por su inteligencia, pero que son robustos de cuerpo y capaces de los mayores trabajos. Trafican con las fuerzas de su cuerpo y tienen opción a un salario en dinero por este tráfico, de donde les viene, yo creo, el nombre de mercenarios. (…)
Adimanto, ¿tenemos ya un estado bastante grande, y puede mirársele como perfecto?
ADIMANTO: Quizá
SÓCRATES: ¿Cómo podremos encontrar en él la justicia y la injusticia? (…) Comencemos por echar una mirada sobre la vida que harán los habitantes de este estado. Su primer cuidado será procurarse alimentos, vino, vestidos, calzado y habitación (…); juntos pasarán la vida agradablemente; y, en fin, procurarán tener el número de hijos proporcionado al estado de su fortuna, para evitar las incomodidades de la pobreza o de la guerra.
GLAUCÓN: Me parece (…) que no les das nada para comer con el pan.
SOCRATES: Tienes razón (…); se me olvidó decir que, además de pan, tendrán sal, aceitunas, queso, cebollas y otras legumbres que produce la tierra. No quiero privarles ni aun de postres. Tendrán higos, guisantes, habas, y después bayas de mirto, fabucos de haya, que harán asar al fuego y que comerán bebiendo con moderación. De esta manera, llenos de gozo y de salud, llegarán a una avanzada vejez, y dejarán a sus hijos herederos de su fortuna. (…)
GLAUCÓN: Si quieres que vivan con comodidad, haz que coman en la mesa, acostados en lechos, y que sirvan las viandas que están hoy en uso.
SÓCRATES: Muy bien, ya te entiendo. No es solamente el origen de un estado el que buscamos, sino el de un estado que rebose en placeres. (…)
Sea de esto lo que quiera, el verdadero estado, el estado sano, es el que acabamos de describir. Si quieres ahora que echemos una mirada sobre el estado enfermo y lleno de humores, nada hay que no lo impida. Es probable que muchos no se den por contentos con el género de vida sencillo que hemos prescrito. Añadirán camas, mesas, muebles de todas especies, viandas bien condimentadas, perfumes, olores, libertinas y golosinas de todas clases y con profusión. (…)
Habrá necesidad del oro, del marfil y de otras materias preciosas de todas clases. (…)
El estado sano, de que hablé al principio, va a resultar demasiado pequeño. Será preciso agrandarlo y hacer entrar en él una multitud de gentes, que el lujo, no la necesidad, ha introducido en los estados, como los cazadores de todos géneros. (…)
En el primer estado no había que pensar en todas estas cosas; pero en éste ¿cómo era posible pasar sin ellas, lo mismo que sin toda clase de animales destinados a regalar el gusto de los gastrónomos? (…)
Y el país que bastaba antes para el sostenimiento de sus habitantes, ¿no será desde este momento demasiado pequeño? (…)
Luego si queremos tener bastantes pastos y tierra de labor, nos será preciso robarla a nuestros vecinos; y nuestros vecinos harán otro tanto respecto a nosotros, si traspasando los límites de lo necesario, se entregan también al deseo insaciable de tener. (…)
Después de esto, ¿haremos la guerra, Glaucón? Porque ¿qué otro partido puede tomarse?
GLAUCÓN: Pues haremos la guerra.
SÓCRATES: No hablemos aún de los bienes y de los males que la guerra lleva consigo. Digamos solamente que hemos descubierto el origen de este azote tan funesto para los estados y para los particulares.
3. Digamos, pues, con confianza del hombre que, para ser suave con los que no conoce y que son sus amigos, es preciso que tenga un carácter filosófico y ansioso de conocimiento. (…)
Y por consiguiente, que un buen guardián del estado debe tener, además de valor, fuerza y actividad, filosofía. (…)
Tal será el carácter de nuestros guerreros. Pero ¿de qué manera formaremos su espíritu y su cuerpo? (…) ¿Qué educación conviene darles? Es difícil a mi juicio darles otra mejor que la que está en práctica entre nosotros, y que consiste en formar el cuerpo mediante la gimnasia y el alma mediante la música.
(…) Quiero, en primer lugar, que ninguno de ellos tenga nada suyo, a no ser absolutamente necesario; que no tengan ni casa, ni despensa, donde no pueda entrar todo el mundo. En cuanto al alimento que necesitan guerreros sobrios y valientes, sus conciudadanos se encargarán de suministrárselo en justa remuneración de sus servicios, y en términos que ni sobre ni falte durante el año. (…)
Que se les haga entender que los dioses han puesto en su alma oro y plata divina y, por consiguiente, que no tienen necesidad del oro y de la plata de los hombres; (…) que el oro, que ellos tienen, es puro, mientras que el de los hombres ha sido en todos tiempos origen de muchos crímenes. (…)
Porque desde el momento en que se hicieran propietarios de tierras, de casas y dinero, de guardadores que eran se convertirían en empresarios y labradores, y de defensores del estado se convertirían en sus enemigos y sus tiranos; pasarían la vida aborreciéndose mutuamente y armándose lazos unos a otros; entonces, los enemigos que más deben temerse son los de dentro, y la república y ellos mismos correrán rápidamente hacia su ruina.
ADIMANTO: ¿Qué responderás, Sócrates, si te objeto que tus guerreros no son muy dichosos, y esto por falta suya, pues son realmente dueños del estado, y sin embargo están privados de todas las ventajas de la sociedad, (…) y, en fin, nada de lo que, en opinión de los hombres, sirve para hacer una vida cómoda y agradable? En verdad se dirá que los tratas como a extranjeros, que están a sueldo del estado sin otro destino que el de guardarlo. (…)
SÓCRATES: Por lo pronto, diremos que no sería una cosa sorprendente que la condición de nuestros guerreros fuese muy dichosa a pesar de todos estos inconvenientes. Que de todos modos, al formar un estado, no nos hemos propuesto como fin la felicidad de un cierto orden de ciudadanos, sino la del estado entero. (…)
Ahora bien: en este momento nuestra tarea consiste en fundar un gobierno dichoso, a nuestro parecer por lo menos, un estado en el que la felicidad no sea patrimonio de un pequeño número de particulares, sino común a toda la sociedad. (…)
Si nos ocupáramos en pintar estatuas, y alguno nos objetara que no empleábamos los más bellos colores para pintar las más bellas partes del cuerpo, por ejemplo, que no pintábamos los ojos con bermellón, sino con negro, creeríamos responder cumplidamente a este censor, diciéndole: “No te imagines que nosotros habíamos de pintar los ojos tan bellos que dejaran de ser ojos” (…), y ahora te digo a ti otro tanto. No nos obligues a hacer que vaya unida a la condición de nuestros guerreros una felicidad que les haría dejar de ser lo que son. Podríamos, si quisiéramos, vestir a nuestros labradores con trajes talares, cargar sus vestidos de oro y no hacerles trabajar la tierra sino por placer. Podríamos acostar al alfarero al pie de su horno, cerca de su rueda, en reposo, comiendo y bebiendo anchamente, y con libertad de trabajar cuando quisiera. Podríamos hacer dichosos de la misma manera a todos los de las demás condiciones para que el estado entero gozase de una perfecta felicidad; pero no nos des semejante consejo, porque si le siguiésemos, el labrador cesaría de ser labrador, el alfarero de ser alfarero, cada cual saldría de su condición, y no habría ya sociedad. Además, que los otros artesanos se mantengan o no en sus respectivos oficios, no es negocio de gran importancia (…), el público no sufrirá por esto un gran daño. Pero si los que están designados para guardar el estado y las leyes sólo son guardadores en el nombre, ya conoces que conducirán la república a su ruina, porque de ellos es de quienes depende su buena administración y su felicidad (…); de suerte que cuando el estado se haya robustecido y esté bien administrado, todos participarán de la felicidad pública, unos más, otros menos, según la calidad de su empleo. (…)
Mira si lo que voy a decir no es lo que pierde y corrompe de ordinario a los artesanos.
GLAUCÓN: ¿Qué es lo que pierde?
SÓCRATES: La opulencia y la pobreza (…): el alfarero, si se hace rico, ¿se ocupará mucho de su oficio? (…)
Se hará, por lo tanto, cada día más holgazán y más negligente (…) y por consiguiente, peor alfarero. (…)
Por otra parte, si la pobreza le quita los medios de proporcionarse instrumentos y todo lo necesario para su arte, se resentirá su trabajo, y sus hijos y los demás obreros a quienes él enseñe serán menos hábiles. (…)
Por consiguiente, ésa será una razón más para someter muy en tiempo los juegos de los niños a la más severa disciplina, (…) si los juegos de los niños se someten a regla desde un principio; si el amor al orden entra en su corazón con la música, sucederá, por un efecto contrario, que todo irá de mejor en mejor, de suerte que si la disciplina se relajase en algún punto, ellos mismos la repararían algún día. (…) Ellos mismos restablecerán estas reglas que pasan por minuciosas, y que sus predecesores habrán dejado caer enteramente en desuso. (…)
¿Sabes la manera cómo se arreglan los tintoreros cuando quieren teñir la lana de púrpura? Entre las lanas de toda clase de colores escogen la blanca, la preparan en seguida con el mayor cuidado, a fin de que tome mejor el color de que se trata, y después de esto, la tiñen. Esta clase de tintura no se borra; y la tela, ya se lave simplemente o ya se la jabone, no pierde su brillantez; mientras que, si la lana que se intenta teñir, tiene ya otro color, o si se sirve de la blanca sin la conveniente preparación, ya sabes lo que sucede. (…)
Imagínate ahora, que nosotros nos hemos esforzado para hacer lo mismo, escogiendo nuestros guerreros con las mayores precauciones y preparándolos mediante la música y la gimnasia. Nuestra intención al obrar así, es que tomen una tintura sólida de las leyes; que su alma bien nacida y bien educada, se penetre de tal manera de la idea de las cosas que son de temer, lo mismo que de todas las demás, que ninguna clase de loción pueda borrarla; ni la del placer, que para este efecto tiene otra virtud distinta que la cal y los lavados, ni el dolor, ni el temor, ni el deseo. Esta idea justa y legítima de lo que es de temer y de lo que no lo es; esta idea, que nada puede borrar, es a lo que yo llamo valor.
4. SÓCRATES: ¿No hemos educado a los hombres en el ejercicio de la música y la gimnasia? (…) Será preciso, por tanto, hacer que las mujeres se consagren al estudio de estas dos artes, formarlas para la guerra y tratarlas en todo como a los hombres. (…)
Pero si se pusiera en práctica, parecería quizá una cosa ridícula, porque es opuesta a la costumbre. (…)
Para ello conjuremos a esos burlones, para que dejen a un lado por un momento sus gracias y examinen seriamente el asunto. Recordémosle que no ha mucho que los griegos creían aún, como lo creen hoy en día la mayor parte de las naciones bárbaras, que la vista de un hombre desnudo es un espectáculo vergonzoso y ridículo; y que cuando los gimnasios fueron abiertos por primera vez en Creta y después en Lacedemonia, los burlones de aquel tiempo tuvieron motivo para chancearse. (…)
Luego si nos encontramos con que la naturaleza del hombre difiere de la de la mujer con relación a ciertas artes y a ciertos oficios, inferiremos que tales oficios y artes no deben ser comunes a los dos sexos. Pero si entre ellos no hay otra diferencia que la de que el varón engendra y la mujer pare, no por esto consideraremos como cosa demostrada que la mujer difiere del hombre en el punto de que aquí se trata; y nos sostendremos en la creencia de que no debe hacerse ninguna distinción respecto a los oficios entre nuestros guerreros y mujeres. (…)
Ahora que nos diga nuestro argumentante cuál es en la sociedad el arte u oficio para el que las mujeres no hayan recibido de la naturaleza las mismas disposiciones que los hombres. (…)
¿No hay mujeres, diríamos nosotros, que tienen aptitud para la medicina y para la música, y otras que no la tienen? (…) ¿No las hay que tienen disposición para los ejercicios gimnásticos y militares, y otras que no tienen ninguna? (…) Y en fin, ¿no las hay filósofas y valientes, y otras que no son ni lo uno ni lo otro? (…) Por tanto, hay mujeres a propósito para vigilar y guardar al estado, y otras que no lo son; porque ¿no son la filosofía y el valor las dos cualidades que exigimos en nuestros guerreros? (…)
La naturaleza de la mujer es tan propia para la guarda de un estado como la del hombre, y no hay más diferencia que la del más o el menos. (…) Éstas son las mujeres que nuestros guerreros deben escoger por compañeras. (…)
Por consiguiente, las mujeres de nuestros guerreros deberán abandonar sus trajes, puesto que la virtud ocupará su lugar. Participarán con sus maridos de los trabajos de la guerra y de todos los que exija la guarda del estado, sin ocuparse de otra cosa. Sólo se tendrá en cuenta la debilidad de su sexo, al señalar las cargas que deban imponérseles. En cuanto al que se burle a la vista de las mujeres desnudas que ejercitan su cuerpo para un fin bueno, recoge fuera de sazón los frutos de su sabiduría; no sabe ni lo que hace, ni por lo que se ríe; porque hay y habrá siempre razón para decir que lo útil es bello, y que sólo es feo lo que es dañoso.
5. SÓCRATES: Pero el que lleva de frente todas las ciencias con un ardor igual, que desearía abrazarlas todas y que tiene un deseo insaciable de aprender ¿no merece el nombre de filósofo? ¿Qué piensas de esto?
GLAUCÓN: Según te explicas, tendría que ser infinito el número de filósofos y todos de un carácter bien extraño; porque sería preciso comprender bajo este nombre todos los que son curiosos y desean ver y saber novedades, y sería cosa singular ver entre los filósofos a estas gentes curiosas, que ciertamente no asistirían con gusto a esta conversación, pero que tienen como alquilados los oídos para oír todos los coros, y concurrir a todas las fiestas de Baco sin faltar a una sola, sea en la ciudad, sea en el campo. ¿Y llamaremos filósofos a los que no muestran ardor sino para aprender tales cosas, o que se consagran al conocimiento de las artes más ínfimas?
SÓCRATES: Ésos no son los verdaderos filósofos; sólo lo son en la apariencia.
GLAUCÓN: Entonces, ¿quiénes son, en tu opinión, los verdaderos filósofos?
SÓCRATES: Los que gustan de contemplar la verdad. (…) He aquí cómo distingo estas gentes curiosas, que tienen manía por las artes y se limitan a la práctica, de los contempladores de la verdad, que son los únicos a quienes conviene el nombre de filósofos. (…) Los primeros, cuya curiosidad está por entero en los ojos y en los oídos, se complacen en oír bellas voces, ver bellos colores, bellas figuras y todas las obras del arte o de la naturaleza en que entra lo bello; pero su alma es incapaz de elevarse hasta la esencia de la belleza misma, reconocerla y unirse a ella. (…)
¿Qué significa la vida en un hombre que conoce en verdad las cosas bellas, pero que no tiene ninguna idea de la belleza en sí misma, ni es capaz de seguir a los que quieran hacérsela conocer? (…)
Por el contrario, el que puede contemplar la belleza, sea en sí misma, sea en lo que participa de su esencia, que no confunde lo bello y las cosas bellas, y que no toma jamás las cosas bellas por lo bello, ¿vive como en un sueño o en la realidad? (…)
Los conocimientos de éste, fundados en una vista clara de los objetos, son una verdadera ciencia; y los de aquél, que sólo descansan en la apariencia, no merecen otro nombre que el de opinión. (…)
Por consiguiente, para los que ven la multitud de cosas bellas, pero que no distinguen lo bello en su esencia, ni pueden seguir a los que intentan demostrárselo, que ven la multitud de cosas justas, pero no la justicia misma, y lo mismo todo lo demás, diremos que todos sus juicioes son opiniones y no conocimientos. (…) Por el contrario, los que contemplan la esencia inmutable de las cosas tienen conocimientos y no opiniones. (…) Por consiguiente, será preciso dar el nombre de filósofos sólo a los que se consagran a la contemplación de la esencia de las cosas.
6. El trato que se da a los sabios en los estados, tiene un no sé qué de extraño y particular, que nadie ha experimentado nunca algo que se aproxime a ello (…). Figúrate, pues, un patrón de una o muchas naves (…) más grande y más robusto que el resto de la tripulación, pero un poco sordo, de vista corta, y poco versado en el arte de la navegación. Los marineros se disputan el timón; cada uno de ellos pretende ser piloto, sin tener ningún conocimiento náutico, y sin poder decir ni con qué maestro ni en qué tiempo lo ha adquirido. (…) Imagínate que los ves alrededor del patrón, sitiándole, conjurándole, y apurándole para que les confíe el timón. Los excluídos matan y arrojan al mar a los que han sido preferidos; después embriagan al patrón o le adormecen haciéndole beber la mandrágora o se libran de él por cualquier medio. Entonces se apoderan de la nave, se echan sobre las provisiones, beben y comen con exceso, y conducen la nave del modo que semejantes gentes pueden conducirla. (…) No creo que haya necesidad de demostrarte que este cuadro es la imagen fiel del tratamiento que se da a los verdaderos filósofos en los diversos estados. (…) Presenta esta comparación al que se asombre de ver a los filósofos tratados en los estados de una manera tan poco honrosa; (…) no es a éstos a quienes es preciso atacar echándoles en cara su inutilidad, sino a los que no se dignan emplearlos, porque no está en el orden que el piloto suplique a la tripulación que le permitan conducir la nave, ni que los sabios vayan de puerta en puerta a hacer la misma súplica a los ricos. El que se ha atrevido a emitir esta idea se ha engañado. La verdad es que al enfermo, sea rico o pobre, es al que corresponde acudir al médico; y en general, lo natural es que el que tiene necesidad de ser gobernado vaya en busca del que puede gobernarle, y no que aquéllo, cuyo gobierno pueda ser útil a los demás, supliquen a éstos que se pongan en sus manos. Y así no te engañarás, comparando a los políticos con los marineros de que acabo de hablar; políticos que están hoy a la cabeza de los negocios públicos, y que consideran como gentes inútiles, perdidas en la contemplación de los astros, a los verdaderos pilotos. (…)
Por lo pronto, todo el mundo convendrá conmigo en que muy raras veces aparecen sobre la tierra hombres de índole natural tan feliz que reúnan en sí todas las cualidades que exigimos de un verdadero filósofo. (…)
Porque la filosofía, a pesar del estado de abandono a que se ve reducida, conserva aún sobre las demás artes un ascendiente y una superioridad, que hacen que la busquen esos hombres que no nacieron para ella, esos viles artesanos que con un trabajo servil han desfigurado el cuerpo y al mismo tiempo degradado el alma. (…) En igual forma, ¿qué producciones han de salir del comercio de estas almas bajas y sin cultura con la filosofía? Pensamientos frívolos, sofismas, opiniones desprovistas de verdad, de buen sentido y de solidez. (…) Queda, pues, mi querido Adimanto, reducido el número bien escaso de verdaderos filósofos.
7. SÓCRATES: ¿No sabes que la música no es hoy mejor tratada que su hermana? (aludiendo Sócrates, con «hermana», a la Astronomía) Se limita esta ciencia a la medida de los tonos y de los acordes sensibles, trabajo tan inútil como el de los astrónomos.
GLAUCÓN: Es cierto que no hay nada más ridículo. Nuestros músicos hablan sin cesar de matices diatónicos, extienden su oído como para sorprender los sonidos al paso; y unos dicen que oyen un sonido medio entre dos tonos, y que este sonido es el más pequeño intervalo que los separa; otros sostienen, por el contrario, que estos dos tonos son perfectamente semejantes; y todos prefieren el juicio del oído al del espíritu.
SÓCRATES: Hablas de esos famosos músicos, que no dan descanso a las cuerdas, que las ponen en tortura, y las atormentan por medio de las clavijas. (…) Éstos, por lo menos, hacen lo mismo que los astrónomos; indagan los números de que resultan los acordes que hieren el oído; pero no llegan a ver solamente en estos acordes un medio de descubrir cuáles números son armónicos y cuáles no lo son, ni de dónde procede esta diferencia.
GLAUCÓN: (…) pero, Sócrates, semejante trabajo será muy largo y muy penoso.
SÓCRATES: ¿Qué quieres decir? Pues eso no es más que el preludio. ¿No sabes que todo esto no es más que una especie de preludio del canto que debemos aprender? (…) Aquí tienes, mi querido Glaucón, el canto de que acabo de hablarte; es la dialéctica. Esta ciencia, completamente espiritual, puede ser representada por el órgano de la vista, que, según hemos demostrado, se eleva gradualmente del espectáculo de los animales al de los astros, y en fin, a la contemplación del mismo sol. Y así, el que se dedica a la dialéctica, renunciando en absoluto al uso de los sentidos, se eleva, sólo mediante la razón, hasta la esencia de las cosas; y si continúa sus indagaciones hasta que haya percibido mediante el pensamiento la esencia del bien, ha llegado al término de los conocimientos inteligibles, así como el que ve el sol ha llegado al término del conocimiento de las cosas visibles. (…)
Recuerda al hombre de la caverna; comienza por verse libre de sus cadenas; después, abandonando las sombras, se dirige hacia las figuras artificiales y hacia la luz que las alumbra. En fin, sale de este lugar subterráneo para subir hasta los sitios que ilumina el sol; y como sus ojos débiles y ofuscados no pueden fijarse desde luego ni en los animales, ni en las plantas, ni en el sol, recurre a las imágenes de los mismos, pintadas en la superficie de las aguas y en sus sombras, pero estas sombras pertenecen a seres reales y no a objetos artificiales como sucedía en la caverna, y no están formadas por aquella luz, que nuestro prisionero tomaba por el sol. El estudio de las ciencias de que hemos hablado, produce el mismo efecto. Eleva la parte más noble del alma hasta la contemplación del más excelente de los seres; como en el otro caso, el más penetrante de los órganos del cuerpo se eleva a la contemplación de lo más luminoso que hay en el mundo material y visible. (…) El método dialéctico es el único que, dejando a un lado las hipótesis, se eleva hasta el principio para establecerlo firmemente, sacando poco a poco el ojo del alma del cieno en que estaba sumido, y elevándole a lo alto con el auxilio y por el misterio de las artes de que hemos hablado. Hemos distinguido éstas muchas veces con el nombre de ciencias, para conformarnos al uso; pero sería preciso darles otro nombre, que ocupase un medio entre la oscuridad de la opinión y la evidencia de la ciencia. Antes nos servimos del nombre de conocimiento razonado. Pero a mi juicio tenemos cosas demasiado importantes de que tratar, para que nos detengamos ahora en una disputa de palabras.
8. SÓCRATES: ¿Recuerdas cuál es el carácter de los que hemos escogido para gobernar?
GLAUCÓN: Sí
SÓCRATES: Tú mismo pensabas que debíamos escoger hombres de este temple, y que era preciso preferir los más firmes, los más valientes, y, si era posible, los más hermosos; pero estas ventajas corporales y la nobleza de sentimientos no eran bastante, y se exigió que tuviesen las disposiciones convenientes para la educación que queríamos darles.
GLAUCÓN: ¿Cuáles son estas disposiciones?
SÓCRATES: La sagacidad necesaria para el estudio de las ciencias y la facilidad para aprender (…). Además, es preciso que tengan memoria y voluntad, que amen el trabajo y toda especie de trabajo sin distinción; pues de no ser así ¿cómo crees que habrían de consentir la amalgama de tantos ejercicios del cuerpo y tantas reflexiones y trabajos del epíritu? (…) La falta, en que se incurre en nuestros días y que tanto daño ha causado a la filosofía, procede, como ya hemos dicho, de la poca consideración en que se tiene la dignidad de esta ciencia, porque no está hecha para espíritus bastardos, sino para verdaderos y legítimos talentos. (…)
¿No deberemos colocar en el rango de almas imperfectas, con relación al estudio de la verdad, las que, detestando la mentira voluntaria y no pudiendo sufrirla sin sentir repugnancia dentro de sí e indignación para las demás, no tienen el mismo horror por la mentira involuntaria (…)?
No menos atención es preciso prestar para discernir los caracteres francos de los caracteres bastardos en razón de la templanza, de la fuerza, de la grandeza de alma y de las demás virtudes. Por no saber distinguirlos, los particulares y los estados someten sus intereses, éstos, a magistrados débiles e incapaces, y aquéllos, a amigos de iguales condiciones.
SÓCRATES: Desde la edad más tierna es preciso destinar a nuestros discípulos al estudio de la aritmética, de la geometría y demás ciencias, que sirven de preparación a la dialéctica; pero es necesario desterrar de la enseñanza todo lo que sean trabas y coacciones.
GLAUCÓN: ¿Por qué razón?
SÓCRATES: Porque un espíritu libre no debe aprender nada como esclavo. Que los ejercicios del cuerpo sean forzosos o voluntarios, no por eso el cuerpo deja de sacar provecho; pero las lecciones que se hacen entrar por fuerza en el alma, no tienen en ella ninguna fijeza.
GLAUCÓN: Es cierto.
SÓCRATES: No emplees la violencia con los niños cuando les des las lecciones; haz de manera que se instruyan jugando y así te pondrás mejor en situación de conocer las disposiciones de cada uno. (…) Di también mujeres, mi querido Glaucón; porque no creas que haya hablado yo más bien de hombres que de mujeres, siempre que estén dotadas de una aptitud conveniente.
GLAUCÓN: Así debe ser, puesto que en nuestro sistema es preciso que todo sea común entre los dos sexos.
SÓCRATES: Y bien, amigos míos, ¿me concederéis ahora que nuestro proyecto de estado y de gobierno no es un simple deseo? La ejecución es difícil sin duda, pero es posible; y sólo lo es, como se ha dicho, cuando estén a la cabeza de los gobiernos uno o muchos verdaderos filósofos, que, mirando con desprecio los honores, que hoy con tanto ardor se solicitan, en la convicción de que no tienen ningún valor; no estimando sino el deber y los honores que son su recompensa; poniendo la justicia por encima de todo por su importancia y su necesidad; sometidos en todo a sus leyes y esforzándose en hacerlas prevalecer, emprendan la reforma del estado.
9. SÓCRATES: Ahora tenemos que recorrer los caracteres viciados; en primer lugar el que es celoso y ambicioso, formado según el modelo de gobierno de Lacedemonia; y en seguida los caracteres oligárquico, democrático y tiránico. Cuando hayamos reconocido cuál es el más injusto de estos caracteres, le pondremos frente a frente del más justo, y comparando la justicia pura con la injusticia también sin mezcla, concluiremos por ver hasta qué punto la una y la otra nos hacen dichosos o desgraciados, y si deberemos acogernos a la injusticia, siguiendo el consejo de Trasímaco, o rendirnos a la fuerza de las razones, que nos precisan a abrazar el partido de la justicia. (…)
Me parece que corresponde ahora examinar el orígen y las costumbres de la democracia, y observar después estas mismas cualidades en el hombre democrático, a fin de que podamos compararlos entre sí y juzgarlos. (…)
Se pasa de la oligarquía a la democracia a causa del deseo insaciable de estas mismas riquezas, que se miran como el primero de todos los bienes en el gobierno oligárquico.
GLAUCÓN: ¿Cómo?
SÓCRATES: (…) Es evidente que en todo gobierno, cualquiera que él sea, es imposible que los ciudadanos estimen las riquezas y practiquen al mismo tiempo la templanza, sino que es una necesidad que sacrifiquen una de estas dos cosas a la otra.
GLAUCÓN: Eso es completamente evidente.
SÓCRATES: Así es que los magistrados en las oligarquías, por su negligencia y la anchura que dan al libertinaje, han reducido muchas veces a la indigencia a hombres bien nacidos. (…) Esto da origen a que haya en el estado gentes provistas con aguijones, unos oprimidos con las deudas, otros notados de infamia, y algunos que han perdido a la vez los bienes y el honor, todos los que se hallan en permanente hostilidad contra los que se han enriquecido con los despojos de su fortuna y contra el resto de los ciudadanos, no aspirando más que a promover una revolución en el gobierno.
GLAUCÓN: Así es.
SÓCRATES: Sin embargo, estos usureros ávidos, preocupados con su negocio y sin reparar en los que han arruinado, continúan prestando con un interés exorbitante y enriqueciéndose, abriendo brechas terribles en el patrimonio de sus muchas víctimas y multiplicando por este medio en el estado la raza de los zánganos y de los pobres.
GLAUCÓN: ¿Cómo no ha de multiplicarse?
SÓCRATES: (…) Así se ven los ciudadanos reducidos a este triste estado por culpa de los gobernantes, y como una consecuencia necesaria, estos mismos se corrompen y corrompen a sus hijos, los cuales, pasando una vida voluptuosa sin ejercitar su espíritu ni su cuerpo, se hacen débiles e incapaces de resistir al placer y al dolo. (…)
El gobierno se hace democrático cuando los pobres, consiguiendo la victoria sobre los ricos, degüellan a los unos, destierran a los otros y reparten con los que quedan los cargos y la administración de los negocios, reparto que en estos gobiernos se arregla de ordinario por la suerte.
10. SÓCRATES: Veamos, mi querido Adimanto, cómo se forma el gobierno tiránico, y por lo pronto si debe su origen a la democracia. (…) Lo que en la oligarquía se considera como el mayor bien, y lo que puede decirse que es el origen de esta forma de gobierno, son las riquezas excesivas de los particulares, ¿no es así?
ADIMANTO: Sí.
SÓCRATES: Lo que causa su ruina, ¿no es el deseo insaciable de enriquecerse, y la indiferencia que por esto mismo se siente por todo lo demás?
ADIMANTO: También es eso cierto.
SÓCRATE: Por la misma razón, para la democracia es la causa de su ruina el deseo insaciable de lo que mira como su verdadero bien.
ADIMANTO: ¿Cuál es ese bien?
SÓCRATES: La libertad. Penetra en un estado democrático, y oirás decir por todas partes, que la libertad es el más precioso de los bienes. (…) Cuando un estado democrático, devorado por una sed ardiente de libertad, está gobernada por malos escanciadores, que la derraman pura y la hacen beber hasta la embriaguez, entonces, si los gobernantes no son complacientes, dándole toda la libertad que quiere, son acusados y castigados, so pretexto de que son traidores que aspiran a la oligarquía. (…) Con el mismo desprecio trata el pueblo a los que muestran aún algún respeto y sumisión a los magistrados, echándoles en cara que para nada sirven y que son esclavos voluntarios. Pública y privadamente alaba y honra la igualdad que confunde a los magistrados con los ciudadanos. En un estado semejante, ¿no es natural que la libertad se extienda a todo? (…) los padres se acostumbran a tratar a sus hijos como a sus iguales y si cabe a temerlos; éstos a igualarse con sus padres, a no tenerles ni temor ni respeto, porque en otro caso padecería su libertad; y que los ciudadanos y los simples habitantes y hasta los extranjeros aspiran a los mismos derechos. (…) Y si bajamos más la mano, encontraremos que los maestros, en semejante estado, temen y contemplan a sus discípulos; éstos se burlan de sus maestros y de sus ayos. En general los jóvenes quieren igualarse con los viejos, y pelearse con ellos ya de palabra ya de hecho. Los viejos, a su vez, quieren remedar a los jóvenes, y hacen estudio en imitar sus maneras, temiendo pasar por personas de carácter altanero y despótico. (…) De esta forma de gobierno tan bella y tan encantadora es de donde nace la tiranía, por lo menos a mi entender. (…)
Por consiguiente, lo mismo con relación a un estado, que con relación a un simple particular, la libertad excesiva debe producir, tarde o temprano, una extrema servidumbre. (…) Por tanto, es natural que la tiranía tenga su origen en el gobierno popular; es decir, que a la libertad más completa y más limitada suceda el despotismo más absoluto y más intolerable.
11. SÓCRATES: El que pasa de una región inferior a una región media, ¿no se imagina subir a lo más alto? Y cuando ha llegado a la región media , y echa una mirada al punto de donde ha partido, ¿qué otra idea puede ocurrírsele sino que está en lo alto, porque no conoce aún la región verdaderamente alta?
GLAUCÓN: No creo que pueda imaginarse otra cosa.
SÓCRATES: Si desde allí volviese a descender a la región baja, creería descender, y no se engañaría.
GLAUCÓN: No.
SÓCRATES: ¿A que puede atribuirse su error, sino a la ignorancia en que está respecto a la región verdaderamente alta, verdaderamente media, verdaderamente baja?
GLAUCÓN: Es evidente que su error no tiene otro orígen.
SÓCRATES: ¿Y es extraño que hombres, que no conocen la verdad, se formen ideas falsas de mil cosas, entre otras, del placer, del dolor y de lo que es intermedio entre uno y otro, de suerte que cuando pasan al dolor, creen sufrir y sufren en efecto, y cuando del dolor pasan al estado intermedio, se persuaden que han llegado al pleno goce del placer? ¿Es extraño que gentes, que jamás han percibido el verdadero placer y que no consideran el dolor sino por oposición con la cesación del dolor, se engañen en sus juicios, poco más o menos, como si conociendo el color blanco, tomasen el color gris por blanco, comparándole con el negro? (…)
Por consiguiente, los que no conocen ni la sabiduría ni la virtud, y están siempre entregados a los festines y demás placeres sensuales, pasan sin cesar de la región baja a la región media, y de la media a la baja; viven errantes antre estos dos términos, sin poder nunca traspasarlos, Jamás se han elevado a la alta región, ni han levantado hasta allí sus miradas; jamás han estado en posesión del ser; jamás han experimentado un gozo puro y verdadero. Sino que, inclinados siempre hacia la tierra como animales, y fijos sus ojos en el pasto que reciben, se entregan brutalmente al buen trato y al amor; y disputándose el goce de estos placeres, se cornean y cocean entre sí, concluyendo por matarse unos a otros con sus pezuñas de hierro y sus cuernos, llevados del furor de sus apetitos insaciables; porque no se cuidan de llenar con objetos reales esta parte de ellos mismos que se relacionan con el ser, y que es la única capaz de una verdadera plenitud.
12. SÓCRATES: Ahora bien; puesto que hemos llegado ya a este punto, volvamos a lo que se dijo más arriba, y que dió ocasión a esta conversación. Se dijo, si mal no recuerdo, que la injusticia era ventajosa al perfecto malvado, con tal que pasase por hombre de bien. ¿No es esto mismo lo que se dijo?
GLAUCÓN: Sí (…)
SÓCRATES: Para probar al que lo ha sostenido que se ha engañado, formemos con el pensamiento una imagen del alma.
GLAUCÓN: ¿Qué clase de imagen? (…)
SÓCRATES: Forma, por lo pronto, un monstruo de muchas cabezas, unas de animales pacíficos, y otras de bestias feroces; dale también el poder de producir todas estas cabezas y de cambiarlas a su capricho. (…) Forma, en seguida, la imagen de un león y de un hombre; pero es preciso que la primera de estas tres imágenes sea más grande que las otras dos, y la segunda más grande que la última. (…) Reúne estas tres imágenes de manera que constituyan un todo. (…) Por último, envuelve este compuesto con el exterior de un hombre, de manera que el que no pueda ver el interior, tome el todo por un hombre, juzgando sólo por las apariencias. (…) Responde ahora al que sostiene que la injusticia es ventajosa al hombre formado de esta manera, y que de nada le sirve ser justo. Digamos que es como si se pretendiese que es ventajoso para él alimentar con esmero y fortificar al monstruo y al león, y debilitar al hombre dejándole morir de hambre, de manera que esté a merced de los otros dos, y puedan llevarle y traerle a donde les acomode; y añadiremos, ¿no equivale esto a sostener y afirmar que en lugar de acostumbrarles a vivir juntos en un perfecto acuerdo, vale más dejarles batirse, morderse y devorarse los unos a los otros? (…) Recíprocamente, decir que es útil el ser justo, equivale a sostener que el hombre debe, con sus discursos y sus acciones, trabajar para dar una autoridad superior sobre sí mismo al hombre interior, y conducirse con este monstruo de muchas cabezas como un entendido labrador, auxiliándose de la fuerza del león, para impedir el crecimiento de los animales feroces, y alimentar y fomentar los animales pacíficos, distribuyendo sus cuidados entre todos, para que se mantenga una perfecta inteligencia entre unos y otros y entre todos y él mismo. (…)
Por consiguiente, todo hombre sensato dirigirá todas sus acciones a este mismo fin. En primer lugar, cultivará y estimará por cima de todo las ciencias propias para perfeccionar su alma, despreciando todas aquellas que no producen el mismo efecto. (…) En segundo lugar, en su régimen corporal no buscará el goce de los placeres brutales e irracionales; buscará la salud, la fuerza y la belleza, en cuanto todas estas ventajas sean para él medios de ser más moderado; y en una palabra, no mantendrá una perfecta armonía entre las partes de su cuerpo, sino en cuanto pueda servir para mantener el acuerdo que debe reinar en su alma. (…) En consecuencia, buscará la misma armonía respecto a las riquezas, y no se dejará deslumbrar por la idea que la multitud se forma de la felicidad; ¿o bien aumentará sus riquezas hasta el infinito para aumentar sus males en la misma proporción? (…) Pero teniendo siempre fijos los ojos en el gobierno de su alma, atento a impedir que la opulencia de una parte y la indigencia de otra desarreglen los resortes, hará estudio en conservar siempre el mismo plan de conducta en las adquisiciones y gastos que pueda hacer. (…)
Pero es evidente que una cosa, que no puede perecer ni por su propio mal, ni por un mal extraño, debe necesariamente existir siempre, y que si existe siempre es inmortal.
GLAUCÓN: Sí.
SÓCRATES: Sentemos, por tanto, esto como un principio incontestable. Ahora bien, si es así, es fácil concebir que estas mismas almas deben de existir siempre, puesto que no pereciendo ninguna de ellas, no puede disminuir su número.
GLAUCÓN: Dices verdad.
SÓCRATES: (…) Las razones que acabamos de alegar y muchas otras demuestran, por tanto, de una manera invencible la inmortalidad del alma. Mas para conocer su verdadera naturaleza, no se la debe considerar, como lo estamos haciendo, en el estado de degradación a que la conducen su unión con el cuerpo y todos los males que son resultados de esta unión, sino que debe contemplársela atentamente con los ojos del espíritu, tal como en sí misma, desprendida de todo lo que a ella es extraño. Entonces se verá que es infinitamente más bella; se conocerá con más claridad la naturaleza de la justicia, de la injusticia y de las demás cosas de que hemos hablado. (…) Pero he quí, mi querido Glaucón, lo que es preciso examinar en ella.
GLAUCÓN: ¿Qué?
SÓCRATES: Su amor por la verdad. Es preciso que fijemos nuestra reflexión en las cosas a que el alma se dirige, en los objetos co que quere comunicarse, en el enlace íntimo que naturalmente tiene con todo lo que es divino, inmortal, imperecedero, y en lo que debe convertirse, cuando entregándose por entero a este sublime fin, se eleve mediante un noble esfuerzo desde el fondo de este mar en que está sumida, y se desembarace de las conchas y guijarros, que se pegan a ella a causa de la necesidad en que está de alimentarse con las cosas terrenas, necesidad que merece el aplauso de muchos, considerándola como una felicidad. Entonces es cuando verás claramente cuál es la naturaleza del alma, si es simple o compuesta, en una palabra, cuáles son su esencia y su manera de ser. (…)
No parecerá mal, mi querido Glaucón, que ahora restituyamos a la justicia y a las otras virtudes, además de estas ventajas que son propias de ellas, las recompensas que los hombres y los dioses han unido a las mismas, y que el hombre justo recibe durante la vida y después de la muerte. (…)
Me concederás, en primer lugar, que el hombre virtuoso y el hombre malo son conocidos por los dioses tal como son. (…) Y que si es asi, el uno es querido de los dioses y el otro aborrecido, como convinimos desde el principio. (…) ¿No me concederás también que el hombre querido de los dioses sólo puede esperar de su parte bienes, y que, si algunas veces recibe males, es en expiación de las faltas de su vida pasada? (…)
Es preciso reconocer, por tanto, respecto del hombre justo, ya se encuentre pobre o enfermo, o en cualquiera otra situación que se considere como desgraciada, que sus pretendidos males se convertirán en ventaja suya durante su vida o después de su muerte. Porque la providencia de los dioses necesariamente se fija en el que se esfuerza en hacerse justo y en llegar mediante la práctica de la virtud a la más perfecta semejanza que puede tener el hombre con la divinidad. (…) Y así, de parte de los dioses, los frutos de la victoria pertenecen al justo. (…)
Tales son las ventajas, el salario y las recompensas que el justo recibe durante su vida de parte de los hombres y de los dioses, además de los bienes que le proporciona la práctica de la justicia. (…)
No es la historia de Alcinoo la que voy a referir, sino la de un hombre de corazón. Er el armenio, originario de Panfilia. Después de haber muerto en una batalla, como a los diez días se fuera a recoger los cadáveres que ya estaban corrompidos, se encontró el suyo sano y entero; y conducido a su casa, cuando al duodécimo día estaba sobre la hoguera, volvió a la vida, y refirió a los circunstantes lo que había visto en el otro mundo: «En el momento que mi alma salió del cuerpo – dijo- llegué con otra infinidad de ellas a un sitio de todo punto maravilloso, donde veían, en la tierra, dos aberturas, próximas la una a la otra, y en el cielo, otras dos, que correspondían con las primeras. Entre estas dos regiones estaban sentados jueces, y así que pronunciaban sus sentencias, mandaban a los justos tomar su camino por la derecha, por una de las aberturas del cielo, después de ponerles por delante un rótulo que contenía el juicio dado en su favor; y a los malos les obligaban a tomar el camino de la izquiera, por una de las aberturas de la tierra, llevando en la espalda otro rótulo semejante, donde iban consignadas todas sus acciones. Cuando yo me presenté, los jueces decidieron que era preciso llevase a los hombres la noticia de lo que pasaba en el otro mundo, y me mandaron que oyera y observara en aquel sitio todas las cosas de que iba a ser testigo. Vi en primer lugar a las almas de los que habían sido juzgados, unas subir al cielo, otras descender a la tierra por las dos aberturas que se correspondían; mientras que por la otra abertura de la tierra vi salir almas cubiertas de basura y de polvo, al mismo tiempo que por la otra del cielo descendían otras almas puras y sin mancha. Parecían venir todas de un largo viaje, y detenerse con gusto en la pradería como en un punto de reunión. Las que se conocían, se pedían unas a otras, al saludarse, noticias acerca de lo que pasaba en el cielo y la tierra. Unas referían sus aventuras con gemidos y lágrimas, que las arrabncaba el recuerdo de los males que habían sufrido o visto sufrir a los demás durante su estancia en la tierra, cuya duración era de mil años. Otras, que volvían del cielo, hacían la historia de los deliciosos placeres que habían disfrutado y de las cosas maravillosas que habían visto.» Pero, a fin de cuentas, sería muy largo, mi querido Glaucón, referirte por entero el discurso del armenio Er. sobre este punto. Se reducía a decir que las almas eran castigadas diez veces por cada una de las injusticias que habían cometido durante la vida; que la duración de cada castigo era de cien años, duración natural de la vida humana, a fi de que el castigo fuese siempre décuplo para cada crímen. Y así, los que se han manchado con muchos asesinatos, que han vendido los estados y los ejércitos, que los han reducido a la esclavitud, o que se han hecho culpables de cualquier otro crimen semejante, eran atormentados con el décuplo por cada uno de estos crímenes. Aquellos, por el contrario, que han hecho bien a los hombres, que han sido santos y virtuosos, recibían en la misma proporción la recompensa de sus buenas acciones.